Le vio venir por la calle y sus miradas se cruzaron. Fue un
instante. Pero suficiente como para saber que su alma, no necesitaba de aquel
encuentro que le heriría. Pero la vida es tan maravillosa y fatal a su vez.
Durante
las fracciones de segundo en las que duró aquella experiencia, instintivamente
extendió el brazo hacia la persona que venía en su busca aunque en una trayectoria
distinta. Fue un riesgo considerable el que asumió. Pero aquella persona tan
distinta, también extendió su brazo y sus dedos se tocaron con la yema
frugalmente mientras se cruzaban.
Sus ojos eran de un azul intenso como un mar
embravecido que no se quiere calmar. Apasionado, arrollador, desatado… pero
ajeno. Su mundo se desestabilizó y una grieta enorme se abrió por en medio de
su ordenada y solitaria existencia. Se detuvo en silencio. Miró hacia atrás. Hacia
aquella persona que se alejaba sin volver la mirada y con los bucles de su pelo
ondeando al viento.
Quizás era una persona sin rumbo, pero al menos tenía la
certeza de que los planes de ambos no coincidían. Detenido entre aquella vorágine
de peatones que poblaban la acera cada cual hacia su estresante destino,
recordó la obertura de la obra musical “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky,
interpretada por la orquesta sinfónica de Radio Hamburgo; y aquel espectacular
salto del cisne que se interpretaba en la danza de la misma pieza.
Pensó en si
su vida hubiera sido distinta si se hubiera atrevido a dar saltos como el del
cisne. Saltos decididos, sin premeditación, saltos que hubieran podido salir
bien o mal. ¿Escribimos nuestro destino o nos lo escriben? Decidió seguir
caminando como solía hacerlo con un destino establecido.
Intentaría estar expectante
a cada mirada, a cada sonrisa, a cada caricia si la hubiera; pero con la
certeza de que sus pasos continuarían perdiéndose en la corriente de la vida
sin una relevancia determinada.
Pero viviría en plenitud. ¡Vaya si lo haría!
Y
sabiendo quien era, que no es poca cosa.