CARTUJO CON LICENCIA PROPIA

domingo, 8 de diciembre de 2013

CUENTO DE NAVIDAD "RECUPERAR LA ESPERANZA"

Cuento de Navidad, “Recuperar la Esperanza”
Cuando despertó no sabía dónde estaba, y tardó unos segundos en recordarlo. Estaba en el sillón de casa adormilado, y a unas horas impropias para dormir pues no era tiempo de siesta. Miro el reloj, y vio con horror que aun eran las siete de la tarde. ¡Qué largos son los días!, se dijo. 

Pensó que hacer. No tenía ganas de nada. Se sintió acalorado, pues cuando llegó a casa a medio día, la sala estaba helada y puso el radiador al máximo; y como se había quedado dormido, la temperatura dentro del salón era considerable. Puso el radiador en la posición uno, y decidió levantarse a abrir una de las ventanas para que entrara un poco de fresco. No lo hizo al final, la dejó cerrada pues pensó que lo único que le faltaba era resfriarse, y estando solo, era otro problema añadido a su penosa circunstancia. 
El cristal de la ventana estaba lleno de vaho. Paso la mano por él, y divisó un poco turbio la avenida central de la ciudad y los alumbrados que anunciaban la próxima Navidad. La calle estaba a rebosar de gente, comprando, trapicheando, pasándoselo bien. Que distintas son las navidades para algunos, se dijo Diego. 
A sus setenta y tres años, estaba solo y con la añoranza de su esposa y compañera Adelaida, que ya hacía para cuatro años que le dejó. Solo tenía la esperanza de que los días pasaran pronto, y que el frío Enero le trajera las llamativas rebajas que anunciaban el término de la Navidad y la vuelta a lo cotidiano. Realmente no estaba solo, pensó en que tenía un hijo, un hijo muy querido y su única razón de existir junto a sus nietos; pero Ricardo estaba demasiado lejos para sentirlo y tocarlo, y la llamada de teléfono que le hacía por Navidades, casi le hacía más daño que beneficio, pues la lejanía de la sangre en Navidad era un dolor insoportable. 
Su esposa Adelaida y él, siempre quisieron brindarle a su hijo las mejores oportunidades, y aun a pesar de sacrificar la cercanía de un hijo; pronto le facilitaron la salida al extranjero para estudiar y doctorarse en estudios diplomáticos, pues en España la cosa no estaba casi para nada. Ricardo estudió durante años en una universidad laboral de Philadelphia en Estados Unidos. Luego marchó a Orlando estado de Florida, para realizar un máster en estudios diplomáticos y de allí saltó a Francia en poco tiempo, donde se doctoró en relaciones institucionales y diplomacia. Llegaron a estar hasta tres años sin verle, pues los billetes del avión eran demasiado costosos para ellos y había que apurar los plazos. 
Cuando se vino a Francia la cosa cambió un poco a mejor, pues allí conoció a su esposa Sofía y allí tuvieron a Marita, la mayor de sus nietos y la lucecita de su vida, pues es el vivo retrato de su abuela Adelaida. Al tiempo de nacer Marita, él consiguió un trabajo en el gabinete del ministro de exteriores belga, y por eso se afincaron definitivamente en Bruselas, donde nació el segundo hijo Dieguito, a los tres años de estar allí. Pensó en los cuatro recordando sus caras. Su hijo Ricardo, bonachón y templado como buen diplomático. Sofia, pálida, de pelo anaranjado y la mujer más enamorada de su esposo y de sus hijos que existiera. 
Marita, su lucecita. El verla le recordaba a la abuela, pues en ella veía su vivo retrato, hasta el punto de gustarle todo lo violeta como a ella. ¡Menuda cría! Y Dieguito, el hombretón de la casa. Decía que el mejor regalo de reyes era poder estar en Navidad en casa del abuelo Diego, junto a la chimenea; pero ellos siempre venían a España en verano, cuando veraneaba el ministro y Ricardo podía escaparse. 
La Navidad en España, por mucho que lo desearan, era una quimera para todos; y un imposible. Se sintió cansado, y pensó que su mujer desde el más allá no estaría demasiado contenta con él. Se estaba descuidando. No acudió a la cita del médico en la última revisión anual. Estaba un poco negado a comer en casa, pues el silencio era como la hoja cortante de un cuchillo. Incluso llegó a desayunar café frío del día anterior, al no tener ganas ni de calentarlo. Subsistir. En eso se había traducido su vida desde los últimos meses. 
Tampoco sabía el porqué, pero creía necesario revitalizar su vida y dar un giro drástico, o la cosa acabaría mal. Había otros amigos con los que se entretenía en el centro de mayores, en el centro cívico o en un taller de teatro recién inaugurado. ¡Cuatro viejos haciendo teatro, menudo espectáculo!, se dijo  de mala gana. 
Y es que hasta su afabilidad estaba en declive, pues siempre fue un hombre educado y con carisma. Y de pensar que esa mañana le faltó al respeto al bueno de Horacio el panadero, cuando este le preguntó si su Ricardo venia por navidades. ¿Acaso no sabes que no puede venir hasta el verano?, le gritó. 
Que panorama, pensó Diego. “Adelaida –se dijo preguntando al silencio-, ¿porqué no me recoges? ¿Esto es vida?” 
En ese instante sonó el teléfono de casa, con su estridente ring, ring, ring. Se encaminó a la mesita a cogerlo, pesando en quien sería y en la inconveniencia de ninguna propuesta; pues solo quería lamerse sus heridas en soledad. Cuando descolgó, dijo de mala gana: -¡dígame! 
Y escucho perplejo por el auricular: -¡Papa, soy Ricardo!
-Ricardo hijo, ¿qué tal?
-Yo bien papa, y la gente estupenda. Pero, ¿Cómo estás tú papa? No te veo muy animado, ¿verdad?
-No…, yo… estoy bien hijo, ya sabes, aquí toreando los fríos. No te preocupes.
-Sí, ya. El que no te conozca que te compre. Oye, papa ¿pusiste ya los adornos de Navidad?
-¿Adornos? No estoy para adornos Ricardo, ya sabes que la Navidad no es para viejos. Imagínate que intento coger la caja de los adornos y del portal de Belén de encima del ropero grande y me caigo de la escalera. Además, ¿para qué si estoy solo? Ni tengo ganas, pues os hecho mucho de manos a mama, a ti y... a los niños.
-Bueno papa. Oye, ¡que te vayas a poner a llorar que te llamo para darte una noticia! Y creo que es una buena noticia.
-Dime hijo.
-Pues papa, salimos dentro de dos horas en avión para España, Sofia yo y los niños desde luego.
-Pero, ¿ha pasado algo Ricardo? (se preocupó Diego).
-No ha pasado nada papa, el ministro ha entendido que la Navidad es para estar en casa donde las raíces de uno, y tengo quince días de vacaciones. Así que ya va siendo hora de pasarla juntos y de pasarla todos los años. Sofía está encantada de pasar su primera Navidad en España, pues allí pasa menos frio y tiene ganas de verte. Y de tus nietos que te digo. Saben que viajamos desde hace tres días, están como locos, y Marita tiene unos veinte folios con dibujos de Navidad para su abuelo Diego. Tu Dieguito sueña con la chimenea encendida a tope, y casi quemarse los pantalones con el fuego, pues se muere por dormirse en tus brazos, con el vaivén de la mecedora de mama. Y yo, que te digo. Que te quiero, que te adoro… y que corto la conversación papá, que ha llegado el taxi y tenemos que facturar la maleta. Así que papá, nos vemos en unas pocas de horas. ¡¡Chao!!

Cuando colgó el teléfono, corrió -en la medida de sus posibilidades- por la escalera chica que guardaba entre la pared y el frigorífico de la despensa. Se fue a la habitación de los “chirmotiles” y hurgó por la parte superior del ropero grande. Con mucho cuidado bajó la caja grandota, donde se guardaba desde que él tenía veinticinco años, aquel portal de Belén que le compró a Adelaida su primera Navidad de casados. Allí había bolas, serpentinas, pastorcitos, un papá Noel sin su barba, espumillones, velas de navidad torcidas del verano…etc.

Dejó la caja encima del arcón, para que su nieta Marita se encargara del despliegue de piezas navideñas. Se fue apresurado al teléfono y marcó el número de la pastelería. Encargó una docena de bizcotelas -pues le encantaban a su nuera Sofía-, y un gran roscón de reyes. Iba a cambiarse zapatos, cuando calló en la cuenta de algo. Se volvió por el pasillo sintiendo la energía fluir por su cuerpo y regresó a la mesita del teléfono. 
Marcó el teléfono de la panadería de Horacio. “Horacio, soy Diego. Sí, bien. Oye, me puedes vender un poco leña del horno, viene mi Ricardo para casa esta noche. Sí, estoy que casi ni me lo creo. No, se quedan quince días. Parece que alguien me ha escuchado desde el más allá. Sí, venga, me llego en un minuto. ¡Ah, Horacio se me olvidaba! Disculpa mi salida de tono esta mañana, pero casi cometo el error de convertirme en una persona sin esperanza. Sí ya, pero somos amigos y quería decírtelo. Hasta ahora.

Cuando colgó el teléfono se fijo en la fotografía de su esposa que había en la chimenea. Allí estaba Adelaida guapa de veras. La miró en silencio, y una lágrima surco su mejilla como un torrente imparable de agua salada. Era una lágrima de vida, era una lágrima de dicha, era una lágrima de ilusión. Era una lágrima, que hacía renacer la esperanza. La beso, con la devoción con la que se puede besar a un ángel, y le dijo con el corazón henchido de gozo: “Adelaida, FELIZ NAVIDAD”. 

De corazón deseo, que se den las condiciones propicias, para que cada cual pueda llegar a las Navidades con alegría, esperanza e ilusión.
Un fuerte abrazo.

Floren Salvador Díaz Fernández.