Cuento de Navidad, “Recuperar la Esperanza”
Cuando
despertó no sabía dónde estaba, y tardó unos segundos en recordarlo. Estaba en
el sillón de casa adormilado, y a unas horas impropias para dormir pues no era
tiempo de siesta. Miro el reloj, y vio con horror que aun eran las siete de la
tarde. ¡Qué largos son los días!, se dijo.
Pensó que hacer. No tenía ganas de
nada. Se sintió acalorado, pues cuando llegó a casa a medio día, la sala estaba
helada y puso el radiador al máximo; y como se había quedado dormido, la
temperatura dentro del salón era considerable. Puso el radiador en la posición
uno, y decidió levantarse a abrir una de las ventanas para que entrara un poco
de fresco. No lo hizo al final, la dejó cerrada pues pensó que lo único que le
faltaba era resfriarse, y estando solo, era otro problema añadido a su penosa
circunstancia.
El cristal de la ventana estaba lleno de vaho. Paso la mano por
él, y divisó un poco turbio la avenida central de la ciudad y los alumbrados
que anunciaban la próxima Navidad. La calle estaba a rebosar de gente,
comprando, trapicheando, pasándoselo bien. Que distintas son las navidades para
algunos, se dijo Diego.
A sus setenta y tres años, estaba solo y con la
añoranza de su esposa y compañera Adelaida, que ya hacía para cuatro años que
le dejó. Solo tenía la esperanza de que los días pasaran pronto, y que el frío
Enero le trajera las llamativas rebajas que anunciaban el término de la Navidad
y la vuelta a lo cotidiano. Realmente no estaba solo, pensó en que tenía un
hijo, un hijo muy querido y su única razón de existir junto a sus nietos; pero
Ricardo estaba demasiado lejos para sentirlo y tocarlo, y la llamada de
teléfono que le hacía por Navidades, casi le hacía más daño que beneficio, pues
la lejanía de la sangre en Navidad era un dolor insoportable.
Su esposa
Adelaida y él, siempre quisieron brindarle a su hijo las mejores oportunidades,
y aun a pesar de sacrificar la cercanía de un hijo; pronto le facilitaron la
salida al extranjero para estudiar y doctorarse en estudios diplomáticos, pues
en España la cosa no estaba casi para nada. Ricardo estudió durante años en una
universidad laboral de Philadelphia en Estados Unidos. Luego marchó a Orlando
estado de Florida, para realizar un máster en estudios diplomáticos y de allí
saltó a Francia en poco tiempo, donde se doctoró en relaciones institucionales
y diplomacia. Llegaron a estar hasta tres años sin verle, pues los billetes del
avión eran demasiado costosos para ellos y había que apurar los plazos.
Cuando
se vino a Francia la cosa cambió un poco a mejor, pues allí conoció a su esposa
Sofía y allí tuvieron a Marita, la mayor de sus nietos y la lucecita de su
vida, pues es el vivo retrato de su abuela Adelaida. Al tiempo de nacer Marita,
él consiguió un trabajo en el gabinete del ministro de exteriores belga, y por
eso se afincaron definitivamente en Bruselas, donde nació el segundo hijo
Dieguito, a los tres años de estar allí. Pensó en los cuatro recordando sus
caras. Su hijo Ricardo, bonachón y templado como buen diplomático. Sofia,
pálida, de pelo anaranjado y la mujer más enamorada de su esposo y de sus hijos
que existiera.
Marita, su lucecita. El verla le recordaba a la abuela, pues en
ella veía su vivo retrato, hasta el punto de gustarle todo lo violeta como a ella.
¡Menuda cría! Y Dieguito, el hombretón de la casa. Decía que el mejor regalo de
reyes era poder estar en Navidad en casa del abuelo Diego, junto a la chimenea;
pero ellos siempre venían a España en verano, cuando veraneaba el ministro y
Ricardo podía escaparse.
La Navidad en España, por mucho que lo desearan, era
una quimera para todos; y un imposible. Se sintió cansado, y pensó que su mujer
desde el más allá no estaría demasiado contenta con él. Se estaba descuidando.
No acudió a la cita del médico en la última revisión anual. Estaba un poco
negado a comer en casa, pues el silencio era como la hoja cortante de un
cuchillo. Incluso llegó a desayunar café frío del día anterior, al no tener
ganas ni de calentarlo. Subsistir. En eso se había traducido su vida desde los
últimos meses.
Tampoco sabía el porqué, pero creía necesario revitalizar su
vida y dar un giro drástico, o la cosa acabaría mal. Había otros amigos con los
que se entretenía en el centro de mayores, en el centro cívico o en un taller
de teatro recién inaugurado. ¡Cuatro viejos haciendo teatro, menudo
espectáculo!, se dijo de mala gana.
Y es
que hasta su afabilidad estaba en declive, pues siempre fue un hombre educado y
con carisma. Y de pensar que esa mañana le faltó al respeto al bueno de Horacio
el panadero, cuando este le preguntó si su Ricardo venia por navidades. ¿Acaso
no sabes que no puede venir hasta el verano?, le gritó.
Que panorama, pensó
Diego. “Adelaida –se dijo preguntando al silencio-, ¿porqué no me recoges?
¿Esto es vida?”
En ese instante sonó el teléfono de casa, con su estridente
ring, ring, ring. Se encaminó a la mesita a cogerlo, pesando en quien sería y
en la inconveniencia de ninguna propuesta; pues solo quería lamerse sus heridas
en soledad. Cuando descolgó, dijo de mala gana: -¡dígame!
Y escucho perplejo
por el auricular: -¡Papa, soy Ricardo!
-Ricardo
hijo, ¿qué tal?
-Yo
bien papa, y la gente estupenda. Pero, ¿Cómo estás tú papa? No te veo muy
animado, ¿verdad?
-No…,
yo… estoy bien hijo, ya sabes, aquí toreando los fríos. No te preocupes.
-Sí,
ya. El que no te conozca que te compre. Oye, papa ¿pusiste ya los adornos de
Navidad?
-¿Adornos?
No estoy para adornos Ricardo, ya sabes que la Navidad no es para viejos. Imagínate
que intento coger la caja de los adornos y del portal de Belén de encima del
ropero grande y me caigo de la escalera. Además, ¿para qué si estoy solo? Ni
tengo ganas, pues os hecho mucho de manos a mama, a ti y... a los niños.
-Bueno
papa. Oye, ¡que te vayas a poner a llorar que te llamo para darte una noticia!
Y creo que es una buena noticia.
-Dime
hijo.
-Pues
papa, salimos dentro de dos horas en avión para España, Sofia yo y los niños
desde luego.
-Pero,
¿ha pasado algo Ricardo? (se preocupó Diego).
-No
ha pasado nada papa, el ministro ha entendido que la Navidad es para estar en
casa donde las raíces de uno, y tengo quince días de vacaciones. Así que ya va
siendo hora de pasarla juntos y de pasarla todos los años. Sofía está encantada
de pasar su primera Navidad en España, pues allí pasa menos frio y tiene ganas
de verte. Y de tus nietos que te digo. Saben que viajamos desde hace tres días,
están como locos, y Marita tiene unos veinte folios con dibujos de Navidad para
su abuelo Diego. Tu Dieguito sueña con la chimenea encendida a tope, y casi
quemarse los pantalones con el fuego, pues se muere por dormirse en tus brazos,
con el vaivén de la mecedora de mama. Y yo, que te digo. Que te quiero, que te
adoro… y que corto la conversación papá, que ha llegado el taxi y tenemos que
facturar la maleta. Así que papá, nos vemos en unas pocas de horas. ¡¡Chao!!
Cuando
colgó el teléfono, corrió -en la medida de sus posibilidades- por la escalera
chica que guardaba entre la pared y el frigorífico de la despensa. Se fue a la
habitación de los “chirmotiles” y hurgó por la parte superior del ropero
grande. Con mucho cuidado bajó la caja grandota, donde se guardaba desde que él
tenía veinticinco años, aquel portal de Belén que le compró a Adelaida su
primera Navidad de casados. Allí había bolas, serpentinas, pastorcitos, un papá
Noel sin su barba, espumillones, velas de navidad torcidas del verano…etc.
Dejó
la caja encima del arcón, para que su nieta Marita se encargara del despliegue
de piezas navideñas. Se fue apresurado al teléfono y marcó el número de la
pastelería. Encargó una docena de bizcotelas -pues le encantaban a su nuera
Sofía-, y un gran roscón de reyes. Iba a cambiarse zapatos, cuando calló en la
cuenta de algo. Se volvió por el pasillo sintiendo la energía fluir por su
cuerpo y regresó a la mesita del teléfono.
Marcó el teléfono de la panadería de
Horacio. “Horacio, soy Diego. Sí, bien. Oye, me puedes vender un poco leña del
horno, viene mi Ricardo para casa esta noche. Sí, estoy que casi ni me lo creo.
No, se quedan quince días. Parece que alguien me ha escuchado desde el más
allá. Sí, venga, me llego en un minuto. ¡Ah, Horacio se me olvidaba! Disculpa
mi salida de tono esta mañana, pero casi cometo el error de convertirme en una
persona sin esperanza. Sí ya, pero somos amigos y quería decírtelo. Hasta
ahora.
Cuando
colgó el teléfono se fijo en la fotografía de su esposa que había en la
chimenea. Allí estaba Adelaida guapa de veras. La miró en silencio, y una
lágrima surco su mejilla como un torrente imparable de agua salada. Era una
lágrima de vida, era una lágrima de dicha, era una lágrima de ilusión. Era una
lágrima, que hacía renacer la esperanza. La beso, con la devoción con la que se
puede besar a un ángel, y le dijo con el corazón henchido de gozo: “Adelaida,
FELIZ NAVIDAD”.
De corazón deseo, que se den las condiciones propicias, para que cada cual pueda llegar a las Navidades con alegría, esperanza e ilusión.
Un fuerte abrazo.
Floren Salvador Díaz Fernández.