La vuelta a casa
Al cerrar la puerta del taxi, supo
que tenia que hacer frente a su propio destino. Se lo estuvo diciendo así misma
durante todo el vuelo, “tienes que ser fuerte”. Pero la realidad era otra, era
una sensiblera y no podía engañarse así misma.
Desde hacia días estaba temiendo
cada paso que daba, pues le alejaba de su anterior vida y la arrastraba a un
destino en el que se sentía insegura y desubicada. Desde el hotel de la ciudad
hasta el bufete de abogados habría circulado unos dos kilómetros por aquellas
avenidas atestadas de gente y tráfico. Del bufete de abogados hasta el
aeropuerto calculaba que serian unos diez, pues se encaminaba a la zona radial
de la ciudad. Y cuando aquel enorme avión la engullo, volvió a calcular que
serian unos dos mil kilómetros los que distaban de ese preciso momento al que
ahora se enfrentaba. Una isla, que por bonita y turística que fuera era una
reclusión para ella. Una casa veraniega, en el que vivir su propio y solitario
arresto domiciliario; y un inmenso mar todo para ella en el que ahogar las
lágrimas y enviarle suspiros. Con determinación abrió la verja desvencijada,
luego la puerta del recibidor no sin antes arañarse un poco la cara con un
tallo del indomable rosal trepador del porche; y entro en el ánima de la casa.
La sensación era extraña. La recibía una casa familiar sin familia. Una casa en
la cual todo fueron risas y en la cual no había quien sonriera. Una casa
cómoda, veraniega y afable, pero llena de polvo y de recuerdos de aquella vida
que vivió. Dejó la maleta junto a la escalera y se encamino a la terraza
pasando por el gran comedor. ¡Desolación! El jarrón que dos meses antes ella
dejara colocado junto a la chimenea con aquellas margaritas frescas y coloridas
presentaba unos tallos encogidos y marchitos. Hasta aquello le esperaba.
Hubiera preferido el dinero del divorcio en metálico, en lugar de quedarse con
aquella casa en la cual se sentía insegura y sin futuro. Cuando abrió la puerta
que daba a la terraza se encontró con su mar. Sí, aquella porción de mar le
pertenecía. En sus playas paso su infancia, su padre le aficionó a la vela en
aquel contorno. Sus paseos preferidos hacia los acantilados de la zona noroeste
con su buena lectura eran la delicia de sus veranos en la isla. Y ahora, pues
allí estaba ella. Tenia que hacer frente a lo que cada persona de enfrenta
cuando deja una parte de su vida en el camino. Tenia que seguir viviendo. Le
gustaría que su vida no se hubiera paralizado desde los terribles
acontecimientos de hace seis meses. Le gustaría no tener más preocupación que
una vida sencilla y una buena dedicación, como aquella persona a la cual
divisaba a lo lejos en la playa, y que se afanaba en lo que parecía lijar una
vieja barca de pesca. Se acordó de su madre y sintió remordimiento por el
estado de la casa. Era enorme pero se propuso comenzar la limpieza de inmediato
y poco a poco. Comenzó por llevar las maletas arriba, y al bajar vio en la
mesita blanca del recibidor las llaves del buzón y del trastero de casa. Salió a
la calle y abrió el buzón que estaba atestado de correspondencia dirigida a
Alejandro, ya se las enviaría a su abogado o las quemaría en el patio. Había
mil ofertas de supermercados del pueblo y tres ejemplares de la insufrible
“Atalaya” de los testigos de Jehova. Dos cartas de Endesa y una carta dirigida
a ella con letra manuscrita y que le llamó la atención. Estaba en la cocina
cuando se ayudó de un cuchillo de punta redonda para abrir la carta dirigida a
ella de una manera limpia. Se quedó perpleja al reconocer la letra.
“Querida Helen. ¿Qué tal estás? Me quedé de
piedra cuando me enteré de lo tuyo. Mi madre me lo dijo hace unos meses, pero
no quise llamarte pues suponía que no tenías ganas de nada. La verdad es que
fue impensable que tu matrimonio se fuera al garete después de dos años de
casados. Erais la pareja ideal, pero… supongo que serán las cosas del destino.
Por mi parte solo puedo decirte que lo siento. Te escribo a casa pues nos
enteramos que te quedaste con ella. Y te confieso que te escribo para decirte
que casi me alegro de tu vuelta y tu regreso a estos parajes. Se que siempre
fui invisible para ti Helen. Siento si te ofendo, pero debes saber que sufrí lo
mío sabiendo que te alejabas de mí para siempre hipnotizada por el glamour de
Alejandro. ¿No supiste ver como yo te miraba Helen? ¿No te diste cuenta de que
eras la chica de mi vida? Mi madre siempre me dijo que debía de habértelo
dicho, pero la relación que teníamos era tan de hermanos de carne y hueso, que
creo que se nos pasó por alto alguna que otra cuestión. En cualquier caso solo
quiero volver a ofrecerte mi amistad. No estamos en edad de volver a la playa a
jugar a castillos de arena, pero sabes que me encantaría hacerte un hueco en mi
vida poco a poco. Sin presiones ni metas concretas. Pero quiero que te sientas
en casa, que te vengas al pueblo de cuando en cuando, y que sonrías de la
manera tan maravillosa que lo haces. Yo estaré allí, esperándote. Tengo en la
playa frente a tu casa una vieja barca de pesca que arreglar y nada más que
quitarle la pintura y lijarla me llevará varias varios días. No quiero perderme
tu llegada, pero te respetaré si no deseas saber nada de mí.
Siempre tuyo,
Andrew.”
El
estremecimiento que sintió Helen le atravesó todo el cuerpo. ¡Andrew! Solo
aquel nombre significaba tantas y tantas cosas. Pero lo vivido hasta ahora le
había obnubilado el pensamiento hasta olvidar que en aquella otra vida que
había vivido, aun había brasas que parecían estar candentes y podían
recuperarse aunque fueran en forma de una bonita amistad. Y Andrew estaba allí,
era el que lijaba la barca. Incluso le quiso parecer que aquella lejana persona
le miró al advertir su presencia en la terraza. Salio corriendo a la terraza y
divisó de nuevo a aquella persona que lijaba con fuerza. Miró fijamente
esperando que la telepatía hiciera mirar al otro. Aquel chico de la playa se
levanto poco a poco y miró hacia la casa. Se quedó inmobil. Helen pensó en ese
instante en lo mucho que Andrew significó para ella en su vida y creyó que
merecía darse una oportunidad así misma. El estaba esperando la aceptación o el
rechazo. Instintivamente Helen levanto tímidamente un brazo a modo de saludo y
el chico respondió. Cuando este comenzó a caminar hacia la casa poco a poco, a
Helen no le cupo la menor duda de que era Andrew, por su curiosa y timida forma
de andar. Ella fue a la verja de la terraza y bajo las escaleras que conducían
a la playa, piso la arena con los zapatos pero se los quitó para sentir los
latidos de la tierra y sentir su energía, lo necesitaba. Se decidió a caminar
igualmente en dirección al chico. Poco a poco se acortaba la distancia y Helen
advertía los bellos y sinceros rasgos del rostro de su amigo. Era Andrew, el
chico de la sinceridad personificada. Un chico sin más aspiraciones que la vida
sencilla y pacifica. Sin tener nada propio, excepto su barca de pesca con la
que ganaba el sustento. Se recordó así misma diciendo a su madre en la ciudad
que se daría una nueva oportunidad y reharía su vida. Cuando Andrew estaba
cerca de ella se pararon el uno ante el otro. La leve brisa del atardecer casi
cesó y unos rallos de la puesta de sol deslumbraban a Helen. ¿Porque no?, se
pregunto así misma. Solo tuvo que decir Andrew, y este se encamino hacia ella y
se fundieron en un cálido abrazo. Las lágrimas surcaron el rostro de Helen y
lloró por todo. Lloró por sus perdidos años de relación, por el conflicto
familiar. Lloró por haber descargado su malestar en quienes más quería. Lloró
por estar enfadada con ella misma, y lloró por no quererse dar otra oportunidad.
Al sentir junto a ella los latidos del corazón de Andrew, supo que se sentía
segura y a gusto. Supo que tenia alguien en quien refugiarse. Supo que estaba
en el buen camino, que se estaba reconciliando consigo misma… y supo que había
vuelto a casa.