CARTUJO CON LICENCIA PROPIA

martes, 14 de junio de 2011

PENTECOSTÉS, LA PRIMERA ALIANZA DE CIVILIZACIONES

Pentecostés, la primera Alianza de Civilizaciones
Aunque siempre habrá personas que no se crean esta máxima, no es este escrito un alegato en favor de la alianza de civilizaciones, impulsada por José Luis Rodríguez Zapatero, aunque se este de acuerdo en el fondo de la misma. Desde el acontecimiento de Pentecostés, esta alianza despliega unos amplios horizontes y excepcionales facultades en los sujetos que se sienten interpelados por ella. Vista desde el AT, “la alianza (berit), antes de referirse a las relaciones de los hombres con Dios, pertenece a la experiencia social de los hombres”. (León Dufour) Por ello, desde la antigüedad atestiguada en el libro del Génesis, se han sucedido los acuerdos o alianzas entre personas, clanes, tribus o familias. 
Pero la gran alianza tiene lugar o comienzo en la cordillera del Sinaí, o al menos el escritor veterotestamentario la sitúa en ese lugar. (Ex 3,7-10.16) En un momento determinado de la historia, Dios manifiesta su predilección por la especie humana representada en el pueblo hebreo, al que favorece y con el que establece un pacto de ley. Se les dio unos mandamientos determinados como código (Ex 20,3ss), que por medio de su cumplimiento vertebran en sí mismos la alianza; aun a pesar de las numerosas rupturas de esta alianza (Jer 22,9). Pero llegada la plenitud de los tiempos por medio de Jesús de Nazaret, este nos introduce en otro concepto de alianza. 
Lo viejo ha pasado y ha dejado de tener vigencia, pues los signos de los tiempos han establecido un nuevo pacto de Dios con la humanidad, por medio de Jesús su Hijo unigénito. Si antes Israel represento al pueblo de Dios por él elegido, ahora en Jesús Dios hace una apuesta clara por lo humano y por lo laico, lo del pueblo; lo que en definitiva es inherente a la comunidad eclesial de base y toda la condición humana. La nueva alianza sellada por Jesús (Mt 26,28) se manifiesta en el amor y la entrega servicial. Es la esencia misma de esa alianza que Dios hace, para comprometer en sí mismo a todas aquellas personas a las que pueda importar el buen desarrollo de nuestro mundo y nuestras civilizaciones. 
Es una pobreza considerable el pretender alcanzar exclusivamente la salvación, por medio de la inclusión en la comunidad eclesial. El ser humano es hijo de Dios, nace de las mismas entrañas de la tierra, y en función de su determinada creencia o dinámica espiritual –si la tuviera- participa en la alianza de civilizaciones en función del compromiso contraído con la sociedad. Los cristianos tenemos aquí mucho que decir y aun más que hacer. Nuestra sociedad esta deslocalizada en cuanto a valores determinados, solemos decir, y puede que en parte no nos falte razón. Pero no es algo larvado sino latente, que bajo la piel del tejido social se encuentra una fuente inagotable de solidaridad, respeto y tolerancia. 
Aun ha pesar de los duros acontecimientos acaecidos en Lorca, hemos visto esta respuesta solidaria y humana que hace gala de una alianza vital y consolidada, que presta su apoyo por el buen funcionamiento de nuestro medio. Frente a estas realidades, los gritos desaforados de unos pocos pidiendo legitimidad sobre la ley o el magisterio, o clamando el desarrollo de ideologías demasiado puritanas y exentas de ética, no deben de desalentarnos; sino por el contrario animarnos a continuar apostando por lo humano. La inhumanidad, la falta de entendimiento y la negación de la realidad sacramental de lo humano, nos conduce al desastre de Babel donde fue imposible la comunicación entre tantas y tantas lenguas. (Gn 11,1-9) 
Por el contrario, “la venida del Espíritu Santo hace que quienes hablan lenguas distintas, se entiendan” (J.Mª Castillo) y conjuntamente amplíen la capacidad y horizonte de actuación de Dios y de su Espíritu; sin asociarlo a una cultura determinada, a unos ritos o una religión, (Hch 10,44-46) sino que hagamos didáctica y dinámica su presencia para que su gracia trascienda todos los límites que los hombres le intentamos poner a Dios. Pentecostés fue el pistoletazo de salida hacia la diáspora de los valores y esencia del Reino de Dios, pues los que admitieron el Espíritu en sí mismos se consideraron personas aptas para globalizar la gracia de Dios de la que eran portadores. (Jn 20,19-20) 
Jesús por su parte materializo en sí mismo, la radicalidad amorosa del Reino de Dios que por la asistencia de su Espíritu –que es nuestro espíritu-, se establece en nuestro mundo por medio de las relaciones humanas y fraternas. Ahora bien, para llegarnos a un entendimiento sobre esta cuestión y tener claro cual es el papel de cada uno en su entorno, hay que dignificar en primer lugar la vida y derechos de cada persona. Preservando el aire que a cada ser vital en el mundo le toca respirar, dejando de lado las manipulaciones y centrándonos en la dignidad local del sujeto que junto a la colectividad continental, conforma una determinada civilización.
Sin dejar de mantener o respetar, la esencia de la persona por pequeña que pueda llegar a considerarse. ¿Qué dirigente político o religioso piensa efectivamente en el problema que tal o cual medida, afecta a la vida de tal o cual persona? ¿Quién piensa y tiene sensibilidad suficiente para ser consciente, de que una civilización es maltratada nada más que porque sufra uno solo de sus miembros por pequeño que sea? “Creo en la fuerza, y en la invención espiritual de los sencillos, porque estos no se pierden como los sabihondos en las leyes generales, olvidando al individuo concreto”, decía el medievalista Rogerio Bacon. La transformación social para dar cumplimiento a una efectiva alianza de civilizaciones sobre la cual primen los derechos básicos reconocidos a cada persona como la dignidad, la libertad y el alimento; solo será posible si dejamos atrás todo aquello que pueda lastrar nuestro avance espiritual. Desde el cristianismo y para desarrollar estas acciones, ¿cómo centrarnos en la esencia del evangelio si tenemos cien ritos a cual más densos, cuyo significado tenemos que estar constantemente explicando? ¿Acaso no ha llegado el momento de ser conscientes de lo que somos, solo por considerarnos en si mismos personas capaces de ser un sacramento en nuestro medio? 
No llamo desde aquí a la insumisión del catolicismo, pero si hago un humilde llamamiento al reconocimiento de cada cual de lo que somos, valiéndonos por nosotros mismos –cristianamente hablando- cuando lo consideremos oportuno. Cojamos la Palabra y vertebremos con ella la nueva alianza instaurada por Jesús, que poco sabía de protocolos, jerarquías o formularios. 
Aprendamos a encontrar en nuestras reuniones la esencia eucarística de la que somos portadores todos los laicos, como hermanos que se reúnen en nombre de Jesús. Y pongamos el amor, la caridad y la fraternidad, delante de cualquier formulario o sistema establecido. Solo así podremos comenzar a dar eficacia a la alianza amorosa de Jesús, nueva y eterna.
Feliz octava de Pentecostes. Laus Deo.
fdo. Florencio Salvador Díaz Fernández