5 Cuaresma (B) Juan 12,  20-33
JOSÉ  ANTONIO PAGOLA, SAN  SEBASTIÁN (GUIPUZCOA
Unos peregrinos griegos que han  venido a celebrar la Pascua de los judíos se acercan a Felipe con una petición: «Queremos ver a Jesús». No es  curiosidad. Es un deseo profundo de conocer el misterio que se encierra en aquel  hombre de Dios. También a ellos les puede hacer bien.
A Jesús se le ve preocupado. Dentro  de unos días será crucificado. Cuando le comunican el deseo de los peregrinos  griegos, pronuncia unas palabras desconcertantes: «Llega la hora de que sea glorificado el Hijo  del Hombre». Cuando sea crucificado, todos podrán ver con claridad  dónde está su verdadera grandeza y su gloria.
Probablemente nadie le ha entendido  nada. Pero Jesús, pensando en la forma de muerte que le espera, insiste: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra,  atraeré a todos hacia mí». ¿Qué es lo que se esconde en el  crucificado para que tenga ese poder de atracción? Sólo una cosa: su amor  increíble a todos.
El amor es invisible. Sólo lo  podemos ver en los gestos, los signos y la entrega de quien nos quiere bien. Por  eso, en Jesús crucificado, en su vida entregada hasta la muerte, podemos  percibir el amor insondable de Dios. En realidad, sólo empezamos a ser  cristianos cuando nos sentimos atraídos por Jesús. Sólo empezamos a entender  algo de la fe cuando nos sentimos amados por Dios.
Para explicar la fuerza que se  encierra en su muerte en la cruz, Jesús emplea una imagen sencilla que todos  podemos entender: «Si el grano de trigo no cae en tierra y  muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto». Si el grano  muere, germina y hace brotar la vida, pero si se encierra en su pequeña  envoltura y guarda para sí su energía vital, permanece  estéril.
Esta bella imagen nos descubre una  ley que atraviesa misteriosamente la vida entera. No es una norma moral. No es  una ley impuesta por la religión. Es la dinámica que hace fecunda la vida de  quien sufre movido por el amor. Es una idea repetida por Jesús en diversas  ocasiones: Quien se agarra egoístamente a su vida, la echa a perder; quien sabe  entregarla con generosidad genera más vida.
No es difícil comprobarlo. Quien  vive exclusivamente para su bienestar, su dinero, su éxito o seguridad, termina  viviendo una vida mediocre y estéril: su paso por este mundo no hace la vida más  humana. Quien se arriesga a vivir en actitud abierta y generosa, difunde vida,  irradia alegría, ayuda a vivir. No hay una manera más apasionante de vivir que  hacer la vida de los demás más humana y llevadera. ¿Cómo podremos seguir a Jesús  si no nos sentimos atraídos por su estilo de vida? 
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