“Y este mar turbado
¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto al fiero viento airado, estando tú
encubierto? ¿Qué norte guiará la nave al puerto?
(I Vísperas de la
Ascensión)
Ya sabemos que como tal, el
acontecimiento de la ascensión del Señor es una interpretación más de la
experiencia del resucitado que tuvieron los discípulos de Cristo. La resurrección
en sí misma, la transfiguración y la ascensión, hacen un llamamiento concreto
sobre otras muchas apariciones de las que tiene Jesús tras su resurrección. Pero
dicho esto, no debemos olvidar que el acontecimiento en sí, por el que Jesús
subió a los cielos para ir con el Padre suyo y padre de todos; tiene una
historia propia y puede que incluso una teología.
Aun así, todo está sujeto a
la progresión de la mente, y por ello me expreso brevemente.
Partimos de la base de que la
existencia de Cristo es ontológica. ¿Qué quiere decir esto? Pues que Cristo coexistía
con el Padre en la “otra dimensión”, llamada por nosotros de manera romántica
como “los cielos”; algo que arrastramos como reminiscencia del judaísmo. “Porque
no he venido del cielo para hacer mi propia voluntad, sino para hacer la
voluntad de mi Padre, que me ha enviado” (Juan 6,38). O sea, podemos entender a
grandes rasgos que Jesús es un favor enorme que nos hace Dios a los hombres y
mujeres del mundo.
Un ser excepcional que se encarna en el ser humano como
revelación de Dios, y que una vez realizada la tarea vuelve al lugar desde el
que vino.
En cierto modo, si a esto le
concedemos verosimilitud si admitimos la bajada de Jesús, evidentemente debemos
considerar la subida; en cuanto a que el proceso es el mismo aunque en distinto
sentido. Señalo que salvo Jesús, nadie (sujeto) ha coexistido con el Padre para
luego volver a Él o quedarse con nosotros. Al contrario, la Sagrada Biblia si nos
enseña que solo dos personas mortales tuvieron la dicha de ser arrebatadas de
este mundo para subir al Padre a los cielos, Henoc (Génesis 5,24) y Elías
(2Reyes 2,11) en el portentoso carro de fuego. Y desde luego fueron merecedores
de tal dicha, por sus méritos ante los ojos de Dios.
Indudablemente todo esto está
sujeto a la interpretación bíblica con todo lo que conlleva, pero desde le
perspectiva del Reino de Dios, cuyo camino nos muestra Jesús; creo que todo
puede dilucidarse desde un plano muy distinto, pero absolutamente sencillo. Me explico.
Estoy convencido de que la persona cristiana como tal, está -o puede estar- sujeta
a la propia evolución de su vivencia cristiana. No diré solo de la fe, sino de
la propia vivencia que implica el imbuir de todo lo que uno es o cree, a su
propia existencia y en su totalidad.
Hay cristianos solo de
nomenclatura pura y dura. Hay cristianos que se quedaron estancados y viven una
fe cómoda habituada solo a ciertas prácticas con las que reducen su creencia en
Dios. Hay quienes viven y hacen en la vida mucho más que los propios
cristianos, y hay quienes están en plena evolución o evolucionaron en su
momento por determinadas circunstancias. Un caso claro de esta evolución,
entiendo yo que es el episodio de los discípulos de Emaús (Lucas 24,13-25). Dos
personas que han sido iniciadas en la fe, que han vivido con el maestro el
desarrollo de la enseñanza, la puesta en práctica, han comido y bebido con Él.
Pero no superan el drama de la cruz, no saben cómo hacerlo bien por el estado
de shock o por el miedo. Cuando caminan hacia Emaús solos, su situación es de
estancamiento. Pero por si mismos consiguen rememorar al maestro, su cara, su
enseñanza y recuerdan todo lo que el les comentó de vida más allá de la muerte,
de esperanza, de mesianismo, de un Reino de Dios cuya base es el compartir el
alimento en nombre de Jesucristo. Y esta ultima situación a la cual llegan por
causa de sus propias conclusiones, es la que les lleva a la evolución de su fe,
a la progresión de sus ideales; a que les merezca la pena darlo todo por aquel
que por amor se nos dio.
Entiendo que cuando se llega a
esa plenitud de llenado total de Dios, a esa vivencia tan tremenda de la “experiencia
del resucitado”; quizás la manera más oportuna sea la de glorificar, la de
ensalzar y enaltecer. Desde mi punto de vista, este es el origen un poco
desvirtuado de la Ascensión del Señor. No debemos entender a Cristo como un ser
antinatural que traspasa con su cuerpo físico las barreras del tiempo. Él, ante
todo es esencia y hálito de vida, que nos revitaliza anima y enciende para que
podamos ser sus testigos.
Ojalá progresemos en la fe, sí,
el mundo lo necesita. ¿Cómo que no es posible un cambio? Ahí está el papa
haciendo del pontificado algo con lo que muchos ni siquiera se nos ocurrió
soñar, una institución que él ha llevado a la gente sencilla y corriente con un
magisterio desmenuzado a golpe de misa diaria en Santa Marta y hablando de
Jesús como se habla a los amigos, DANDO TESTIMONIO.
El cristianismo y el catolicismo
por ende, necesita progresar y evolucionar. Es cierto que Jesús de Nazaret no dio
respuestas explicitas a problemas del siglo XXI, pero nos mostró el camino del
abrazo, el servicio, la acogida fraterna y la aceptación de todos y por todo. Nuevos
modelos de familia, el reto de la mujer, muerte asistida, sexo, juventud,
sacerdocio femenino, laicos ministros de la palabra, divorciados…etc. Son cosas
que no deben dirimirse con un NO de entrada. Porque si lo hacemos, haremos gala
de cristianismo estancado, y Jesús nos coge de la mano y nos ayuda a subir
continuamente a su barca, aun a pesar de los posibles naufragios.
Acabo. Me encanta el pensar en la
Ascensión gloriosa de Jesús, sí. Pero aun me gusta más el saberlo glorificado y
ensalzado por las obras de mis manos. De tus manos, si es que crees en él. Y si
no crees pues también tienes un abanico enorme de posibilidades de construir un
mundo más justo, humano y fraterno. Un mundo en que la persona sea de vital
importancia, cada una de ella sin importar el número de sus dividendos. Dios
nos hizo por amor, y a cada cual si amamos, EL AMOR NOS GLORIFICARÁ JUNTO A
DIOS.
Fraternalmente, Floren.