El niño de la mirada triste
Auswitch Birkenau
(Polonia) – 25 de Septiembre de 2015
La realidad es la certeza de
vivir algo, de contemplarlo con los propios ojos, de contextualizarlo. En este
caso, fue algo que sentí e incluso pude oler. Cuando se habla de este lugar y
de otros similares en documentales o libros, puede creerse con más o menos
fiabilidad lo que aquí sucedió.
Pero cuando estás ante su puerta, la realidad
se apodera de ti y te devuelve a aquellos años cuarenta del siglo XX. Sientes
que la tristeza y el dolor poco a poco se impregnan en tu piel y te calan,
hasta sentirlos con la fuerza de millón y medio de seres humanos que aquí
perdieron la vida o se la arrebataron. Los raíles del tren están fríos,
demasiado fríos para el otoño polaco. A ello se suma el silencio de los que nos
adentramos por sus puertas, junto al arco de ladrillo visto de la portada
principal que como una hosca boca, se abre para engullir la alegría y la
ilusión al menos hasta que acabe la visita de este lugar de muerte. Nada más
entrar se hiela la piel ante las dimensiones del terreno en el que se instaló
la maquinaria de la muerte nazi. Solo hace falta poner un poco de imaginación,
cerrar levemente los ojos y ver aquel lugar habitado de inhumanidad por
aquellos entonces. Cuando lo hice, pude verle con claridad. Era Isaac, un niño
de mirada vacía. Un niño sin infancia.
Varsovia (Polonia) –
25 de Septiembre de 1943
Isaac Ibrahim Bau Goldstein era
un niño de trece años. Desde siempre vivió en Nadarzyn con su familia. Era este
un pequeño pueblo al sureste de Varsovia habitado mayormente por familias
judías.
Si algo recordaba con alegría era el trayecto que hacía en el carro con
el abuelo Ibrahim desde Nadarzyn hasta Varsovia para llevar los paños de rezo
al examen del rabino y posteriormente al mercado de la comunidad. Su hermana
Rebecca era demasiado pequeña para acompañarle y una vez que lo hizo, salió
revoloteada del carro en el primer bache del camino. Siempre se quedaba en casa
con su inseparable amiga Henia.
Todo fue así hasta que el abuelo
Ibrahim sufrió una apoplejía y la familia se vio obligada a trasladarse a Varsovia
por razones prácticas. Desde que le sobrevino la enfermedad al abuelo el relevo
de la familia lo tomó la abuela Cecilia. Ella era la encargada de supervisar la
tarea de tejer los paños de rezo popularmente llamados “Talit”. Józef Bau su
padre, era mecánico en una fábrica de las afueras y era el hombre más
inteligente que Isaac conocía. Su madre
Anna Goldstein trabajaba en el taller con las demás obreras y cuando tenían
confeccionados una veintena de “Talit”, era ella la que los llevaba a la
sinagoga del barrio para que el rabino Josef Scharf los declarara aptos o no
aptos para la oración.
Generalmente todos pasaban el examen
del rabino, aunque en una ocasión en que una de las trabajadoras Mila Pfefferberg vecina de casa estuvo toda
la mañana manejando la máquina con fiebre alta, las características rallas
negras salieron con ondulaciones y esa fue de las pocas veces en las que hubo
que desechar un manto. En otra ocasión fue otro el desechado porque los nudos
no estaban bien hechos. Pero generalmente los paños de rezo Goldstein eran los
mejores de toda Varsovia y sus alrededores. Generalmente se hacían de lana pues
otros materiales eran caros para la economía familiar.
Sin embargo cuando en Junio de
aquel año se disponía a celebrar la fiesta de su “Bar Mitzvah”, lo que
significaría el reconocimiento legal como judío mayor de edad ante la comunidad
y el derecho a leer la Toráh en la Sinagoga, en aquella ocasión los Goldstein
no repararon en gastos y tejieron con una seda especial, un Talit de lujo para
Isaac Ibrahim. Aquello le colmo de gozo por muchos motivos.
Y es que Isaac estaba seguro de
que todos los niños y niñas judíos habían sido creados con el convencimiento de
eran unos desheredados de la tierra. No acababa de entender porque siempre
–desde que eran pequeños- les hablaban de su salida apresurada de Egipto, de su
peregrinaje por el desierto y el sentimiento de sentirse un pueblo sin patria.
Por mucho que se esforzaba, ni entendía a donde les llevaba aquel sentimiento
de tristeza continua, ni entendía esa enseñanza con la realidad que vivían en
Varsovia. El y su hermana Rebecca eran nacidos en Nadarzyn.
Los maestros de la escuela decían
que eran alemanes aunque jamás se mezclaron con ellos en Varsovia. Pero la
abuela Cecilia decía otra cosa, que eran polacos. Y si la abuela Cecilia decía
aquello pues eran polacos y punto. Vivían bien allí, en aquel barrio llamado
“Towarzystwa” cuyo nombre le daba la gran sinagoga de la comunidad. Cerca de
allí hacia el noroeste estaba el parque “Królewski” cerca de un afluente del
Vístula, donde solían jugar los niños del barrio y se unían un centenar de
ellos.
Otro lugar que hacia las delicias
de Isaac era la librería que Efroin Bleiweiss tenía en “Ulica Księgarz” (calle
de las librerías). Había muchas otras librerías, pero la de Efroin era
especial. En aquel sitio se podía encontrar casi de todo y a Isaac le gustaba
mirarlo todo, incluso los libros que no eran aprobados por los rabinos. Efroin
siempre estaba en la librería con su amigo Natan Brauer, su amigo inseparable. Le
llamaban mucho la atención aquellos hombres casi ancianos, que se trataban el
uno al otro con los mismos gestos de afecto con que sus padres se demostraban
el cariño.
Isaac no acababa de entender si en esos gestos había algo de lo que
tuviera que huir, porque su madre le insistía en que no visitara aquella tienda,
aunque su padre siempre le quitaba hierro al asunto admitiendo que los “Bleiweiss”
–como les llamaban- eran personas dignas. Y era cierto, pues los libreros eran
buenos y educados, entendían de casi todo, eran amables y siempre premiaban su
rato de lectura con un caramelo de guirlache y almendras, ¡todo un lujo!
Su hermana Rebecca era una negada
tanto para la escuela como para la lectura y no le gustaba consultar los
libros. Pero su amiga la pequeña Henia Bernstein solía venirse con él caminando
poco a poco con su bastoncito desde el parque, pues tenía una piernecita más
corta que otra y además solía llevar un corsé de hierro rodeándosela. Algunas
cosas le costaba entenderlas a Henia y se las tenía que explicar mucho. Uno de
los libreros decía que podía ser disléxica, pero a Isaac le encantaba
explicárselo todo pues se sentía como el profesor de escuela superior que
estaba llamado a ser.
No recordaba exactamente el día
en que comenzó a ponerse el cielo gris en Varsovia y todo lo que era vida para Isaac
Ibrahim perdió su color. Siempre pensó que sus padres, sus abuelos y quienes le
rodeaban intentaron siempre mantenerle aparte de la desgracia que se cernía
sobre ellos; pero Isaac se dio cuenta de que algo no andaba bien cuando me entero
en el parque “Królewski” de que habían detenido a Miriam Dresner, una judía de
origen gitano que vestía con llamativos trajes y solía cantar coplas en el
parque por las que cobraba algunos “złotys” (moneda polaca aun en curso) para
ganarse la vida. El día en que se enteró de la desaparición de Miriam la gitana
fue a comunicárselo a Henia la amiga suya y de su hermana.
Henia vivía cerca de allí, en un
ático junto a la casa del rabino. Cuando llamó a la puerta la madre le dijo entre
lágrimas que Rebecca no estaba, que había sido premiada por el gobierno de
Varsovia con un tratamiento médico para curarle la piernecita. Le extraño mucho
que Rebecca no le dijera nada ni a su hermana ni a él, pero mucho más le
inquietó la cara de su madre y de la abuela Cecilia cuando se lo contó. Aquella
noche su hermana Rebecca estuvo llorando la ausencia de su amiga hasta que le
venció el cansancio y se durmió.
Ni si quiera él echó de menos la
campana del tranvía que dejó de sonar aquella noche. No sabía que era toque de
queda, pero padre le dijo que era algo así como la obligación de no salir de
noche. ¿Y a donde iban a ir de noche si no había Talit que entregar, el parque
“Królewski” estaba a oscuras y la librería Bleiweiss estaba cerrada? De todas
formas no durmió bien aquella noche. Le despertaron algunas sacudidas y pasos
apresurados por el pasillo de casa. La abuela Cecilia suponiendo que estaba
despierto le dio un vaso de leche caliente y volvió a dormirse, pero soñó con
terremotos, roturas de cristales y la caída de una gran torre al suelo.
Tres días después la inquietud se mascaba por
las calles del barrio judío de Varsovia. Su madre le había obligado a jurar
sobre el nombre del profeta Moisés que iría a casa directamente desde la
escuela del barrio; pero le pudo la devoción por los libros y corrió todo lo
que pudo hasta la calle de los libreros. Lo que vio le dejó sin habla. Toda
“Ulica Księgarz” estaba sembrada de páginas y libros desparramados por el
suelo. Los cristales de la librería de los dos ancianos estaban rotos y había
señal de fuego apagado en los bastidores de las ventanas de arriba. La verja de
la entrada estaba cerrada y con pintura blanca habían pintado la estrella de
David y la palabra “Żydzi zainwestował” (Judios Invertidos). No sabía qué
significado tenia aquello en la librería y casa de aquellos dos hombres amables,
pero sabía que fuera lo que fuera él no lo creería.
Cuando regresó a su casa, su
madre y su abuela estaban tan asustadas que incluso dejaron pasar la regañina
por la tardanza. Estaban cosiendo a máquina unos trozos de tela blanca que
había que llevar en el brazo y a los que le habían cosido la estrella de David.
Recordó en aquel momento a su padre Józef Bau en el pueblo, cuando los fines de
semana marcaba a fuego la pierna de los corderos para que supieran de la
pertenencia a su familia. Eso significaba aquellos brazaletes. Ellos sabían que
eran judíos y estaban orgullosos de ello, pero ¿qué necesidad había de que los
demás lo supieran? Que cada cual sea lo que quiera, pensó Isaac.
Después de aquello la desgracia
sucedió a otra desgracia más grande. Les obligaron a cargar con lo que pudieron
y a trasladarse a un barrio de Varsovia que no era conocido por él al que
llamaban “Gueto” y en el que vivieron en una casa con veinticinco personas
desconocidas y un solo cuarto de baño. Los alimentos escasearon hasta el punto
de alimentarse con sopa de las mondas de las patatas. La familia había tenido
que renunciar a los ingresos que tenían por el abandono de los telares y en el aquel
barrio todo costaba hasta quince veces más de su precio normal. Isaac llevo en
el bolsillo de su pantaloncito varios de los caramelos que le regalaban los
libreros y los comieron a trocitos entre los suyos.
Su padre administraba el poco dinero
del que la familia podía disponer allí y solía salir por aquel barrio atestado
de gente a buscar no sabía qué, pero por lo mucho que tardaba y las miradas de
su madre, Isaac suponía que los trapicheos de su padre incluían el robo de
algunos alimentos para la familia. Quizás fue eso lo que los mantuvo con vida
mucho tiempo más que a otras familias que morían como perros, y quizás fue eso también
lo que le pudo costar la vida a su padre de su alma.
Supo después que aquel día había
sido el día definitivo. Era martes por la mañana y un frío gélido atravesaba
las paredes de aquel piso en el que ya vivían la mitad de los que entraron el
día de la ocupación. La gente moría de hambre y de frío. La abuela Cecilia
estaba sacándole con agua helada y una minúscula pastilla de jabón cera de los
oídos.
Estaban en el lavadero de casa, donde otra mujer de una familia
desconocida lavaba un pobre trozo de tela que en su día pudo ser una falda. Entonces
sonó un disparo atronador en la calle y todos corrieron a asomarse a las
ventanas. Lo que vio lo dejó sin habla y la vida para Isaac se paró en seco. Su
padre yacía en el suelo y cuando vio una pareja de guardias alemanes que se alejaba
por la calle, supo que le habían disparado. Su abuela intento sostenerlo pero
bajó las escaleras y al punto estuvo en la calle donde pudo ver a su padre aun
con vida rodeado por la multitud que caminaba por la calle y que tan
acostumbrada estaba a aquellos asesinatos.
¡¡Papa, papa!! Solo pudo oír tres
palabras susurradas en la boca de su padre: -Isaac, se libre. Y murió.
Se aferro al cuerpo inerte de su
padre sabiendo que la vida le había abandonado y llegó a pensar si el ya
estaría en aquella tierra prometida donde quizás estaban ya el abuelo Ibrahim y
otros muchos. Su madre desde aquel día perdió el norte y la razón. Ella y su
padre habían sido el uno para el otro y ni siquiera sus dos hijos fueron motivo
de lucha para ella. La depositaron en el carro que pasaba todas las tardes y recogía
a las personas fallecidas para enterrarlos en alguna fosa común a las afueras
de Varsovia. Una familia tan feliz, tan alegre y numerosa; en aquellos momentos
se reducía a la abuela Cecilia, su hermana Rebecca y él como el hombre de la
casa.
En eso si tenía razón la abuela. Su
madre se fue de este mundo porque no tuvo sentido la vida sin su marido, pero
él dejó de ser un niño en día en que sostuvo a su padre muerto entre sus brazos
en los raíles del tranvía de aquella calle del Gueto de Varsovia donde los
habían hacinado para morir.
El día en que los sacaron del
Gueto, nadie creyó el argumento de los soldados alemanes de que les llevaban a un
lugar mejor en el que tendrían hogar y trabajo. Pero los llevaron a “Umschlagplazt”,
donde los obligaron a subir a un tren de vagones de ganado donde llegaron a
meter a casi ochenta personas hacinadas en aquella sauna insoportable a pesar
del frío exterior.
En aquella multitud ellos formaban un grupito que se mantenía
unido. Estaba la abuela Cecilia con su característico pañuelo en la cabeza para
protegerse del fría, también estaban Misha y Jacob dos de los hijos de una
familia que compartió con nosotros el piso en el Gueto, mi hermanita Rebecca sin
zapatos y yo. Yo llevaba siempre al cuello colgado un jarrito de zinc pues mi
padre decía que era algo necesario para mantenerse con salud y no utilizar
utensilios de personas enfermas. Así que la abuela y mi hermana usaban el
jarrito también.
Seis días duro el interminable
trayecto al lugar hacia el que se dirigía el tren. Seis días en que la poca
dignidad personal que teníamos se nos escapó por entre las manos, al ser
tratados peor que los animales. Al hedor insoportable, la falta de agua y la
dificultad para respirar, se sumaban los muertos que descansaban inertes ya en
las paredes del vagón. Cuando al
amanecer de no sabía qué día el tren ralentizo la marcha y se detuvo, nos
hicieron bajar casi tirándonos del vagón. Junto a aquella multitud que bajaba
de dos trenes paralelos estábamos nosotros cinco y yo con el jarrito al cuello.
Llevábamos pocas cosas pues la abuela Cecilia nos dijo desde primera hora que íbamos
a nuestra liberación final. Estábamos en un campo de trabajo y de no sabía que
más. Les hicieron caminar a una zona arbolada donde esperaron unas dos horas. Toda
la multitud que iba delante desaparecía en filas de hombres y mujeres por unas
escaleras subterráneas y nadie les vería salir por ningún lado.
Se aferro muy fuerte al brazo de
la abuela Cecilia y a la mano de su hermanita descalza, que con un dedo metido
en la nariz no dejaba de mirar aquellas cinco gigantescas chimeneas de los
edificios que tenían ante ellos, y que despedían un humo nauseabundo y dejaban
caer sobre ellos como unas pequeñas escamas grisáceas.
La liberación, pensó Isaac. En ese
momento lo supo. Sabía que iba a ser libre aunque el modo en que lo iba a
conseguir le heló la sangre. Lo supo el día en que perdió la infancia con su
padre -la persona a la que más quiso en el mundo- muerto entre sus brazos. Muy poco
a poco miró a la abuela Cecilia. La anciana se llevó un dedo a la boca pidiéndole
silencio, pero una lágrima descendía por su ajada mejilla.
Cuando el grupo pudo ponerse en
marcha y comenzaron a separarlos diciéndoles que solo se ducharían se abrazaron
fuertemente, ya desde la otra fila les lanzo un último beso al aire. Estaba decidido
y llegó a sentir tranquilidad. Pensó que quizás la tierra prometida por Moisés
pudiera ser más apacible que el modo en el que se había convertido su
existencia. Y pensó en el momento en el que su mundo se volvió gris. Pensó en la
gitana Miriam Dresner, en su maestra Helena Hirsh, en los libreros Efroin
Bleiweiss y Natan Brauer. Recordó a Henia Bernstein disminuida y amiga de su
hermana. Recordó al abuelo Ibrahim a su madre Anna Goldstein y su muy querido
padre Józef Bau, y a Rebecca y la abuela que se iban por otra escalera y tantos
otros y otras con sus vidas y sus historias, a los que les arrebatarían la vida
por una sin razón.
En su último pensamiento Isaac
pidió al Dios de sus padres para que aquello no volviera a suceder. Para que
ninguna vida sea eliminada, ni mancillada ni vejada. Todos eran hijos e hijas
de la tierra, y toda persona merecía un futuro sobre el que construir su vida
con ilusión y lucha. Fin.
Auswitch Birkenau
(Polonia) – 25 de Septiembre de 2015
Nota del autor: La asociación
entre imágenes, nombres y lugares no es real en algunos casos. Pero los nombres son reales
pertenecientes a judíos exterminados o supervivientes como la abuela Cecilia
Goldstein, Helena Hirsch o Josef Bau. Las calles nombradas y las imágenes son reales pertenecientes al holocausto y/o tomadas de
originales en mi viaje a Polonia en este Septiembre de 2015.
En Auswitch Birkenau, donde murieron
más de millón y medio de personas entre judíos, comunistas, gitanos,
homosexuales y enfermos y disminuidos; quise dejar esta rosa con un beso y un sentido
homenaje por todas estas vidas perdidas. También dejé escrito un grito: ¡¡NUNCA
MÁS!!
Florencio Salvador Díaz
Fernández.
Datos recientes del holocausto:
Auschwitz y el gueto de Varsovia
han simbolizado tanto el Holocausto que ha habido poco esfuerzo de memoria
colectiva sobre los miles de pequeños lugares donde el nazismo también llevó a
cabo sus planes de aniquilación humana. Los centros de exterminio en masa están
bien documentados, pero faltaba aplicar el microscopio. Eso es lo que está
haciendo el Holocausto Memorial Museum de Washington con su proyecto de
«Enciclopedia de Campos y Guetos».
El resultado, hasta la fecha, es
un mapa de 42.500 campos de concentración, guetos, factorías de trabajos
forzados y otros lugares de detención extendidos a lo largo de buena parte de
Europa, de Francia a Rusia. En total, entre 15 y 20 millones de personas
murieron o estuvieron internadas en esos centros, en su mayoría judíos, pero
también integrantes de los otros grupos perseguidos por el nazismo, como
gitanos y homosexuales, así como otra población de vastas zonas de Polonia,
países bálticos y la URSS.
«Las cifras son más altas de lo
que originalmente pensamos. Ya de antes sabíamos qué horrible era la vida en
los campos y guetos, pero los números son increíbles», asegura Hartmut
Berghoff, director del German Historical Institute de Washington, donde un foro
académico se hizo eco de las nuevas investigaciones, avanzadas por el «New York
Times».
Las cifras, fruto de aportaciones
de más de cien historiadores locales, rastreadas a partir de testimonios de
víctimas, hablan por sí solas: 30.000 campos de trabajo forzado (los «esclavos»
del nazismo), 1.150 guetos judíos, 980 campos de concentración, 500 burdeles de
prostitución obligada, y miles de centros para practicar la eutanasia sobre
personas dementes y mayores o forzar abortos.