RENUNCIA AL PODER
José
M. Castillo
Hace poco más de tres
años, el 11 de febrero de 2013, el papa Benedicto XVI presentó, inesperadamente
y de forma irrevocable, su renuncia al poder supremo en la Iglesia. Joseph Ratzinger comunicó su decisión, en un
consistorio rutinario, o sea en un acto público, para que la voluntad papal
quedara patente ante la Curia y el Estado de la Ciudad del Vaticano, ante la
Iglesia universal y ante el mundo entero. La determinación del papa, por tanto,
no tenía vuelta atrás.
¿Por qué Joseph Ratzinger
decidió renunciar al poder? Sencillamente porque aquel papa se dio cuenta de
dos cosas: 1ª) Porque vio que la Iglesia estaba profundamente herida por causa
de problemas de extrema gravedad; 2ª) Porque él se sintió incapaz de resolver
tales problemas. Como he recordado recientemente en este mismo blog, pocos días
antes de la renuncia papal, el 3 de febrero, un alto mandatario de la Iglesia
en Roma, me decía: “la Iglesia está tan dañada, que más bajo no puede caer”.
Era urgente ponerle remedio a la situación. Y el papa Benedicto XVI tuvo la
libertad y la humildad necesarias para asumir, ante el mundo entero, una
decisión así.
Y aquella decisión marcó
un antes y un después, un acontecimiento decisivo de inflexión, que abrió
horizontes de futuro y de esperanza, para la Iglesia y para el mundo. Con todas
las limitaciones, que se le quieran poner al papa Francisco, es evidente que el
papado ha emprendido un giro nuevo. Un giro que a mucha gente le ha devuelto la
esperanza. Una esperanza y un futuro que han nacido de una renuncia al poder.
Un tema capital y
decisivo ahora mismo en España. Este país está metido en un atolladero del que
no tenemos salida, si no hay personas y grupos políticos que tengan la libertad
y la humildad de renunciar a un poder, que podrían empeñarse en soportar y
mantener porque tienen derecho para hacerlo. Pero el derecho no puede prever
todas las situaciones posibles. El
derecho va siempre detrás de la historia. Primero, se nos presentan las
situaciones y los problemas. Después, se dictan las leyes que regulan los
derechos y los deberes de los ciudadanos.
Una situación, como la que estamos viviendo ahora mismo en España, no tiene salida si no hay hombres con
grandeza y humildad para renunciar a los derechos y poderes que les asisten.
Porque esta situación no estaba prevista en nuestra ordenamiento
constitucional. Por eso, a no ser que nos empeñemos en que “el Parlamento siga
siendo el peor enemigo de sí mismo” (M. Dogliani), no tenemos otra salida.
El día que Benedicto XVI
vio con claridad que la Iglesia no tenía otra solución que su propia renuncia,
renunció al poder, a todos sus poderes. Porque lo primero no era, ni es, el
papa. Es el pueblo creyente y el bien de la humanidad. Pues bien, ha llegado el
día en que nuestros gobernantes tienen que aprender de un obispo, de un papa,
la lección que más nos apremia a todos. Esto
no tiene otra salida que la grandeza y la humildad de quienes, por fin, toman
conciencia de que la situación en que vivimos no tiene la salida “ideal” de la
mejor situación que cada uno ve. Sino la situación que consiste en renunciar a
derechos y poderes que les asisten, pero que son derechos y poderes que nunca
pudieron prever el atasco en que estamos metidos .