Kilómetro 135 – Cuento de Navidad (*)
-Señora, debe usted de tener un
poco de paciencia. Siendo la noche que es, es posible que la grúa no aparezca
antes de cuarenta y cinco minutos. Confirmo sus datos. Está usted lejos de la
capital, en el kilómetro 135 de la N-71 en la montaña Gris. Asegúrese de que su
vehículo está debidamente señalizado con los triángulos de emergencia,
colóquese el chaleco reflectante y resguárdese en el interior del coche para
evitar atropellos. Teniendo en cuenta la noche que es y que su aviso está dado,
le rogamos que en caso de que la grúa se retrase vuelva a llamar a “Teleasistencia
en carretera 24H” transcurrido el plazo
establecido. Buenas noches señora Sánchez.
-Buenas noches señorita. Dijo
Julia, y aplicó certeramente el dedo índice en la tecla roja para colgar el
teléfono móvil y terminar la llamada.
Maldita sea, pensó. De todos los
días que tiene el año y a pesar de lo bueno que había salido el coche, tenía
que elegir el viejo Renault aquella noche del veinticuatro de diciembre para
dejarla tirada en aquel puerto de montaña, que distaba de su casa la friolera
de 147 kilómetros. Y friolera la que hacía fuera en aquel atardecer, pues
siendo las seis y media de la tarde casi era de noche. No era mujer dada al
nerviosismo ni al susto sin fundamento, pero lo que se decía gracia, gracia; no
le hacía ninguna estar sola en aquella cuesta de una autopista tan transitada.
Ya en el interior del coche llamó a su esposo para contarle lo ocurrido
intentando quitarle todo el hierro posible al asunto. Solo podía esperar a la grúa
pues aunque Juan era mecánico, estaba demasiado lejos para acudir en su ayuda.
Eso sí, le advirtió su marido. Debía insistirle al gruista para que la llevara
a casa y no la devolviera al taller más próximo de la ciudad; pues de ser así
no tendría margen para volver a casa en noche buena y un taxi podía costar una
fortuna con una carrera de casi 170 km.
Tras colgarle al marido y por matar el tiempo dejando de pensar en su
situación, en el interior oscuro del coche se puso a escribir a su hija Marta
por “wassap”.
Mamajulia: Marta, oye niña. ¿Embarcaste
ya en el avión?
Martahija: nooo, mama. Esto va
lento tela. El control de equipajes está fallando y va to mu lento. ¿ya has
llegao a casa? ¿¿¿¿no estarás waseando conduciendo???
Mamajulia: No, calla. Oye y
escribe bien que te voy a dar una que verás. Para eso te pagamos una carrera en
París. Se me ha parado el coche y estoy esperando la grúa en la carretera. Viene
en un rato.
Martahija: puaff… vaya plan mami.
Menos mal que dejaste la cena hecha sino, veo a papa y los hermanos cenando
galletas mojadas en leche…jajaja.
Mamajulia: bueno, tu padre y tus
hermanos se podrían alimentar de galletas en leche el resto de su vida. ¡Qué
afición a todo lo que se moja en leche, por Dios… jajajaja!
Martahija: jajajaja… me meo de la
risa.
Mamajulia: no seas malhablada
Marta. Bueno, te dejo que se acercan unos faros grandes y puede ser la grúa,
aunque me parece pronto. Dame un toque antes de entrar en el avión. Muaccc.
Martahija: ok. besukis mami July.
A pesar del elevado frío estaba
sumida en un sopor parecido al de la siesta de verano, cuando vio por el
retrovisor que un vehículo se acercaba lentamente con las sirenas encendidas.
Era la grúa, gracias a Dios. En la oscuridad de la tarde noche, ni si quiera
pudo verle la cara al conductor, aunque dedujo era bastante joven. Este la
apartó a un lado del arcén de una manera poco amable. Ella le dejó hacer
mientras colocaba los anclajes de su coche y lo subía en la plataforma trasera.
A los quince minutos Julia estaba
sentada en uno de los dos sillones del copiloto de la grúa, que circulaba por
la autopista a gran velocidad. Demasiada velocidad.
Joven, le veo conducir demasiado
rápido. ¿Tiene usted otros coches que recoger? Pregunto Julia. Pero el chico no
le contestó. Decidió intentar otro posible diálogo.
-¿Tiene usted nombre?
El chico pareció pensárselo dos
veces antes de contestar. Pero finalmente le dijo que se llamaba Sergio. Cuando
la grúa era adelantada por otros vehículos y se iluminaba el interior de la
cabina, Julia se dio cuenta de que el chico parecía tener la cara perlada de
gotas de sudor, pero con el frío que hacía era bastante probable que sudor no
fuera. Estaría enfermo, se preguntó.
Sea como fuere, su pensamiento lo
interrumpió el chico cuando le dijo que en menos de veinte minutos estarían en
el taller. A Julia se le encendieron todas las alarmas.
-Joven, ¿a qué taller se refiere?
-Al taller de la capital señora.
En cuanto lleguemos a la próxima zona de servicio cambiamos el sentido de la
marcha y en veinte minutos estamos en la capital.
Julia insistió. –Pero joven,
usted debe de llevarme a casa. Es noche buena, los talleres están cerrados y no
tengo donde alojarme en la ciudad.
El gruista fue tajante. –Señora,
ese no es mi problema. Tengo obligación de llevarla al taller más cercano desde
donde su coche se ha quedado parado, y eso es lo que voy a hacer. ¡Y no me mire
con esa cara, porque ni por dinero le llevo a su casa! Las cosas son como son y
punto.
Julia se quedó atónita ante la
agresividad de las palabras de aquel chico que podría ser uno de sus hijos,
pero responsablemente pensó que no debía insistir. Puede que el chico tuviera
otro tipo de problemas y ella no deseaba ser la diana de los mismos.
Circulaban por la autopista
cuando llegaron a la zona de servicio y el chico dijo que pararía un momento
para ir al servicio. Así lo hicieron y bajaron los dos juntos. Julia esperó al
chico en el vacío restaurante. Cuando este salió al bar desde el pasillo de los
servicios, venia tambaleándose y con la cara empapada en sudor. Tuvo que
agarrarse a un taburete de la barra para no caer al suelo, por lo que
instintivamente Julia salió como un resorte en su busca y le ayudó a sentarse
en una silla.
Le preguntó que le pasaba, que si
estaba mal –aunque era evidente que sí-, pero el chico respondió enfadado
diciendo que estaba bien.
Mira chico, -le dijo Julia
intentando mostrarse comprensiva-. Tú no estás en condiciones de conducir.
Seguro que tienes fiebre y vienes de vomitar del wáter. Yo quiero irme con mi
coche a casa y creo que la aseguradora debe de enviar a otra persona lo antes
posible para arreglar esta situación. Mi familia me espera en casa.
El chico miro a Julia con el
semblante más triste que Julia viera nunca y le dijo de manera lastimera que a
él nadie le espera en casa esa noche. En verdad, ni esa noche ni ninguna otra noche.
Julia se quedó atónita ante lo que acababa de escuchar.
El chico se incorporó con la
ayuda de Julia y pidió en la barra un “gelocatil”, que el camarero le dio
amablemente con un vaso de agua. Después de dirigieron a la grúa con la
intención del joven de proseguir su camino hacia la ciudad.
-¡Sergio! Perdona que te tutee
pues tienes edad para ser mi hijo, pero tengo que protestar. Dijo Julia
enérgicamente. –Tú no estás en condiciones de conducir, y lo único que vas a
conseguir es que nos estrellemos con la fiebre que tienes encima. ¡Chico por
favor, recapacita!
Pero el joven subió
trabajosamente al volante y una vez dentro le dijo que ella tenía dos opciones,
o volver con él y su coche a la ciudad o quedarse donde estaba en la zona de
servicio. La desesperación de Julia era absoluta. Estaba a punto de darle algo,
pues consideraba un suicidio que aquel chico enfermo circulara por la
carretera. Se matarían ellos y sabe Dios a quien se llevaban por delante.
Sergio introdujo la llave en la
abertura, acciono el mecanismo y arrancó la grúa. Incluso estando sentado,
Julia pudo ver como el chico oscilaba un poco de derecha a izquierda por la
inestabilidad de la enfermedad que tenia y la fiebre. El chico estaba quieto.
Todo estaba muy quieto. El único ruido de fondo era el motor de la grúa.
A Julia le pareció que el chico
musitaba algo. Le miró. Sí, estaba diciendo algo en voz muy baja y ella no
podía escucharle. Repetía una frase en un susurro.
-¿Hijo que dices? No te escucho.
¿Oye? Dijo tocándole al chico el brazo. Entonces entendió lo que decía el
joven. -“Estoy solo, no tengo a donde ir”.
El cabreo que sentía hacia aquel
chico terco, a Julia se le tornó de momento en pena y ternura por lo que
acababa de oír. Le dio tiempo de quitarse el cinturón de seguridad y se desplazó
al asiento central, cuando Sergio se dejó caer junto a ella en su regazo
semiinconsciente. Tenía la frente perlada de sudor y era un puro tiritar. Tuvo
que poner su cabeza a mil por hora, para pensar que hacer. Menudo panorama de
noche buena, se dijo para sí misma. Y mientras tanto su hija quizás ya volaba
por los cielos y su marido la esperaba en casa con sus otros hijos.
De pronto, su ser pragmático le
recordó aquella frase de una santa que decía: “si tienes una buena idea
adelante, es más fácil pedir perdón que pedir permiso”. Así que como pudo, se
quito su abrigo de cuadros escoceses y lo hizo un ovillo. Arrastro al chico
hasta el lugar que ella ocupaba, le amarró el cinturón de seguridad y lo
reclino sobre el abrigo contra el cristal de la ventanilla en el asiento del
acompañante.
Cuarenta y cinco minutos después
y a bastante distancia de allí, al marido de Julia le sonó en casa el teléfono
móvil y vio la palabra mamá en su pantalla. Descolgó.
-Julia cielo, ¿por dónde andas?
-Eso quisiera saber yo. Le dijo,
intentando que no se le notara el nerviosismo en el que estaba sumida.
-Pero, ¿no lo sabes? ¿Va todo
bien?
-Creo que sí, aunque tampoco lo
tengo del todo claro.
-Julia por favor, me estas
asustando.
-No, oye Juan dejémonos de
comedias y escúchame atentamente. Tardo entre quince y veinte minutos en llegar
a casa. Quiero que llenes la bañera de arriba de agua caliente. Prepara la cama
de la niña y pon un calefactor en su cuarto. Juan… ¿me oyes?
-Sí, pero. Julia, ¿estás enferma?
-Nooo, no. Después de lo de esta
noche, un poco loca creo que sí, pero bueno. Oye, no te preocupes más de lo
necesario. Hazme el favor de preparar lo que te he pedido. Te veo en un
momento.
Juan, que era de las personas que
se dejan llevar por su pareja, se dispuso a preparar lo que su mujer le había
dicho, preguntándose sobre el sentido de aquellos preparativos. No veía
explicación alguna. Al rato escucho pitidos en la calle y se asomó por la
ventana. ¡La grúa, gracias a Dios ya está aquí! Pero cuando salió a la calle en
plena y fría noche, se quedó de piedra cuando vio que era su mujer la que
conducía la grúa y que el supuesto conductor estaba frito en el asiendo de al
lado. Le costó reaccionar. Pero Julia no le dio tiempo a preguntar. Sacaron al
chico de la grúa con mucho esfuerzo y cuidado y le entraron a casa.
A la mañana siguiente sobre las
once de la mañana, Julia entro silenciosamente en el cuarto de su hija. Después
de la experiencia de la tarde anterior y habiendo podido cenar y pasar la noche
buena en familia; lo veía todo con más claridad. La serenidad de la cara del
joven Sergio, dormido en la cama de su hija, le confirmó que había hecho lo
correcto.
Se sentó cuidadosamente en el
borde de la cama. Sergio comenzó a despertarse. Abrió poco a poco un ojo y
luego el otro, poniendo cara de no saber donde estaba. Julia se puso un dedo en
la boca diciéndole que estuviera tranquilo y en silencio, aun estaba muy
debilitado por la fiebre. Ella se lo explicaría todo.
-Buenos días Sergio. Tienes que
tomarte las pastillas.
-Buenos días Señora, dijo el
chico con voz ronca.
-Recuerdas lo de ayer tarde,
¿verdad? Si, se que lo recuerdas. El caso es que cuando te desmayaste opte por
ser práctica y te traje a casa. Me lancé a gruista novata y conseguí llegar a
casa, donde con la ayuda de mi marido conseguimos meterte en la bañera,
lavarte, limpiarte la fiebre y ponerte un pijama de mi hijo el grande que
tendrá más o menos tu edad.
Sergio la interrumpió un poco
avergonzado: -pero, entonces usted me vio…
-¿Desnudo? Sí, pero hombre soy
madre de tres hijos y como verás una está curada de espanto. Además tu salud
era lo primero. Como te decía te metimos en esta cama de mi hija Marta que
estudia en el extranjero y llamamos a urgencias para que te visitara el médico.
Le dijimos que eras un amigo de la familia. Ah, por cierto, la grúa la ha retirado
la compañía aseguradora. Dijimos una pequeña mentira para hacerte quedar bien y
todo está arreglado.
Llamaron a la puerta. Era Juan el
marido de Julia.
-¿Cómo está el enfermo? Preguntó.
El muchacho dijo que mejor. Julia
los presentó a ambos y Juan se situó de pie junto a su esposa contemplando al
chico convaleciente.
-Pesas un poquitín Sergio –le
dijo Juan-, nos vimos negros para meterte en la cama. Ya somos casi ancianos.
Los tres rieron un poco.
Sergio, escúchame bien. Le dijo
Julia. He hablado con mi marido y creemos que no eres mala persona. Al menos no
de las personas que vas haciendo daño por la vida. Tras la experiencia de ayer,
nos basta para ofrecerte una oportunidad que tú puedes aprovechar a corto o
largo plazo. Mi marido tiene un taller, es el que nos da de comer. No es un
gran taller pero no falta trabajo porque es el único del pueblo. ¿Tú entiendes
de mecánica?
-Si señora, soy mecánico
superior. Me saqué el título justo antes de que mis tíos me echaran de casa.
Dijo Sergio.
Muy bien. Continuó Julia. Pues si
quieres o hasta que tú quieras aquí puedes tener un trabajo. Somos una familia
numerosa, tenemos tres hijos dos de los cuales Rubén y Carlos viven con
nosotros. Rubén creo que tiene tu edad, dieciocho. No te acogemos por compasión
Sergio, sino por sentido de la familia. No se debe estar solo en esta vida y
creo que nuestro encuentro de ayer no fue pura casualidad. A nadie se le debe
de negar una oportunidad y creemos que debemos de ofrecértela. Trabajaras y
ganarás tu sueldo, y si lo deseas en casa hay un sitio para uno más.
-¿Qué nos dices? Preguntó Julia.
Sergio contesto que si, sin
rodeos.
Muy bien. Continuó Julia
hablándole con ternura. -Ayer me dijiste en tu estado febril que estabas solo,
que no tenías a donde ir. Imagínate lo grande que es la vida, que hoy estás
aquí, entre nosotros. Sergio, has encontrado una familia.
En el silencio que se hizo entre
los tres en la habitación de Marta, solo sucedió una cosa. Los ojos de Sergio
comenzaron a brillar. Su boca temblaba un poco de emoción. Las lágrimas no
tardaron en surcar su joven rostro hasta hacerse incontenibles. Julia se acercó
aun más y nuevamente se abrazaron en un llanto lleno de sensibilidad, ternura y
gratitud a la vida.
Julia besó la frente del chico. Acunándolo
un poco, le atusó el despeinado flequillo y le dijo:
-Sergio, ya tienes una familia y
un hogar. Feliz Navidad.
Juan se unió al abrazo del hijo,
que la vida les acababa de regalar.
Fin.
Florencio Salvador Díaz
Fernández.
(Se autoriza la difusión de este
relato indicando su procedencia)
Este cuento de Navidad, lo dedico
este año a todos los desheredados de la tierra. A quienes se les cierran las
fronteras y se les niega la fraternidad. A los que viven sin amor. A los que se
les niega el amor. A todos aquellos que se ven obligados a huir de su tierra
sintiendo la ruptura de sus raíces familiares y afectivas. A los que viven la Navidad en soledad. A los prisioneros de
sí mismos y de su ego. A los vacíos de corazón.
A todas estas personas y a todas
las personas de bien, a las que amo, a las que me aman y a las que debiera de
amar más; de corazón os deseo que las luces que más brillen esta Navidad sean
las de las obras de vuestras manos.
En el Nombre del niño bendito que
nos nace en Belén, sed Felices.
FELIZ NAVIDAD Y VENTUROSO AÑO
2017.
(*)solicito dispensa de usted, lector/a ante las posibles faltas de ortografía y/o gramaticales