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lunes, 15 de octubre de 2012

JOSÉ LUIS MARTÍN DESCALZO "LA PRIMAVERA HA VENIDO" CONCILIO VATICANO II

Así escribe su crónica del día 11 de octubre de 1962

Viene de: http://www.periodistadigital.com/religion/vaticano/2012/10/13/jose-luis-martin-descalzo-la-primavera-ha-venido-iglesia-religion-papa-obispos-juan-xxiii-concilio-vaticano.shtml

El Concilio Vaticano I concluyó con una impresionante tempestad. El Vaticano II ha tenido como prólogo un, al parecer, inacabable aguacero. Toda la tarde de ayer -después de unos deliciosos días otoñales- el cielo de Roma se vio oscurecido por una lluvia cerrada y espesa. Como si la Providencia tratase de encadenar este Concilio con el precedente.

-Si sigue así, mañana la lluvia deslucirá el cortejo de la plaza- comenta alguien.

-¡Bah!- responden a mi lado-; esto lo arregla Juan XXIII con rezar diez minutos.

Yo no sé si el Papa rezaría o no por este asunto. Lo cierto es que esta mañana, al abrir mi ventana, a las siete, el suelo estaba aún húmedo, de lluvia reciente; pero ya en el cielo un sol tibio luchaba con la blanda neblina mañanera.

Media hora después todas las calles adyacentes a San Pedro vomitaban caravanas de peregrinos. Y, entre ellos, andando, en coche, con blancos roquetes, con rojos capisayos, con simples sotanas y los ornamentos bajo el brazo, obispos, cardenales, patriarcas, mujerucas, chiquillos, embajadores, se encaminaban hacia la basílica.

Ante mí se cruzan las sandalias de unas Hermanitas de Foucauld y la resplandeciente púrpura del cardenal Quiroga, un chavea arrastrado por su madre y una vieja periodista americana, a la que empujan en un carrito de ruedas. Hay en todos los ojos una centelleante alegría, en la que se mezclan el gozo de asistir a un inolvidable acontecimiento sobrenatural con la prisa de conseguir un buen puesto en la basílica.

Cuando nuestros carnets de Prensa nos abren paso hacia el interior, quienes deberán quedarse en la plaza nos miran con envidia. Falta una hora para la ceremonia y hay ante la basílica unas cien mil personas.

El interior de San Pedro era un prodigio de luz y de color. ¿Excesivo? Sí, un poco excesivo; pero no íbamos sólo a celebrar una liturgia, sino también una fiesta. Un algo de decorado teatral le iba casi bien.

En el Aula Conciliar algunos monseñores revisaban los últimos detalles. Los miembros de las 85 misiones iban llegando con sus bandas nacionales, con sus entorchados levemente fuera de sitio. Y, ante la tribuna de las embajadas, los 28 observadores, en los que se posan todos los ojos en este momento. ¿Qué pensarán estos hombres ahora? ¿Qué sentirán ante este prodigioso espectáculo de unidad? ¿Sabrán adivinar, tras el esplendor de los cortinajes, la sencillez del Pescador, la de todos los verdaderos católicos?

A través de un pequeño transistor intentamos seguir la ceremonia que está celebrándose en estos momentos, en la Capilla Sixtina. Apenas lo conseguimos. La basílica está materialmente cubierta de cables eléctricos y telefónicos que convierten en ruido las emisiones de Radio Vaticana. Logramos al fin oir el "Ave Maris Stella", con el que comienza la ceremonia. Son las ocho y treinta y cinco. Bajo la invocación de María, la esposa del carpintero, comienza la más solemne aventura del siglo. Buena estrella del mar va a conducirnos.

Un río de mitras blancas ha comenzado a entrar en la basílica. Una procesión de un kilómetro de largo, semejante a un desfile de balandros en el mar. Vistas desde la cúpula nos darían, después, una impresión de antorchas oscilantes.

Y al fin -son las nueve y media- el Papa llega en la silla gestatoria. Todos lo hemos visto: entró llorando. Sus hermosos ojos alegres brillaban hoy más que nunca entre las lágrimas de la felicidad.

Toda la basílica se puso entonces en pie. Un cardenal pidió los prismáticos a su secretario y los dirigió hacia la figura del Papa. A cuatro de los observadores les pudo la curiosidad, abandonaron su sitio y se precipitaron materialmente hacia el centro para ver la llegada del Papa. Y los inflexibles guardias suizos, quizá por primera vez, rompieron la ceremonia dejándoles pasar.

Los obispos dudaban si aplaudir al pasar el Papa ante ellos; alguno lo hacía como con miedo a faltar el respeto a la mitra que tenía entre las manos. Los prelados se miraban un poco indecisos unos a otros, como sin saber qué hacer. "A la hora de la verdad, en esto de los Concilios somos todos novatos", me decía ayer uno. Cientos de fotógrafos improvisados disparaban sus máquinas. Y los profesionales, con sus teleobjetivos, largos como cañones, apuntaban sin cesar hacia todos lados como si de un momento a otro se les fuera a terminar el Concilio.


Luego volvió la calma a la basílica y comenzó la más solemne misa que recuerde la Historia. Sólo la presencia personal de Jesús hizo más soberanamente importante la del primer Jueves Santo. ¿O quizá era simplemente la misma ceremonia que se prolongaba veinte siglos después? Sí, esto era lo más hermoso que allí estaba sucediendo. No el esplendor, no el número, ni las luces, ni los colores.

Uno sentía que lo importante de la ceremonia a la que estaba asistiendo era el calor que nos unía a todos, los unos a los otros, los vivos con los muertos, subiendo a lo largo de la historia de los veinte Concilios hasta llegar al día en que Jesús envió a sus apóstoles a predicar.

Uno sentía allí, viva como nunca, la alegría de ser hijo de la Iglesia. Y veía a esta Madre, más hermosa que nunca, adornada, no con oro, ni colgaduras, ni tapices, sino con las cuatro joyas únicas de su unidad, de su santidad, de su catolicidad, de su empalme directo con los apóstoles.

La procesión de los obispos, el rezo unánime del Credo cantaban la unidad de la Iglesia; todos hermanados en una misma fe, en una inalterable devoción hacia el Romano Pontífice, hacia el anciano que, bajo el baldaquino, reía entre lágrimas. ¿Qué pensarían, al contemplar esto, los 28 observadores? ¿No cruzaría por su corazón la más viva nostalgia de la unidad perdida? ¿Qué sintieron en el momento en que Juan XXIII se detuvo ante ellos e, inclinándose, les saludó con los brazos abiertos, con el corazón mucho más abierto que los brazos?

Allí estaba la Iglesia santa. A lo largo de la misa observé tenaz, curiosa, inquisitorialmente casi, los rostros de los obispos. Eran hombres que sabían orar, os lo aseguro. Pero oraban sin tensión, sin posturas falsamente ascéticas, naturales, humildes. Una santidad feliz, tanto que, cuando durante el rezo de las letanías los nombres de los santos recorrieron la basílica, subieron a lo largo de los muros, lamiendo las estatuas de los santos fundadores, uno no sentía división entre la Iglesia militante que nosotros formamos y la Iglesia triunfante que ellos constituyen. Eran ambas dos Iglesias triunfantes, una, que ya descansa en el triunfo definitivo, y otra que, día a día, construye el humilde triunfo de Dios sobre la tierra.

Allí estaba también la Iglesia católica, la que no distingue de razas, de naciones, de colores, de pueblos, de edades, de modos de ser ni de pensar. Durante el desfile íbamos reconociendo a las figuras más egregias o conocidas del Episcopado: "Aquel es el obispo de Hiroshima". "Aquel es el de Argel." "Aquél, el de Nueva Orleans, que hace poco condenó a los racistas." "Aquel es monseñor Mendoza, el obispo peruano, benjamín del Concilio con sus treinta y cuatro años," "Aquél, monseñor Carinci, que el 9 de noviembre cumplirá los cien años."

Allí estaban todos, jóvenes muchos, nacidos más de la mitad en nuestro siglo, con una larga ancianidad los otros; con muchos años de episcopado bastantes, dos nombrados hace tan sólo cuatro días. Todos allí: los cercanos obispos de la Curia romana, y el lejanísimo de Nueva Zelanda que recorrió miles de kilómetros con el cuerpo, pero que no precisó traer su corazón, que siempre estuvo junto al de Pedro.

Allí estaba la Iglesia apostólica. En el lugar de honor de la basílica, la estatua de bronce del apóstol-piedra, coronada con la triple corona y el anillo del Pescador enfilado en el dedo. Allí su pie, gastado por el beso de los católicos desde hace ocho siglos, unidos, empalmados todos a los viejos apóstoles, a los doce pescadores que un día abandonaron las redes y comenzaron la locura de predicar las bienaventuranzas por el mundo y que han tenido desde entonces millones y millones de hijos locos en la fe. Allí las tumbas de los Papas contemplarían con gozo esta Iglesia por la que ellos lucharon, mas esplendorosa, más crecida que nunca, en la figura de los 2.488 prelados que asistieron a la apertura esta mañana.

Sí, uno sentía, como nunca ha sentido, la alegría de ser católico, la felicidad, jamás merecida, de haber sido llamado a esta casa de todos que es Roma.

Y en verdad que nunca ha sido Roma tan casa de todos como hoy, a las once y cinco de la mañana, mientras los cardenales, obispos, abades y patriarcas prestaban la obediencia a Juan XXIII. ¿Pero acaso era aquello una ceremonia de "obediencia"? El Papa los abrazaba a todos, les daba palmaditas en el hombro, les hablaba uno a uno, les contaba quién sabe qué cosas divertidas, veíamos brillar los blancos dientes de monseñor Rugamwa entre la risa, y las lágrimas resbalando por las mejillas del cardenal Wyszynski, lágrimas alegres, como las que disimuladamente se secó por segunda vez el Papa. ¿Y esto es la "obediencia" entre los católicos? ¿No hay ninguna solemnísima, seria, adusta inclinación? No, nada de eso, hasta el beso a los pies se hacía gesto casero, graciosamente filial ante la humanidad impresionante del hombre que Dios ha puesto al frente de su Iglesia.

Comenzaron después las letanías. Durante ellas dí una vuelta por las naves laterales de la basílica. En uno de los rincones había un gentilhombre que parecía una estampa arrancada del siglo XVI, con su vestido barroco, con su gorguera blanca. No se creía visto por nadie. Rezaba. Allí, lejos de la solemnidad, del colorido de la nave central, en una pequeña capilla arrinconada, un cristiano rezaba simplemente. En él sentí representados a los miles y millones de cristianos que habrán vivido esta mañana "su" concilio desde "su" rincón. Las monjas de clausura, los misioneros que en Africa sueñan aún con conocer la televisión, el labrador que esta mañana ha tenido que salir a arar los campos.

He salido después a la plaza.

Son ya más de las doce y hay aún unas 50.000 personas que esperan la salida de los Padres. El cielo está abierto, clarísimo, en uno de estos días otoñales que justamente han hecho famosos los octubres romanos cuando el sol es alegre y todas las cosas toman "un color de hoja seca".

La Oficina de Prensa está llena de periodistas que no han podido entrar en la basílica y siguen por televisión la ceremonia. Muchos de ellos -los que escriben para periódicos de la tarde- la ven ante la máquina de escribir, redactando sus crónicas al mismo ritmo que los acontecimientos se producen. Al fondo suenan los telex, comunicando ya con todas las redacciones del mundo. Hay un periodista a quien oigo redactando su crónica para Ginebra por teléfono. Otros hojean el discurso del Papa, que acaban de entregarles ya traducido, antes incluso de que el Papa lo pronuncie, con el compromiso de honor de no transmitirlo a sus periódicos hasta que no haya sido pronunciado.

Con el discurso en una mano y un pequeño transistor en la otra, me alejo de la basílica y me interno en las calles de Roma. El centro de la ciudad sigue su vida cotidiana. Los comercios abiertos, la gente sentada a las puertas de los bares. "Los romanos -dicen- ya lo han visto todo." Y son muchos los hijos de la Iglesia que aún no han descubierto lo que está sucediendo.

Oigo las palabras del Papa sobre este trasfondo de autobuses, de hombres precipitados que van a sus negocios, pasando ante un bar desde el que atruena la última canción de moda. Y pienso que nunca he comprendido mejor la necesidad de este Concilio. Una inyección de fe es necesaria. Sonrío al ver a una viejecilla que vende lotería en un rincón y que está escuchando, como yo, el discurso desde su transistor. "¿Usted no va a San Pedro, reverendo? -me pregunta- Yo -añade- ya hubiera querido ir, pero... hay que ganar para comer."

Vuelvo a encaminarme hacia San Pedro, ahora más feliz. Quizá muchos de los que están lejos tienen el corazón más cerca de lo que pensamos. Y el discurso del Papa me va calando dentro. Estoy casi pálido de alegría de las cosas maravillosos que oigo. Sí, esto habrá que releerlo despacio, minuciosamente. Porque no es un discurso de cumplido, es todo el programa para un mundo distinto, un siglo en el que el mundo y la Iglesia no volverán a ser enemigos. Habrá que releerlo, reestudiarlo, saborearlo, sí.

Y heme aquí ya de nuevo en la basílica, justo a tiempo de recibir la última bendición del Papa. Es la una y veinte de mediodía. El Papa, traza sobre el mundo su bendición, y luego sus manos hacen un gesto curiosísimo: las echa hacia adelante, como si tratase de empujar su bendición para que llegara más lejos.

Después se aleja sobre la silla gestatoria, bendiciendo aún más, íntegramente feliz, con los ojos luminosos, sin lágrimas ahora.

El Concilio ha empezado. Releo ahora la preciosa oración que San Isidoro de Sevilla escribió para los Concilios de Toledo y que esta mañana ha rezado el Papa como apertura de este Vaticano II: "Hénos aquí, Señor, Espíritu de Santidad, cargados bajo el peso del pecado, pero reunidos en vuestro nombre. Venid y quedaos entre nosotros. Purificad nuestros corazones; inspirad nuestros actos y nuestra conducta; mostradnos lo que debemos hacer para, con vuestra ayuda, hacer en todo lo que vos queráis. No permitáis que faltemos a la justicia, vos que sois la misma equidad. Que la ignorancia no nos haga errar, ni la simpatía nos desvíe. Que ni el interés ni el favoritismo nos conduzcan al mal. Atanos con la eficacia de tu Gracia para que en nada nos apartemos de la verdad".

Dios no podrá menos de escuchar esta humilde oración que toda la Iglesia ha levantado a El hace unas horas. Su Evangelio, como único guía, ha sido el centro de esta asamblea, colocado en un hermoso trono, más solemne, más central que el del mismo Pontífice. Porque el Evangelio dará al mundo la luz que el mundo necesita ahora que la Iglesia se dispone a mirarse en él como en un espejo. "Se dice que el mundo envejece -decía hace unas fechas el Papa-. No es verdad en absoluto, no envejece. Cristo lo rejuvenece todos las mañanas."

Así es como un once de octubre de 1962, en medio del otoño, para la Iglesia nació una nueva e inesperada primavera. El sol que brilla en las alturas en el momento de escribir estas líneas, el hermoso cielo romano que ha recogido por vez primera bajo su cúpula a 2.500 obispos de todo el mundo, son testigos: la primavera ha venido. La nave del Concilio ha comenzado a bogar.

viernes, 31 de agosto de 2012

EL VATICANO II, TUMBA DEL RÉGIMEN DE CRISTIANDAD


Benjamin Forcano

Me agrada sobremanera abordar este tema cuando han pasado 50 años de la celebración del Vaticano II. Y me agrada porque soy uno entre muchos de los que hicimos del Vaticano II motor y referencia de nuestro vivir en la Iglesia. Fuimos partícipes de un acontecimiento que conmovió a la Iglesia católica y la puso ante los ojos del mundo entero.

El acontecimiento duró tres años (1962-1965) pero fue tal su incidencia que resultó imposible encerrarlo en el espacio de un corto tiempo o neutralizarlo por tendencias opuestas.

El ya largo posconcilio ha revelado todo lo que de positivo y antagónico había en la Iglesia. Como ya sabíamos, la reacción había de llegar, pues no todos –lo hemos visto y sufrido– estaban dispuestos a dejarse convertir por el espíritu y doctrina conciliar. Eran siglos de visión distinta, de doctrina uniforme, de ritos establecidos, de prácticas estereotipadas, de normas precisas, de sumisión incondicional, que copaban palmo a palmo el territorio de nuestra alma. Y el Vaticano II decretaba un reordenamiento.
El drama era inevitable para la mayoría que estaba educada para seguir como sagrados los dictados de una autoridad indiscutible. Pero la renovación, fermentando, había entrado también en la conciencia eclesial y estalló en el aula conciliar. La Iglesia, por más murallas que se levantasen, percibía los cambios de la modernidad, los nobles propósitos de las revoluciones, los logros de la ciencia, la confrontación de la nueva hermenéutica con el Evangelio y su radical requerimiento a cambiar y mudarse.
Las aguas no se han sosegado afortunadamente, siguen vivas, aun cuando remeros y navegantes de alto grado pretendan conducirlas a recintos estancados o hacerlas discurrir por otros cauces. La Iglesia es más grande que la Jerarquía y no pierde el caminar de la historia ni el espíritu del Evangelio. Siempre fue así, y pese a todo, resulta indomable el mensaje del Evangelio y las aspiraciones de la dignidad de las personas y de los pueblos.
Reivindicamos, pues, algo que nos pertenece por ley y por historia, por derecho y por espíritu. Sería una claudicación retornar a algo que tuvo sentido pero que no volverá. El Vaticano II empalma con la Tradición, pero no es el concilio de Trento ni el Vaticano I.
Y hay quien no se guarda de ocultar sus reticencias y críticas desenfadadas al Vaticano II como si fuera el causante del desconcierto y males actuales de la Iglesia. Fue Joseph Ratzinger, entonces teólogo y cardenal, quien en 1985 afirmó que “los veinte años del posconcilio habían sido decididamente desfavorables para la Iglesia”. Le llovieron réplicas, entre otras, la del teólogo E. Schillebeeckx: “Ahora parece que sea sólo el cardenal Ratzinger el único autorizado para interpretar auténticamente el concilio. Esto va contra toda la tradición. En este sentido afirmo que se está traicionando el espíritu del concilio“ (Soy un teólogo feliz, p. 42).
Todo lo dicho me permite suscribir como propias las palabras del recordado y querido teólogo José Mª González Ruiz: “El Vaticano II es la tumba de la cristiandad”. Sentencia confirmada por el teólogo J. B. Metz: “Hoy, la Iglesia se encuentra ante un cambio que, a mi juicio, es el más profundo de su historia desde la época primitiva. De una Iglesia de Europa (y de Norteamérica) culturalmente más o menos unitaria y, por lo tanto, monocéntrica, la Iglesia está en camino hacia una Iglesia universal, con múltiples raíces culturales y, en este sentido, culturalmente policéntrica. El último concilio puede entenderse como expresión institucionalmente manifiesta de este paso” (Cfr. Concilium, Unidad y pluralidad: problemas y perspectivas de inculturación, nº 224, julio 1989, p. 91).
PARA COMPRENDER LO QUE ESTÁ PASANDO EN LA IGLESIA
No veo complicado explicar lo que en las últimas décadas está sucediendo en la Iglesia, si presentamos debidamente el escenario histórico de los hechos y logramos relacionar el desenvolvimiento actual con el pasado.
La historia de la Iglesia católica es bimilenaria. Venimos de una historia en que, hasta el Vaticano II, ha estado vigente el modelo eclesiológico tridentino. Dicho modelo ha estado sustentando el llamado “régimen de cristiandad” y, más cerca de nosotros, el “nacionalcatolicismo”. Siglos y siglos de historia dejan poso y configuran las estructuras, el sentir, el pensar y el actuar de la cristiandad.
Me limito a examinar un período de historia cercano a nosotros: el que va desde los años 50 hasta hoy, destacando tres hechos principales: 

El concilio Vaticano II. 
La restauración del papa Juan Pablo II. 
Y la transición democrática de nuestro país.


I. LAS TRANSFORMACIONES BÁSICAS DEL VATICANO II
1. Modelo eclesiológico tridentino
Me refiero al momento de la Iglesia reformada de Gregorio VII y postridentina. Sus rasgos fundamentales serían:
1. La religión católica es la única verdadera: (Concilio de Florencia, 1542 , DS 1351). (Pío IX,Syllabus, Enchiridion Symbolorum, 1960) (1540).
2. La Iglesia es como un Estado, en cuya cumbre está el Papa, asistido por las congregaciones romanas y que justifica su hegemonía sobre los demás Estados (Colección de encíclicas y documentos pontificios, Madrid, 1955, pp. 1 ss.).
3. El estatuto constituyente de la Iglesia se caracteriza por la desigualdad, a base de dos géneros de cristianos: los clérigos y los laicos (Constitución sobre la Iglesia, Vaticano I, 1870).
La desigualdad se despliega de arriba abajo, en una visión piramidal y estamental: la pirámide tiene un vértice, el papa: de él deriva el poder de los obispos, la nobleza eclesiástica; y, más abajo, está el bajo clero, los llamados propiamente “sacerdotes”. Estos grados agotan el derecho y la autoridad. Finalmente, está el estamento laical, base inmensa de la pirámide: vasallos, siervos de la gleba, gente menuda (Pio X, Vehementer, 12.)
4. Esta estructura eclesiástica sería de derecho divino y, por lo tanto, inmutable. Como también el poder que ella tiene y de ella deriva.
5. Esta Iglesia realiza el Reino de Dios desde el “poder eclesiástico”, que desciende piramidalmente hasta los mismos fieles. El pueblo no tiene más que recibir y poner en práctica lo que reside en las altas esferas.
6. Para esta Iglesia el reino de Dios es cosa del “más allá”, “asunto de la otra vida”, no un proyecto histórico con exigencias de transformación para la sociedad presente, sino un símbolo de resignación histórica y de evasión de la historia: “La diferencia de clases en la sociedad civil tiene su origen en la naturaleza humana y, por consiguiente, debe atribuirse a la voluntad de Dios” (Pío IX, Syllabus, Enchiridion Symbolorum, 1960) (1540).
7. Esta Iglesia olvida la característica fundamental del Reino de Dios que anuncia Jesús: un Reino de los pobres y para su liberación. Es decir, mientras en las altas esferas se libran batallas por la dominación del mundo, la inmensa base eclesial no tiene más condición, y ésta querida por Dios, que someterse y no contar para nada.

2. Modelo eclesiológico del Vaticano II
El gran cambio operado por el Vaticano II aparece sobre todo en la “Lumen Gentium” y la “Gaudium et Spes”. Podemos concretarlo en los siguientes puntos:
1. El punto de gravitación en la Iglesia es, según el Vaticano II, la comunidad (pueblo de Dios) y no la jerarquía. “Pueblo de Dios” es para el concilio esa realidad englobante de la Iglesia, que remite a lo básico y común de nuestra condición eclesial, es decir, nuestra condición de creyentes. Y, en esa condición, estamos todos, sin excepción. La división de clérigos/laicos queda superada con un planteamiento nuevo: lo sustantivo en la Iglesia es la comunidad, la jerarquía lo relativo, que no tiene razón de ser en sí y para sí, sino en referencia y subordinación a la comunidad.
2. La función de la jerarquía es redefinida con relación a Jesús, siervo sufriente y no pantocrátor (señor de este mundo); solo desde un crucificado por los poderes de este mundo se puede fundar y justificar la autoridad de la Iglesia. La jerarquía es un ministerio (diakonia=servicio) que exige reducirse a la condición de siervo. Ocupar ese lugar (el de la debilidad e impotencia) es lo suyo, lo verdaderamente propio.
3. Desaparece la Iglesia como “sociedad de desiguales”: “No hay por consiguiente en Cristo y la Iglesia ninguna desigualdad” (LG, 12).
Ningún ministerio puede ser colocado por encima de esta dignidad común. La mayor dignidad está en la igualdad común. Los clérigos no son los “hombres de Dios” y los laicos “los hombres del mundo”. Esa dicotomía es falsa. Hablamos correctamente si, en lugar de clérigos y laicos, hablamos de comunidad y ministerios.
4. Todos los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo (LG, 10). No sólo, por tanto, los curas son “sacerdotes” sino que, junto al ministerio de ellos, el sacerdocio es común. Este cambio en el concepto de sacerdocio es fundamental: “En Cristo se ha producido un cambio de sacerdocio” (Hb 7,12). En efecto, el primer rasgo del sacerdocio de Jesús es que “se hace en todo semejante a sus hermanos”.
Según esto, la Iglesia entera, pueblo de Dios, prosigue el sacerdocio de Jesús, sin perder la laicidad, en el ámbito de lo profano y de lo inmundo, de los “echados fuera”; sacerdocio no centrado en el culto sino en el mundo real. Este sacerdocio pertenece al plano sustantivo, el otro –el presbiteral– es un ministerio y no puede entenderse desentendiéndose del común. Y el sacerdocio común es superior y el presbiteral, como ordenado al común, es inferior.

3. El desafío central del concilio Vaticano II
Está claro que el desafío central, al que se enfrentaba el concilio, era el de someter a revisión el patrimonio cristiano heredado. Llevábamos cuatro siglos bajo la inspiración y dominio del concilio de Trento. La conciencia eclesial se había abierto camino en el mundo moderno y había madurado, en convivencia y diálogo con él, sus problemas, sus nuevas búsquedas y soluciones. De esa conciencia brotaban varias consecuencias:
1ª) La Iglesia no podía erigirse ya más como una realidad frente al mundo, como una “sociedad perfecta”, paralela, que proseguía su curso en autonomía, previniéndose y fortaleciendo sus muros contra los errores e influencia del mundo. Esa antítesis de siglos debía superarse.
2ª) El concilio se proponía aplicar la renovación al interior de la Iglesia misma, pues la Iglesia no era el Evangelio ni era seguidora perfecta del mismo, en ella vivían mujeres y hombres, los mismos que en todas las demás partes y desde su condición limitada y pecadora se habían establecido en ella muchas costumbres, leyes y estructuras que no respondían a la enseñanza y práctica de Jesús.
3ª) La misión de la Iglesia es la misma misión de Jesús, una misión universal. Y para entenderla y hacerla auténtica no tiene sino volver a Jesús.
Como universal que es, el Evangelio traspasa todo modelo cultural concreto, ninguno puede reivindicarlo en exclusiva. Este es el problema. El Evangelio ha sido anunciado y debía encarnarse en todo lugar y conyuntura histórica. Lo fue durante veinte siglos, pero en modelos occidentales y europeos. Y eso es lo que a nosotros nos llegó. Y, aun dentro de esa cultura, la llegada se quedó muy atrás, pues nos asentamos en el modelo judaicohelénico- romano y nos detuvimos en el patrístico medieval. Trento fue la meta y la medida. No logramos asimilar la posterior evolución moderna.
Con razón ha podido escribir el teólogo Hans Küng: “Se requiere un cambio de rumbo de parte de la Iglesia, y de la teología: abandonar decididamente la imagen del mundo medieval y aceptar consecuentemente la imagen moderna del mundo, lo que para la misma teología traerá como consecuencia el paso a un nuevo paradigma” (Küng, H., Ser cristiano, p. 173) *.

II. LA RESTAURACION DEL PAPA JUAN PABLO II
1. El Papa Wojtyla y el Vaticano II
Juan Pablo II ha tenido una forma muy personal de entender el Papado. Más de 26 años dando la vuelta al mundo acaban por dibujar un perfil de este insigne viajero y apóstol. Pero no sólo eso. Juan Pablo II representa un modo de entender el cristianismo tan fuerte y definido que uno se pregunta si la Iglesia va a poder emprender nuevos rumbos o va a sentirse esclava de este modo wojtyliano de anunciar el Evangelio. La Iglesia Institución, vista en su aparato clerical y organizativo, ha cobrado tanta relevancia y uniformidad con Juan Pablo II, que incita a reflexionar si esto no se ha hecho en base a desmedular la Iglesia de esa savia original, la más profunda y reveladora de su mensaje, que es el amor, la democracia y la libertad.
Muchos llegaron a creer en un principio que este Papa iba a ser la confirmación del Vaticano II, pero pronto se vio que los vientos iban por otros derroteros.

2. Wojtyla: involución contra renovación
Wojtyla traía otro modelo. Y a él iba a consagrar toda su energía. Esto auspiciaba una fuerte contradicción dentro de la Iglesia: se habían abierto caminos nuevos y, ahora, el pontificado de Juan Pablo II, comenzaba a marcar otra dirección. Grandes sectores de la cristiandad advertían la contraposición: involución contra renovación, autoritarismo contra democracia, clericalismo contra pueblo de Dios, clasismo contra igualdad, etcetera.

3. El liderazgo de Juan Pablo II
La muerte de Juan Pablo II fue un hecho de primera magnitud. Juan Pablo II había hecho del planeta tierra su casa. Y su mensaje de amor a la humanidad, de condena de la guerra, de promover la justicia y atender a los más pobres, llegó a todos los rincones de la tierra.
Este liderazgo externo contrasta con otro más deslucido, al interior de la Iglesia, que ha provocado en amplios sectores de ella crítica y distanciamiento. Con Juan Pablo II, la minoría perdedora del Vaticano II sacó cabeza y programaba pasos y estrategias para reconquistar el espacio perdido.
Juan Pablo II venía de una formación tradicionalista, marcada además por un contexto sociopolítico antinazista, y también profundamente anticomunista y en cierto modo antieuropeo. Su patria había sufrido la humillación de diversos imperios y en todos sus hijos estaban abiertas las heridas, curadas en buena parte por la religión católica.
Todo esto le había hecho ver que Europa no caminaba en la dirección de su pasado cristiano, sino que avanzaba por las sendas de la secularización y del laicismo, del ateísmo y de un materialismo hedonista y consumista.
Su visión de la modernidad era negativa y la opción de Wojtyla iba a ser la de restaurar, recristianizar a Europa, reconducir todo al pasado. Los males presentes era preciso remediarlos reintroduciendo la imagen de una Iglesia preconciliar: una Iglesia centralizada, androcéntrica, clerical, compacta, bien uniformada y obediente, antimoderna.
No es de extrañar que el gran teólogo Schillebeeckx escribiera: “El concilio Vaticano II consagró los nuevos valores modernos de la democracia, de la tolerancia, de la libertad. Todas las grandes ideas de la revolución americana y francesa, combatidas por generaciones de papas; todos los valores democráticos fueron aceptados por el concilio... Existe ahora la tendencia a ponerse contra la modernidad, considerada como una especie de anticristo. El Papa actual parece negar la modernidad con su proyecto de reevangelizar Europa: es necesario –dice– retornar a la antigua Europa de Cirilo y Metodio, santos eslavos, y de san Benito. El retorno al catolicismo del primer milenio es, para Juan Pablo II, el gran reto. En el segundo milenio, Europa ha decaído y, con ella, ha decaído toda la cultura occidental. Para reevangelizar Europa es necesario superar la modernidad y todos los valores modernos y regresar al primer milenio... Es la cristiandad premoderna, agrícola, no crítica, la que, según el pensamiento del Papa, es el modelo de la cristiandad. Yo critico este retorno porque los valores modernos de la libertad de conciencia, de religión, de tolerancia, no son, desde luego, los valores del primer milenio” (Soy un teólogo feliz, pp. 73-74).

4. Alcance universal de la restauración
Pasado el primer año del Pontificado, la restauración era manifiesta pero se reforzaba con el nombramiento del cardenal Ratzinger, teólogo y, a partir de entonces, guardián doctrinal de la restauración. Fue en el 1985, cuando el cardenal, ya sin equívocos, afirmó que “los veinte años del posconcilio habían sido decididamente desfavorables para la Iglesia”.
La restauración alcanzó a la Iglesia universal en todos los niveles y estamentos: sínodos, conferencias episcopales, reuniones del episcopado latinoamericano, congregaciones religiosas, la CLAR (confederación de religiosos y religiosas latinoamericanos), obispos, teólogos, profesores, publicaciones, revistas, etc.
Para llevar a cabo la restauración había que volver a los instrumentos de poder y había que contar con movimientos fuertes e incondicionales. Tales fueron principalmente el Opus Dei, Comunión y Liberación, Neocatecumenales,Legionarios de Cristo, etc.
Este breve recuento de lo ocurrido nos hace ver la situación vivida –“larga noche invernal”, la llamó el gran teólogo K. Rahner– sembrando en muchos cansancio y en no pocos otros desencanto y alejamiento.
A este giro involutivo ha acompañado la pérdida de credibilidad en la Iglesia. Condiciones demasiado negativas impedían encontrar en la Iglesia estructuras de acogida que invitaran a la confianza, al respeto y al diálogo. 

III. LA IGLESIA EN LA TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA ESPAÑOLA
1. La transición democrática de España: en España se esperaba un cambio
Sin duda son muchos los españoles que, en el momento actual, se han preguntado por el papel que está jugando en nuestra sociedad la jerarquía católica. Pienso que, con mayor o menor convicción, los españoles estábamos intuyendo o esperando un cambio. Y ese cambio se produjo siendo nosotros protagonistas: elaboramos y aprobamos una Constitución que plasmaba ese cambio y lo recogía en una nueva normativa constitucional, vinculante para todos. No era un cambio cualquiera. Pasábamos de una dictadura a una democracia; de un Estado confesional, políticamente hipotecado, a otros secular y aconfesional; de una situación que encubría la negación o discriminación de derechos fundamentales para muchos ciudadanos a otra en que se proclamaba la igualdad de todos con unos mismos derechos y obligaciones; de un régimen de nacionalcatolicismo en que, para ser buen español, se exigía ser católico, a otro en el que se declara que la persona humana, cualquiera que ella sea, tiene derecho a la libertad religiosa: a ser creyente, a serlo de una u otra manera, a no serlo de ninguna.
Estos y otros no eran cambios irrelevantes. Cambios que, por necesidad, iban a afectar a la Iglesia católica. En un primer tiempo, hay aceptación de la nueva situación democrática, y la Jerarquía se compromete a respetarla, sin inmiscuirse en la ideología e intereses particularistas de ningún partido. Seguramente muchos se sorprenderán al oír una cita como ésta, suscrita por la Conferencia Episcopal Española en el año 1973: “Los obispos pedimos encarecidamente a todos los católicos españoles que sean conscientes de su deber de ayudarnos, para que la Iglesia no sea instrumentalizada por ninguna tendencia política partidista, sea del signo que fuere. Queremos cumplir nuestro deber libres de presiones. Queremos ser promotores de unidad en el pueblo de Dios educando a nuestros hermanos en una fe comprometida con la vida, respetando siempre la justa libertad de conciencia en materias opinables” (Asamblea Plenaria [17ª], 1973).
Pero, progresivamente, va asomando un recelo, una crítica a la democracia, que se muestra en oposición cada vez más fuerte a leyes que se consideran hostiles y perjudiciales a la Iglesia.
En los últimos años sobre todo, ha sido notorio su giro hacia la derecha, propiciando la vinculación con los partidos de derecha, cuestionando abiertamente al Gobierno socialista, movilizando la calle, participando en las manifestaciones, proponiendo incluso la objeción frente a algunas leyes.
Todo esto ha ido acompañado con la divulgación de escritos y pronunciamientos que pretendían sustraer al Parlamento y al Estado el poder moral de legislar, siendo éste, como es, uno de los aspectos esenciales de todo Estado de Derecho.
En el fondo, era una manera de golpear y deslegitimar la democracia y reivindicar el poder hegemónico que la Iglesia había tenido en otros tiempos.

2. ¿Añoranza y regreso al régimen de cristiandad?
No deja de ser paradójico que, en una situación democrática donde existen condiciones de libertad como no las hubo nunca, vienen algunos obispos a denunciar que la “Iglesia” con este Gobierno se siente acosada y perseguida: “Se da una crítica y manipulación de los hechos de la Iglesia, un cerco inflexible y permanente por medio de los medios de comunicación. Somos una Iglesia, crecientemente marginada. No nos dejemos engañar. Lo que hoy está en juego no es un rechazo del integrismo o del fundamentalismo religioso, no son unas determinadas cuestiones morales discutibles. Lo que estamos viviendo, quizás sin darnos cuenta de ello, es un rechazo de la religión en cuanto tal, y más en concreto de la Iglesia católica y del mismo cristianismo” (Mons. Fernando Sebastián, Situación actual de la Iglesia: algunas orientaciones prácticas, Madrid, ITVR, 29–III- 2007).
Seguramente es verdad lo que un buen sociólogo me decía: la jerarquía no es creíble porque vive en otro mundo, añoran hábitos hegemónicos de poder y dominio de otra época, no están dispuestos a despojarse -dejarse morir- para iniciar una adaptación que les haga valorar la nueva situación.
Las cosas son así. Ha habido en los últimos siglos una positiva evolución de la conciencia social y eclesial. El concilio Vaticano II lo entendió perfectamente y, por primera vez, hubo una reconciliación oficial con el mundo moderno, con la democracia, la igualdad, el pluralismo y la libertad. Pero eso no es lo que se daba antes. Y, cuando el cambio de todo esto ocurre, no se lo quiere reconocer como un bien y progreso, se dirige la vista a otra parte y se inventa un falso enemigo a quien culpar de todo. Lo que es una situación objetiva irreversible –hemos pasado de una época teocrática e imperialista a otra humanocéntrica y democrática– se la interpreta como un cúmulo de males, provocados por un partido y por un gobierno.
Ahí está, creo yo, una de las claves para entender lo que está pasando en la Iglesia.
Por tanto, los desasosiegos y premoniciones negativas de la Jerarquía se deben a que sufren una descolocación en el tiempo en que vivimos. Vivir en democracia es algo que le ocurre por primera vez. Y los hábitos democráticos no se improvisan, hay que aprenderlos, cultivarlos, amarlos.
Todo parece indicar que la Iglesia de Benedicto XVI con los vientos a favor camina hacia el preconcilio, hacia un régimen de cristiandad periclitado: da trato de favor a los neoconservadores, pone en entredicho el diálogo ecuménico, se sitúa de espaldas a la legítima autonomía de la cultura y de las ciencias, pospone, frente a problemas internos que han sido ya replanteados, las grandes causas de la humanidad que, por ser primeras y prioritarias, deben unirnos a todos.
Ese modelo de Iglesia autoritaria y neoconservadora, no servidora y anunciante de un Reino de hermanos y hermanas, en igualdad, libertad y amor, es el que dicta el regreso al pasado y el miedo a una auténtica inserción en el presente.


jueves, 14 de junio de 2012

Felisa Elizondo - Magnifico testimonio

TIEMPO DE HABLAR (MOCEOP) - SOY NIETO DEL CONCILIO

Ha sido una completa sorpresa la publicación en Tiempo de Hablar (MOCEOP) www.moceop.net, de este articulo que con tanto cariño escribí a modo de opinión personal.
en la web (pag 18): http://www.moceop.net/andres/N_129/th129.pdf
Al verlo publicado en este medio impreso y en http://www.atrio.org/2012/01/soy-nieto-del-concilio/, y en otros lugares; llego a la conclusión de que es motivo de reflexión para todos los que anhelamos el espíritu conciliar, bien porque vivieron aquella época, o -en mi caso- porque es mucho lo que me han hablado de aquella esperanza truncada o "cuasi" sepultada.
Enterrada, no!!!
Mientras exista un hijo o nieto del concilio, es posible llegarnos a esa iglesia de base, tierna, enternecedora, sensible y alejada de las leyes y magisterios demasisdo absurdos -en algunos casos-.
Saludos desde Andalucía.
Atte. Floren.
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lunes, 9 de enero de 2012

SOY NIETO DEL CONCILIO

Soy nieto del Concilio


A mis treinta y cuatro años, y un buen cúmulo de sensaciones y experiencias vividas, recuerdo con un inusitado fervor, la conversación o ponencia de dos personajes, que causaron mella en mí, por el estrecho vínculo que le unen a otras personas o acontecimientos extraordinarios. Una de esas conversaciones fue con Monseñor Rosa Cháves, obispo de El Salvador y amigo personal que fue, de Oscar Romero. 

Por otro lado, aun recuerdo las palabras del padre conciliar Giovanni Franzoni en el Congreso de Teología del pasado Septiembre, en las cuales admitía, la autoridad con la que hablan del tema algunas personas que sin estar en el concilio, nunca preguntaron por el, a los padres conciliares aun con vida. En definitiva, cincuenta años desde el comienzo del Vaticano II. A simple vista, me atrevo a decir que solo basta admirar las mordaces viñetas del hermano Cortés sobre el asunto, para acabar uno de contestarse a sí mismo, la pregunta de si efectivamente sirvió para algo el Concilio Vaticano II, además de para eliminar los atriles de los altares y suprimirlos por cojines de colores litúrgicos. 

“Tremando un poco di commozione” (temblando un poco de conmoción), manifestó Juan XXIII la convocatoria del concilio. Un concilio que desde el punto de vista del papa, no consistía en condenar o anatematizar, sino en presentar renovado el mensaje del evangelio, adaptado a los días, “aggiornato”(apertura, airear), decía. Un concilio que dio a luz, máximas como; “la dignidad humana requiere que el hombre actúe siempre según su conciencia y libre elección”

Pero un concilio que en la actualidad se desdibuja en los pasillos vaticanos, con los cuales jamás se familiarizo. 
Desde mi escueta experiencia teologal, comparo el concilio y su desarrollo con la actitud de León XIII, en la revolución industrial. Este papa, lanzó el 15 de Mayo de 1891 la Rerum Novarum, con el deseo de apropiarse exclusivamente para la iglesia, aquello que el socialismo de entonces defendía sobre la dignidad de la persona en el trabajo, y cuyos valores se fundamentan en el evangelio. Una encíclica de armas tomar y columna vertebral de la Doctrina Social de la Iglesia, aunque defenestrara al socialismo de aquellos tiempos. Una encíclica de cuyos capítulos, se desprendía una singular defensa de la dignidad obrera y trabajadora de entonces. 

Hasta el punto, de que para muchos fue causa de esperanza. Pero solo eso. Casi en papel mojado quedó la Rerum Novarum, pues no sirvió en aquella época, para mover efectivamente las conciencias de los poderosos y explotadores de entonces. Comenzando porque los obispos –primeros catequistas de las diócesis-, donde la revolución industrial se vivió más intensamente, y en muchos casos se negaron a la puesta en marcha de la encíclica papal, censurando a quien lo intentaba. (Daens, dirigida por el belga Stijn Coninx.1992) 

Con el Concilio Vaticano II, casi paso lo mismo. Casi. Y lo digo así, porque considero que lo ideal hubiera sido una puesta en marcha del mensaje conciliar desde arriba, desde el solio pontificio, para solidificar el objetivo del papa Roncalli y perpetuar su deseo de apertura. Pero tras él, entre los titubeos de Pablo VI, la brevedad de Juan Pablo I, y el giro paulatino y conservador de Juan Pablo II a sus casi quince años de pontificado, y el confirmado ultra conservadurismo de Ratzinger; hicieron que el grueso del Vaticano II, se hallé olvidado en un cajón de la “sacristie mater” vaticana. 

Pero el cambio fue posible en algunos estratos de aquella sociedad cambiante. Aquellas reuniones de juventudes ávidas de cambios, necesitadas del aire renovador y con ansias de comprometerse con la causa justa, fraterna, humana y quizás obrera de aquellos tiempos; fueron capaces de organizarse, de empaparse del mensaje conciliador de Juan XXIII y los padres conciliares, y llevar a cabo el comienzo de la renovación de las mentes cristianas, para aquellos que lo desearan, y desde la propia base de la comunidad cristiana y social. 

Mis padres fueron hijos del concilio. ¡Hijos de verdad! 
No como los obispos conservadores, que admiten ser hijos del concilio cuando hacen de su ministerio un arma política de absoluta e incólume presunción de poder, a favor de la iglesia. 

Esto no es posible desde el espíritu del Vaticano II. Pero claro, como se han llegado –aunque tarde- a la beatificación de Juan XXIII, ya todos consideran suyo el Vaticano II por haberle rendido honores a su impulsor. ¡Insensateces! El que es del concilio, pone en práctica desde su realidad más inmediata, el espíritu conciliar. El concilio es de los que fueron y se mantienen esperanzados. 

El concilio es de aquellos, que con Floristán y Jesús Burgaleta gritaban a Dios en la eucaristía aquellas plegarias ahora prohibidas y en las cuales decimos: “en estos tiempos en los que por un sitio y otro se exigen fidelidades sin reserva y devociones sin límite, nosotros nos sentimos libres, relativizamos todo […], reconocemos que todo lo que ayuda a construir la persona y la sociedad viene de Ti y es inspirado por el Espíritu de Jesús, el único Mesías”

Y mis padres creyeron en este mensaje y así lo vivieron. Nunca adoctrinaron políticamente ni ideológicamente a ninguno de sus cuatro hijos, pero todos supimos captar el sentido necesariamente aperturista de la evangelización, para llegar a los hombres y mujeres de cada tiempo. Por ello lo admito, soy nieto del concilio. 
Admito la capacidad de nuestra iglesia para tomar el pulso a la comunidad católica y a la sociedad en general, y escribirlo en un documento, sea exhortación apostólica, encíclica o cualquier otro medio. 
Pero igualmente reconozco su lentitud e incapacidad desde nuestros hermanos jerarcas, para poner en marcha esos documentos, y en determinar una evangelización que vaya más allá del espíritu de supervivencia, el mantenimiento de privilegios materiales, reconocimientos de la explicita moral católica y otras perlas que todos conocemos. 

Ese no es el camino. Repito, ese no es el camino. 
La gente en general y los jóvenes, salvo el espejismo de las JMJ, se ríen de los sacerdotes cuando les hablan de Jesús previa confesión de sus pecados. No hace falta centrarse en los numerosos y recientes escándalos eclesiásticos, para admitir que como ejemplo de vida, la clase sacerdotal ha dejado de serlo. Y que por ello, y aunque casi nos dejemos la piel en el intento, a los laicos nos toca anunciar con las obras de nuestras manos, el mensaje de Jesús. 

En el documento de la proclamación del concilio, se dice que “la iglesia quiere mostrarse amable con todos, benigna, paciente para con sus hijos” (Eclessia, nn.7). Y desde luego, esta frase no es reflejo de la actitud actual de la Iglesia Católica en España. Por ello, no cejemos en el intento de continuar como Jesús, la transformación de las personas desde el corazón. 
No dejemos de asistir a la presencia de Jesús en nuestras vidas, desde cada realidad cotidiana y eucarística. 
No dejemos de explorar y desmenuzar el evangelio cada uno, según sus luces y sus circunstancias concretas de su vida. 
No dejemos de amar y ser amados, por quien quiera y como quiera, “pues en el amor y el propio deseo encontramos igualmente a Dios como sacramento” (José Arregui). 

En cada partícula de nuestro ser, Dios habita. Y nos llama a la renovación, desde dentro. Manteniendo el tipo y el ánimo, pues mientras un hijo o nieto del Concilio Vaticano II se mantenga con vida, será posible la imparable apertura y la renovación de la Iglesia de Jesús de Nazaret.
Abrazos desde Andalucía.

Floren de Estepa
Estudiante de Teología Cristiana

p.d. Os recomiendo el libro que he regalado a mis padres para reyes. “365 DÍAS CON JUAN XXIII” Ed. San Pablo.

martes, 29 de noviembre de 2011

CONVERSACIONES CON JOSÉ ARREGUI, TEÓLOGO

jOSÉ aRREGUI: Franciscano de corazón y sin papeles, el teólogo José Arregi sigue alentando la mística de la resistencia activa en la Iglesia. Con sus artículos, conferencias y libros. Acaba de publicar dos. 'Jesús siglo XXI' (Fe adulta) y 'Cristianismo, historia y mundo moderno' (Nueva Utopía). Más libre que nunca, asegura que la Iglesia "sigue anclada en paradigmas trasnochados", denuncia a la jerarquía española "politizada, derechizada y agresiva", reivindica "el placer sexual como sacramento de Dios"y defiende a José Antonio Pagola. Tras sufrir en su propia familia la violencia de ETA, pide "curar y cuidar a todas las víctimas" y perdonar. Pero sabiendo que "el perdón ni se puede imponer ni exigir".

"La Iglesia española está especialmente politizada, derechizada, a la defensiva y agresiva"


Franciscano de corazón y sin papeles, el teólogo José Arregi sigue alentando la mística de la resistencia activa en la Iglesia. Con sus artículos, conferencias y libros. Acaba de publicar dos. 'Jesús siglo XXI' (Fe adulta) y 'Cristianismo, historia y mundo moderno' (Nueva Utopía). Más libre que nunca, asegura que la Iglesia "sigue anclada en paradigmas trasnochados", denuncia a la jerarquía española "politizada, derechizada y agresiva", reivindica "el placer sexual como sacramento de Dios"y defiende a José Antonio Pagola. Tras sufrir en su propia familia la violencia de ETA, pide "curar y cuidar a todas las víctimas" y perdonar. Pero sabiendo que "el perdón ni se puede imponer ni exigir".

 ¿Por qué "la fe no consiste en creer sino en confiar"?

"Fe" significa eso, confianza. Eso es la fe para san Pablo: la confianza incondicional en Dios como misterio de pura gracia. Esa confianza es la que nos hace libres, felices, buenos, compasivos como Jesús. Las creencias dependen de la cultura, de la cosmovisión, del lenguaje. Las creencias, todo el credo, todas los dogmas, no son más que formas y soportes de la fe, y pueden cambiar, han de cambiar según las culturas. Antes creían que el cielo estaba arriba y que Dios estaba en el cielo como un gran señor, que hacía llover o hacía milagros si se le pedía bien o simplemente si le daba la gana. En ese Dios ya no cree casi nadie; es que no se puede creer, no entra dentro de "lo creíble" hoy. Pero lo mismo pasa con otras muchas creencias, con todas: han de cambiar, para poder seguir confiando en el misterio de gracia, es decir, belleza y bondad, que llamamos "Dios". La Carta de Santiago dice: "¿Qué haces con creer que Dios existe, o esto o lo otro? También los demonios creen" ("demonios" es hoy una forma de hablar). Solo hay que creer "lo creíble" y solo en la medida en que ayuda a confiar, mientras que en aquello que resulta increíble o impide confiar no se ha de creer. O, si se prefiere, hay que reinterpretar todas las creencias para seguir confiando, es decir, siendo felices y buenos, como Jesús.

¿Vive la Teología anclada en paradigmas del pasado, anacrónicos y nocivos?


Eso es, es cuestión de paradigmas. Las imágenes y categorías fundamentales, el credo y la organización, de todas las grandes religiones, responden a culturas agrarias de hace miles de años: Dios como personaje supremo, la tierra y el ser humano como centro del universo, el pecado y el perdón, el "más allá", jerarquía y poder sacralizados... Al cristianismo tradicional y, en concreto, a la iglesia católica, le pasa lo mismo: sigue anclada en paradigmas trasnochados. Y una de dos: o la Iglesia transforma su lenguaje y sus instituciones para que puedan seguir suscitando y soportando la confianza y la bondad en el mundo de hoy, o se condena a sí misma al ostracismo y la marginación inoperante, deja de ser levadura y sal. En la Iglesia del Vaticano II se hizo un enorme esfuerzo para que fuera posible la primera alternativa, pero la jerarquía católica, desde el año 80, parece empeñada en que se dé la segunda. Es por miedo.

¿Por qué hay miedo en la Iglesia española y entre los teólogos?

El miedo es un mecanismo sano, porque nos alerta de unos riesgos. Pero el miedo se convierte en el mayor riesgo, cuando nos encierra y paraliza, nos pone a la defensiva, y no pocas veces a la ofensiva; el propio miedo crea fantasmas, en vez de energías positivas y transformadoras; el propio miedo se convierte en el mayor peligro. Creo que es lo que está pasando en la Iglesia católica en general, y creo que ese fenómeno es especialmente patente en la Iglesia española, especialmente politizada y derechizada, especialmente defensiva y agresiva. Es verdad que vivimos tiempos de crisis cultural, pero creo que la reacción del Vaticano y de la jerarquía española están siendo muy contraproducentes; están provocando una ruptura social masiva con la Iglesia, una ruptura que puede ser definitiva. La jerarquía está sectarizando a la Iglesia.

¿A qué se debe el intento "oficial" de enterrar el Vaticano II?

No se trata de mala voluntad. Pienso que se debe, fundamentalmente, a un error de diagnóstico. El Concilio Vaticano II quiso ponerse al día en un mundo marcado por la modernidad, pero lo hizo demasiado tímidamente; incluso los que quisieron ir más lejos -en la línea de Rahner- no pudieron hacerlo, porque había un fuerte sector ultraconservador y el sector mayoritario era moderado, pero básicamente conservador, como el mismo Pablo VI. Los documentos del Concilio, fundamentalmente referidos a la Iglesia, son producto de consensos y equilibrios, y albergan no pocas contradicciones. Después del Concilio se iniciaron reformas interesantes, aunque muy insuficientes. Al mismo tiempo, la sociedad europea occidental emprendió una transición rápida y profunda de la era moderna industrial a la era posmoderna de la información y el pluralismo, con la secularización consiguiente. El sector episcopal conservador, con los teólogos Von Balthasar y Ratzinger al frente, se alarmó y pensó que la secularización era consecuencia de las reformas conciliares. La elección de Juan Pablo II en 1979 responde a ese diagnóstico, y trajo consigo un viraje, y en eso estamos todavía: están enterrando el espíritu renovador del Concilio, apelando a la letra del Concilio. La lectura que hacen del Concilio, como toda lectura, es muy selectiva e interesada. Pero los resultados en Europa están siendo catastróficos, y creo que pronto lo serán también en otros continentes. Ya lo están siendo en América Latina, donde se extiende sobre todo el pentecostalismo emocional y neoconservador.

¿Qué quiere decir, en concreto, cuando aboga por "una espiritualidad más allá de la religión"?

La religión, en cuanto sistema de creencias, normas y ritos, es la forma que adopta la espiritualidad en una determinada cultura. Las formas pueden ser más o menos necesarias, y en general algún tipo de institucionalización es necesaria para una comunidad de creyentes, pero la forma institucional nunca es lo fundamental de ninguna religión entendida como espiritualidad, como experiencia religiosa personal o colectiva. La religión en cuanto forma no es lo fundamental. Lo fundamental es la espiritualidad, que viene de "espíritu" y es respiro, inspiración, esperanza activa. La espiritualidad es espíritu y vida, es veneración, respeto, compasión solidaria, más allá de todas las formas religiosas, más allá de las creencias, de los ritos y de la moral. La institución religiosa puede sostener y fomentar la espiritualidad, debe hacerlo, pero a menudo resulta que ahoga la espiritualidad, impide respirar.

¿Cómo explicar a tantos creyentes atormentados por la moral tradicional católica una nueva espiritualidad de la carne y de los sentidos?

Es una de las manifestaciones de la transformación cultural que se está dando. El discurso de la jerarquía sigue aferrado al dualismo enemigo del cuerpo, sobre todo de la sexualidad, que ya está presente en San Pablo y que se impuso definitivamente en la gran Iglesia con San Agustín, y que no tiene raíces propiamente en la Biblia ni en Jesús, sino en el platonismo y en el maniqueísmo. Es preciso revisar a fondo toda esa antropología y cosmología. No estaría mal que leyéramos un poco más el Cantar de los Cantares. Y que se enseñara que el cuerpo, el placer sexual y la relación sexual en cualquiera de sus formas, siempre que sea para bien de uno mismo y de los demás, es sacramento de Dios. Todo lo que tiene que ver con la sexualidad y el sexo es muy delicado, y hay que fomentar esa delicadeza, porque es muy fácil hacerse daño a sí mismo o al otro. Pero no se puede decir: "Te hace daño porque está prohibido", sino: "Solo está prohibido lo que hace daño". Todo disfrute y placer, comer, pasear, tomar el sol, bañarse, la caricia, el placer sexual..., en la medida en que es delicado y bueno, es sacramento de Dios, aunque lo prohíba la moral vigente. Creo que es el espíritu del Evangelio de Jesús.

¿Es hora de que los cristianos "conciliares" volvamos a ocupar los espacios que hemos abandonado en la Iglesia institucional?

Sería deseable, en la medida de lo posible. Debemos reivindicar que "somos Iglesia" a todos los efectos. Por ejemplo, ¿por qué vamos a depender de que haya sacerdotes ordenados para celebrar juntos la memoria de Jesús, dejarnos consolar e iluminar por el evangelio, compartir pan y vino, fortalecernos para la acción? A Jesús no se le ocurrió nunca que hicieran falta sacerdotes ordenados y varones para celebrar su memoria. Pues lo mismo con otros muchos ámbitos de la Iglesia.

¿Por qué hay tanto odio entre los católicos más ortodoxos, que destilan en los comentarios en la Web?

No es fácil entenderlo, o tal vez es fácil entenderlo: los más ortodoxos suelen ser a menudo demasiado estrechos, y la estrechez nos crispa con nosotros mismos y con los demás. Los comentarios e insultos llenos de resquemor y agresividad que algunos vierten a menudo, por ejemplo en Religión Digital, son pura negación de la fe que dicen defender. Supongo que si algún alejado de la Iglesia o del cristianismo los lee, debe de decirse: "¡Qué horror de religión!" y alejarse más todavía, espantado.

¿Hay un cisma silencioso entre la jerarquía y las bases de la Iglesia?

El cisma es evidente. Pero la mayoría de los cristianos ya son lo suficientemente adultos en su mentalidad y en su fe, como para vivir en libertad y paz, a pesar de no acatar las directrices dogmáticas o morales de la jerarquía. Pienso, por ejemplo, en tantas y tantos que viven su fe sin aferrarse a determinadas creencias tradicionales que muchos obispos abusivamente llaman "fe de la Iglesia". No es fe de la Iglesia, sino creencias de una determinada parte de la Iglesia. O pienso en quienes viven su sexualidad fuera de las normas canónicas: quienes utilizan anticonceptivos, los gays y lesbianas, los  divorciados o separados que viven con otra pareja... Si se quieren y se ayudan, son sacramento de Dios. Dios los bendice, aunque la jerarquía los condene.

Dice usted: "La Iglesia de Jesús, en contra de Jesús, ha humillado a la mujer". ¿Para cuándo la reparación?

Ya es muy tarde, tal vez demasiado tarde. Las mujeres, como antes los jóvenes, como antes los intelectuales, como antes los trabajadores, están abandonando esta institución eclesial católica, porque no encuentran en ella su lugar de dignidad. Pero conste: no pienso que su lugar de dignidad sea ser sacerdotes de acuerdo al modelo clerical de hoy. La inmensa mayoría de las mujeres católicas de hoy, al igual que la inmensa mayoría de los hombres creyentes, aspiran a otro modelo de Iglesia con otro modelo ministerial muy distinto, más parecido al movimiento de Jesús, un modelo democrático, comunitario, más allá de la distinción clérigo-laico, ministerios ordenados-no ordenados... Que las mujeres sean sacerdotes y obispos según el modelo actual no cambiaría gran cosa, aunque tal vez pudiera ser un paso intermedio para una reforma mucho más profunda.

¿Sigue siendo usted un fraile sin convento? ¿Y un cristiano sin Iglesia?

¡Qué va! Sigo siendo franciscano fuera del marco institucional, pero me siento acogido y querido por los franciscanos tanto o más que antes, y sus conventos son mi casa. En la fraternidad de Bilbao ceno y duermo tres días por semana, cuando estoy en Deusto. Y en Arantzazu tengo mi habitación de antes, y voy cuando quiero. En cuanto a la Iglesia, en ella hay muchas moradas, como diría Jesús, y si te echan de una puedes ir a otra, y allí te encuentras con muchas hermanas y hermanos, y todos formamos una Iglesia sin fronteras, aunque algunos quieran cerrar puertas y ventanas y poner límites claros entre dentro y fuera, y aunque a veces haya conflictos. Son inevitables. No puede haber comunión eclesial sin espacio para la diferencia y el disenso.

Imagino que la página de monseñor Munilla está pasada. Pero, ¿le sigue doliendo la situación de la diócesis de San Sebastián?

Mentiría si dijera que todos mis sentimientos son puros, evangélicos. No lo son, y lo siento y pido perdón. Pero mi problema nunca ha sido y menos lo es ahora con la persona de monseñor Munilla, sino con el sistema que él representa y quiere imponer como único: una doctrina, una autoridad, una política, una moral, una Iglesia... la suya. Muy distinta, por cierto, de la Iglesia que vive y quiere la inmensa mayoría de la diócesis. Creo que el mayor atentado contra la comunión eclesial viene hoy de la jerarquía, y nuestra diócesis de San Sebastián es un buen ejemplo, un ejemplo doloroso. No hay más que ver lo que ha pasado con el caso Pagola, el Seminario, el Proyecto Pastoral.

¿José Antonio Pagola es un "hereje", como dicen los sectores ultracatólicos?

La peor de todas las herejías me parece el sectarismo de algunos de esos "ultracatólicos". Es negación radical de la catolicidad, que significa no solo pluralidad, sino universalidad. Pero bueno, vayamos al concepto formal de "herejía": "doctrina contraria al dogma". No conozco ningún ultracatólico que haya demostrado en qué punto Pagola enseña algo contrario al dogma, entre otras cosas, porque Pagola es listo y ha eludido cuidadosamente toda cuestión dogmática. De todos modos, ni Jesús ni San Pedro ni San Pablo conocieron ningún dogma cristológico. Los dogmas son fórmulas históricas. Y no concibo que se pueda anunciar hoy el Evangelio de Jesús a la inmensa mayoría de los hombres y mujeres de hoy sin revisar -con libertad, con riesgos, y a fondo- todos, todos los dogmas cristológicos, que son de otros tiempos muy distintos. El evangelio no se juega en esas fórmulas y en sus interpretaciones.

Ha vivido usted en su propia familia la herida de ETA. ¿Cómo se siente, tras el anuncio de que los terroristas dejan las armas?

Me siento inmensamente aliviado, como casi todos los vascos y vascas. ¡Lo hemos esperado tantos años, demasiados! ¡Se ha sufrido tanto por todos los lados! En cuanto a mi familia, sí, ha sufrido también directamente la violencia de ETA: un cuñado mío, marido de una hermana mía, es guardia civil, y la casa donde vivían fue seriamente dañada por una bomba en junio del 1991, y antes y después han vivido de miedo, y toda la familia con ellos. Y amigos de la familia han sido asesinados por ETA. Pero también hay miembros de la familia que han sufrido injustamente cárcel y tortura. De todos modos, cada víctima es única, tiene su padre, su madre, su marido, su mujer... Se pueden contar las víctimas, "tantos de este lado, tantos del otro", y tal vez habrá que hacerlo. Pero lo importante es que no haya más víctimas, y tratar de curar y cuidar en lo posible a todas las que ha habido, a cada una en particular, más allá de bandos. Aprovecho la ocasión que me ofrece para referirme a algunos comentarios sobre mí que aparecen reiteradamente en Religión Digital. Por ejemplo: que nunca he defendido a las víctimas de ETA. Es absolutamente falso. O que enviaba "todos mis escritos" al "diario proetarra GARA". También es enteramente falso. Nunca lo hice, salvo dos artículos que envié a todos los periódicos del País Vasco y que publicaron casi todos ellos: cuando me rebelé contra la prohibición de predicar, enseñar y escribir por parte de Mons. Munilla en junio del 2010 y cuando decidí dejar la Orden en agosto del mismo año. Si GARA publicó otros artículos míos -no lo sé; otros periódicos sí lo han hecho-, será porque los tomó de Internet.

¿Ha llegado la hora de que ETA pida perdón a las víctimas?

La cuestión del perdón es demasiado personal e importante para que se la utilice con intereses torcidos. Creo que nadie que haya hecho daño curará su memoria y se reconciliará consigo mismo mientras no reconozca el daño y de alguna forma diga: "Lo siento. ¡Perdón!". Y nadie que haya sufrido el daño, sea quien fuere, curará sus heridas mientras no perdone sinceramente, es decir, supere el odio y la venganza, y vuelva a confiar en cuanto pueda en el que le hizo daño. Todo eso requiere tiempo. Y el perdón ni se puede imponer ni exigir. Los políticos debieran estar a la altura y tener la grandeza para facilitar, en vez de obstaculizar, este proceso de curación de todos los que han hecho daño y de todos los que lo han sufrido. 

Esta entrevista, viene de:

ALGUNOS TITULARES:

"Hay que reinterpretar todas las creencias para seguir confiando, es decir, siendo felices y buenos, como Jesús"

"La Iglesia católica sigue anclada en paradigmas trasnochados"

"La Iglesia española está especialmente politizada, derechizada, a la defensiva y agresiva"

"La jerarquía está sectarizando a la Iglesia"

"Están enterrando el espíritu renovador del Concilio, apelando a la letra del Concilio"

"A menudo, la institución ahoga la espiritualidad e impide respirar"

"La relación sexual y el placer son sacramento de Dios"

"A Jesús no se le ocurrió nunca que hicieran falta sacerdotes ordenados y varones para celebrar su memoria"

"Los comentarios de los más ortodoxos, llenos de resquemor y agresividad, son pura negación de la fe que dicen defender"

"Dios bendice a gays y lesbianas, aunque la jerarquía los condene"

"Hay un cisma evidente entre la jerarquía y las bases de la Iglesia"

"Que las mujeres sean sacerdotes y obispos según el modelo actual no cambiaría gran cosa, aunque tal vez pudiera ser un paso intermedio para una reforma mucho más profunda"

"Sigo siendo franciscano fuera del marco institucional"

"El mayor atentado contra la comunión eclesial viene hoy de la jerarquía, y nuestra diócesis de San Sebastián es un buen ejemplo"

"No conozco ningún ultracatólico que haya demostrado en qué punto Pagola enseña algo contrario al dogma"

"Mi familia también ha sufrido directamente la violencia de ETA"

"Lo importante ahora es tratar de curar y cuidar en lo posible a todas las víctimas"

"El perdón ni se puede imponer ni exigir"