José M.
Castillo
La religión no es Dios. La religión es un conjunto de
creencias y prácticas (ritos, observancias, rezos y ceremonias) que, según pensamos
los creyentes, nos llevan a Dios. Por eso hay tantas personas convencidas de
que, si su relación con la religión es correcta, su relación con Dios también
es correcta. Y aquí es donde está el peligro que entraña la religión.
Este peligro consiste en que la religión nos puede engañar.
Porque nos puede hacer pensar que estamos bien con Dios, si somos religiosos,
si somos observantes de las cosas que manda la religión, defendemos sus
intereses y promovemos su esplendor.
Esto es lo que explica – seguramente y entre otras cosas – por
qué hay tantas personas, países y culturas, que son tan religiosas como
corruptas. Es más, posiblemente no es ningún disparate afirmar que la
tranquilidad de conciencia, que proporciona la religión, es (o puede ser) un
factor que ayuda a que los corruptos cometan sus fechorías, pensando que ellos
son religiosos y que los buenos servicios que le hacen a la Iglesia, al clero
(o a la religión que sea), eso justifica sus conciencias. De forma que su fiel
observancia religiosa es lo que explica por qué pueden decir que ellos tienen
la “conciencia tranquila” y “las manos limpias”.
Por todo esto se comprende que los evangelios sean la
hiriente y dura historia de aquel hombre de pueblo, un galileo, Jesús de
Nazaret, que fue rechazado, condenado y asesinado por la religión. Porque puso
al descubierto lo engañados que vivían los hombres más religiosos de su tiempo.
No porque aquellos hombres fueran religiosos, sino porque su religiosidad les
permitía despreciar a todo el que no pensaba como ellos. Y condenar a todo el
que no hacía lo que hacían ellos.
Exactamente lo mismo que ocurre ahora con no pocos
profesionales de la religión. Y con los observantes fanáticos. Los que le dan
más importancia a “lo sagrado” que a “lo profano”. Hasta el extremo de pensar
que, si “lo sagrado” está bien protegido y bien costeado, “lo profano” es
asunto que corresponde a los poderes públicos, con los que hay que mantener
buena relación, con tal que nos respeten y nos costeen lo más digno que hay en
la vida: la seguridad y la dignidad de “lo sagrado”. De lo demás…, “se hará lo
que se pueda”. ¿No acabamos de ver el peligro que entraña todo esto?
Al decir todo esto, no es que yo desprecie a “lo sagrado”. Lo
que digo es que tan sagrado es un templo como el dolor de un enfermo, el hambre
de un pobre o la vergüenza humillante del que tiene que vivir “de la caridad”
de otros. Es más, si el Evangelio dice la verdad, el día del juicio final no
nos van a preguntar si fuimos a visitar los templos, sino si estuvimos cerca
del que sufre, ya sea por hambre, por estar enfermo, por ser extranjero o estar
en la cárcel (Mt 25, 37-40).