CARTUJO CON LICENCIA PROPIA

martes, 19 de agosto de 2014

LA VUELTA A CASA

La vuelta a casa 

Al cerrar la puerta del taxi, supo que tenia que hacer frente a su propio destino. Se lo estuvo diciendo así misma durante todo el vuelo, “tienes que ser fuerte”. Pero la realidad era otra, era una sensiblera y no podía engañarse así misma. 

Desde hacia días estaba temiendo cada paso que daba, pues le alejaba de su anterior vida y la arrastraba a un destino en el que se sentía insegura y desubicada. Desde el hotel de la ciudad hasta el bufete de abogados habría circulado unos dos kilómetros por aquellas avenidas atestadas de gente y tráfico. Del bufete de abogados hasta el aeropuerto calculaba que serian unos diez, pues se encaminaba a la zona radial de la ciudad. Y cuando aquel enorme avión la engullo, volvió a calcular que serian unos dos mil kilómetros los que distaban de ese preciso momento al que ahora se enfrentaba. Una isla, que por bonita y turística que fuera era una reclusión para ella. Una casa veraniega, en el que vivir su propio y solitario arresto domiciliario; y un inmenso mar todo para ella en el que ahogar las lágrimas y enviarle suspiros. Con determinación abrió la verja desvencijada, luego la puerta del recibidor no sin antes arañarse un poco la cara con un tallo del indomable rosal trepador del porche; y entro en el ánima de la casa. La sensación era extraña. La recibía una casa familiar sin familia. Una casa en la cual todo fueron risas y en la cual no había quien sonriera. Una casa cómoda, veraniega y afable, pero llena de polvo y de recuerdos de aquella vida que vivió. Dejó la maleta junto a la escalera y se encamino a la terraza pasando por el gran comedor. ¡Desolación! El jarrón que dos meses antes ella dejara colocado junto a la chimenea con aquellas margaritas frescas y coloridas presentaba unos tallos encogidos y marchitos. Hasta aquello le esperaba. Hubiera preferido el dinero del divorcio en metálico, en lugar de quedarse con aquella casa en la cual se sentía insegura y sin futuro. Cuando abrió la puerta que daba a la terraza se encontró con su mar. Sí, aquella porción de mar le pertenecía. En sus playas paso su infancia, su padre le aficionó a la vela en aquel contorno. Sus paseos preferidos hacia los acantilados de la zona noroeste con su buena lectura eran la delicia de sus veranos en la isla. Y ahora, pues allí estaba ella. Tenia que hacer frente a lo que cada persona de enfrenta cuando deja una parte de su vida en el camino. Tenia que seguir viviendo. Le gustaría que su vida no se hubiera paralizado desde los terribles acontecimientos de hace seis meses. Le gustaría no tener más preocupación que una vida sencilla y una buena dedicación, como aquella persona a la cual divisaba a lo lejos en la playa, y que se afanaba en lo que parecía lijar una vieja barca de pesca. Se acordó de su madre y sintió remordimiento por el estado de la casa. Era enorme pero se propuso comenzar la limpieza de inmediato y poco a poco. Comenzó por llevar las maletas arriba, y al bajar vio en la mesita blanca del recibidor las llaves del buzón y del trastero de casa. Salió a la calle y abrió el buzón que estaba atestado de correspondencia dirigida a Alejandro, ya se las enviaría a su abogado o las quemaría en el patio. Había mil ofertas de supermercados del pueblo y tres ejemplares de la insufrible “Atalaya” de los testigos de Jehova. Dos cartas de Endesa y una carta dirigida a ella con letra manuscrita y que le llamó la atención. Estaba en la cocina cuando se ayudó de un cuchillo de punta redonda para abrir la carta dirigida a ella de una manera limpia. Se quedó perpleja al reconocer la letra.
                “Querida Helen. ¿Qué tal estás? Me quedé de piedra cuando me enteré de lo tuyo. Mi madre me lo dijo hace unos meses, pero no quise llamarte pues suponía que no tenías ganas de nada. La verdad es que fue impensable que tu matrimonio se fuera al garete después de dos años de casados. Erais la pareja ideal, pero… supongo que serán las cosas del destino. Por mi parte solo puedo decirte que lo siento. Te escribo a casa pues nos enteramos que te quedaste con ella. Y te confieso que te escribo para decirte que casi me alegro de tu vuelta y tu regreso a estos parajes. Se que siempre fui invisible para ti Helen. Siento si te ofendo, pero debes saber que sufrí lo mío sabiendo que te alejabas de mí para siempre hipnotizada por el glamour de Alejandro. ¿No supiste ver como yo te miraba Helen? ¿No te diste cuenta de que eras la chica de mi vida? Mi madre siempre me dijo que debía de habértelo dicho, pero la relación que teníamos era tan de hermanos de carne y hueso, que creo que se nos pasó por alto alguna que otra cuestión. En cualquier caso solo quiero volver a ofrecerte mi amistad. No estamos en edad de volver a la playa a jugar a castillos de arena, pero sabes que me encantaría hacerte un hueco en mi vida poco a poco. Sin presiones ni metas concretas. Pero quiero que te sientas en casa, que te vengas al pueblo de cuando en cuando, y que sonrías de la manera tan maravillosa que lo haces. Yo estaré allí, esperándote. Tengo en la playa frente a tu casa una vieja barca de pesca que arreglar y nada más que quitarle la pintura y lijarla me llevará varias varios días. No quiero perderme tu llegada, pero te respetaré si no deseas saber nada de mí.
                Siempre tuyo, Andrew.” 


El estremecimiento que sintió Helen le atravesó todo el cuerpo. ¡Andrew! Solo aquel nombre significaba tantas y tantas cosas. Pero lo vivido hasta ahora le había obnubilado el pensamiento hasta olvidar que en aquella otra vida que había vivido, aun había brasas que parecían estar candentes y podían recuperarse aunque fueran en forma de una bonita amistad. Y Andrew estaba allí, era el que lijaba la barca. Incluso le quiso parecer que aquella lejana persona le miró al advertir su presencia en la terraza. Salio corriendo a la terraza y divisó de nuevo a aquella persona que lijaba con fuerza. Miró fijamente esperando que la telepatía hiciera mirar al otro. Aquel chico de la playa se levanto poco a poco y miró hacia la casa. Se quedó inmobil. Helen pensó en ese instante en lo mucho que Andrew significó para ella en su vida y creyó que merecía darse una oportunidad así misma. El estaba esperando la aceptación o el rechazo. Instintivamente Helen levanto tímidamente un brazo a modo de saludo y el chico respondió. Cuando este comenzó a caminar hacia la casa poco a poco, a Helen no le cupo la menor duda de que era Andrew, por su curiosa y timida forma de andar. Ella fue a la verja de la terraza y bajo las escaleras que conducían a la playa, piso la arena con los zapatos pero se los quitó para sentir los latidos de la tierra y sentir su energía, lo necesitaba. Se decidió a caminar igualmente en dirección al chico. Poco a poco se acortaba la distancia y Helen advertía los bellos y sinceros rasgos del rostro de su amigo. Era Andrew, el chico de la sinceridad personificada. Un chico sin más aspiraciones que la vida sencilla y pacifica. Sin tener nada propio, excepto su barca de pesca con la que ganaba el sustento. Se recordó así misma diciendo a su madre en la ciudad que se daría una nueva oportunidad y reharía su vida. Cuando Andrew estaba cerca de ella se pararon el uno ante el otro. La leve brisa del atardecer casi cesó y unos rallos de la puesta de sol deslumbraban a Helen. ¿Porque no?, se pregunto así misma. Solo tuvo que decir Andrew, y este se encamino hacia ella y se fundieron en un cálido abrazo. Las lágrimas surcaron el rostro de Helen y lloró por todo. Lloró por sus perdidos años de relación, por el conflicto familiar. Lloró por haber descargado su malestar en quienes más quería. Lloró por estar enfadada con ella misma, y lloró por no quererse dar otra oportunidad. Al sentir junto a ella los latidos del corazón de Andrew, supo que se sentía segura y a gusto. Supo que tenia alguien en quien refugiarse. Supo que estaba en el buen camino, que se estaba reconciliando consigo misma… y supo que había vuelto a casa.