CARTUJO CON LICENCIA PROPIA

viernes, 25 de diciembre de 2015

UN REGALO DE REYES INESPERADO - CUENTO DE NAVIDAD

Respiro profundamente, como si le costara, y tras atarse el cordón de la bota se levantó con el peso que llevaba a la espalda. Miro el sendero con la desconfianza del que sabe que ese y no otro es su destino; y así volvió a caminar. Un páramo se extendía ante él, sorteado por lo que parecía un gran arroyo o un pequeño río, el caso es que siguió caminando. Sus pensamientos estaban esta mañana un poco más sosegados, puede que por causa del caminar durante catorce días consecutivos sin tregua alguna. 

Durante los pasados días o la mayor parte de ellos, lo que Alejandro hizo fue culparse así mismo por su situación particular y por el ambiente enrarecido que había creado en torno suyo. Hoy estaba mejor, aunque su mente le seguía jugando malas pasadas al llevarle al origen del problema. 
Que por cierto, Cecilia –su amiga del alma- le advirtió que lo que él llamaba malas pasadas de la mente, sería en definitiva lo que le ayudaría a reconocer su realidad y ponerle remedio, si es que eso era lo que deseaba. Por eso mismo Cecilia y su pareja Izaskun, le insistieron tanto a Alejandro para que hiciera el camino de Santiago; pues le vieron semanas atrás bastante superado por las circunstancias de su vida. 
Ellas le conocían muy bien pues Alejandro y Cecilia eran amigos desde E.G.B., o lo que hoy día es primaria. El caso es que aquella amistad para Alejandro se tornó devoción hacia “su Cecilia”, como cariñosamente le llamaba. Hasta que llegados a los diecisiete años él le pidió a su amiga ir en serio. Nunca fue correspondido por ella y entonces no supo el porqué; aunque nunca se lo tuvo en cuenta. Se distanciaron mucho una vez que se fueron a la universidad. Alejandro estudió en Zaragoza mientras que Cecilia se quedó en Teruel. Y no fue hasta quince años después, cuando se encontraron en Teruel en un bar que frecuentaban juntos en la adolescencia. 
Alejandro de pronto entendió muchas cosas, pues vio a su amiga felizmente emparejada con una chica vasca llamada Izaskun y entendió que ambas habían encontrado el amor. Desde ese feliz encuentro tras muchos años, Alejandro retomó la amistad con las dos chicas y de esa manera fue como llegaron a convertirse en su paño de lágrimas. ¿Cuántas veces se preguntó Alejandro, porqué su vida de pareja no podía ser tan perfecta y maravillosa como la de Cecilia e Izaskun? Caprichos de la vida que a cada cual da y quita, decía Carmela su abuela materna. 
Lo cierto y verdadero es que aquella locura de caminar hasta Santiago, creía que estaba empezando a darle resultado. Alejandro Láranzo Rodríguez era natural de Teruel. De padre aragonés y madre murciana, era el primogénito de la familia y gerente y primer heredero del “Grupo Láranzo”; un enorme compendio de empresas que tocaban desde la hostelería, editoriales y hasta software y empresas de informática. Pero era un hombre roto. Desde que se hizo cargo del negocio familiar y aun estando asistido por un centenar de asesores, era un hombre agotado y desencajado en la sociedad en la que vivía. Sus treinta y seis años representaban cincuenta y dos en la actualidad. 
Estaba descuidado, cabizbajo. Y a todo esto le sumaba la desastrosa situación de su matrimonio y la complicada situación a la que estaba llevando el timón del grupo empresarial por su precario estado de ánimo. Muchos pensaron que su boda con Bárbara podría ser un buen motivo para retomar una nueva vida, pero ni los primeros años de matrimonio ni la llegada de su hija Lucía, lograron devolver a Alejandro la alegría por vivir. Él se había convertido en un autómata, una persona que solo vivía para el negocio y todo lo que esto conllevaba. Siempre fue dirigido por su padre en las cuestiones financieras, y Víctor el pequeño de sus hermanos era el que dirigía el marketing de las empresas. Lo que acabó de volver su mundo de color negro fue la muerte de su padre, precisamente un día de difuntos. ¡Menuda coincidencia! 
Por ello, la única luz en la vida de Alejandro era su hija Lucía. Era una niña encantadora, de una belleza sin igual, pero nunca encontraba tiempo para ella, aun a pesar de que el sabia que lo quería con locura. Con su esposa Bárbara se casó por amor, pero no habían pasado seis meses de la boda y los ecos de la revista “Hola”, cuando el perdió la chispa que debe de iluminar la vida de pareja. Cecilia le insistía mucho en que moderara su sentido de la culpabilidad. “Culpabilidad no, Alejandro. Mejor responsabilidad”, le decía ella. Y no le faltaba razón. Ahora, caminando por aquel sendero que serpenteaba junto al arroyo, volvió a preguntarse cosas de peso. Para poder estar en cierto modo aislado, se compro un móvil nuevo para no tener que soportar las llamadas de la empresa; y se avergonzaba de no haber tenido valor para llamar a su mujer y decirle simplemente: -Bárbara, lo siento. 
Se comunicaba brevemente con ella por medio de wassaps, y desde que comenzara a caminar hacía dos semanas, no sabía nada de negocios ni empresas ni maquetaciones, ni nada por el estilo. Ahora su mundo era el silencio, y un hombre llamado Alejandro que se enfrentaba a sus silencios para responderse así mismo del porqué de aquel resultado de su vida que arrastraba como el caracol arrastra su coraza. El poderoso ejecutivo caminaba por tierras logroñesas con unas botas gastadas y una mochila donde solo tenía una muda de ropa. La necesidad del camino le llevo a hacer cosas que nunca pensó hacer. 
Comenzó a socializarse con las personas, sin buscar en ellas un rédito financiero ni buscar un negocio. Experimentó la cercanía de la gente que saludan al peregrino por los caminos y le dan los buenos días de manera afable. Sintió la ternura hasta las lágrimas, cuando una señora responsable del albergue de un pueblito de Calahorra le curó una enorme rozadura en un pié y le vendó sus heridas. Hizo amistad con unas chicas catalanas que caminaban a Santiago por motivo de un agradecimiento; y comprendió que cuando una persona está cansada y merece el descanso, un jergón limpio puede valer más que un hotel de cinco estrellas. 
En el decimocuarto día de andadura, Alejandro comenzó a entender que estaba viviendo una vida robotizada, impersonal. Y lo que más le agradaba era el hecho de ser consciente de que cada paso que daba le alejaba de esa realidad insensible y le hacía más persona y más auténtico. No podía reprimir el impulso de a cada rato abrir el móvil y ver la foto de su mujer y su hija Lucía. Cada vez que lo hacía se le llenaban los ojos de lágrimas, pues era tanto lo que las quería y las consideraba tan lejos, que no sabía cómo acercarse a ellas. 
En su matrimonio dejó de haber caricias y ternura. Mucho respeto y fidelidad, sí; pero la ternura que alimenta el alma y engrandece el corazón era algo desconocido para él. Desconocido hasta que comenzó a caminar y comenzó a sentir necesidad de abrazar de sentir y de preocuparse por los demás. Cada tarde más o menos antes de terminar la jornada, su amiga Cecilia le pedía que le hiciera por wassaps un resumen de la jornada y sus sensaciones. Y desde el lejano Teruel, Cecilia e Izaskun fueron siendo conscientes de que el experimento de convertir en peregrino al poderoso ejecutivo de Teruel estaba dando resultado. 
A eso de las cuatro y media de la tarde llegó al pueblo donde acababa su jornada de veintiséis kilómetros. Estaba rendido y hambriento pues no encontró ningún establecimiento en la segunda mitad de la jornada. Tembladura era un pequeño pueblo de La Rioja Alavesa, de no más de dos mil habitantes. Eso sí, precioso. Nada más entrar por una calle amplia pasó por un quiosco de prensa, y le llamó la atención la sonrisa que el kiosquero le prodigó. ¡Vamos, como si le conociera! Esas sonrisas entre la gente era una de las cosas bonitas que había aprendido a tener en cuenta y cultivar. 
Pregunto a una señora que limpiaba la puerta de casa, donde estaba el albergue de peregrinos. Así que siguiendo las indicaciones de la vecina se encaminó hacia una casa vecina del ayuntamiento. Cuando llegó al albergue de caminantes se dirigió directamente al dormitorio donde había cuatro camas libres, las tres restantes estaban ya ocupadas. 
Antes de que pudiera dejar la mochila en la cama se presentó la hospedera y le pregunto su nombre. -Alejandro, le dijo. Alejandro Láranzo Rodríguez. La hospedera abrió los ojos sorprendida y le dijo que las cuatro camas estaban reservadas para un pequeño grupo de peregrinos que venían de camino. Alejandro protesto a la señora pues jamás se reservan sitios en los albergues, pero la gobernanta de la casa insistió y ante la perspectiva de una discusión que no le llevaría a nada se dio por vencido y salió del albergue con la mochila al hombro, en busca del único hostal que había en Tembladura. 
El hostal era una bella casona adaptada para el uso de huéspedes. Tras el mostrador había una enjuta señora que se presentó como Gertrudis, dueña de la casa. La señora le dio una llave de habitación individual y cogió el libro de registros para tomarle nota. Cuando le dijo su nombre a la señora, esta le cambió la llave pues dijo recordar que esa habitación, la 203 estaba pendiente de reformas por la rotura del wáter. Le entregó la llave de la habitación 114, en el ala izquierda de la casa y –según la hospedera- más amplia y confortable. Alejandro cogió la llave de la 114 y se dispuso a subir cansinamente las escaleras. 
No recordaba haber tenido en dos semanas una llegada tan accidentada a un pueblo. Cuando llegó a la puerta metió torpemente la llave en la cerradura pues el pasillo estaba mal iluminado. Se quedó sorprendido al escuchar un arrastrar de sillas dentro de la habitación. –Mira que si hay gente dentro y la “Gertru” se ha confundido, dijo en voz alta. Aun así giró la llave y abrió la puerta. 
Lo que se encontró dentro de la habitación lo dejó sin palabras, paralizado. De pie, junto al pequeño escritorio que había cerca de la amplia ventana, estaba su mujer Bárbara y su hija Lucía. En encuentro lo dejó bloqueado y sin ser capaz de poner en marcha su mente perspicaz. Pero ahí estaban ellas, a más de doscientos kilómetros de casa y en aquella habitación de hotel. 
Como en un suspiro, le vinieron a la mente las muchas ocasiones en las que consideró que había desperdiciado años de su vida sin echar cuenta de aquellas dos mujeres que lo eran todo para él. Bárbara, mujer poderosa buena compañera y comprensiva y mejor madre. Y su Lucía, que decir de ella si moría por su sonrisa.  Instintivamente se deshizo rápidamente de la mochila y se acercó poco a poco a ellas. Quizás fueran seis metros lo que tenía que andar para ir a su encuentro. Sin embargo había tenido que hacer más de doscientos desde Teruel, para vivir y caminar y saber apreciar las cosas que verdaderamente merecen la pena. 
A cada paso que daba, Alejandro notaba que las lágrimas se abrían paso por sus mejillas. Se abandonó en un abrazo que casi le hizo caer al suelo si Bárbara no lo llega a sostener. Pero acabaron ahí, en el suelo, unidos en un mismo ser, en un mismo sentir. El hundir la cabeza en la cabellera pelirroja de su esposa, el característico olor a limpio que tenía la ropita de su hija Lucía, el sentir el calor humano de su mujer y el latido del corazoncito de su hija; le hizo reconocer que el camino había sido camino de vida y que había merecido la pena. 
Su mujer se abandonó igualmente a las lágrimas que bajaron saladas por sus mejillas hasta encontrarse con las suyas. Menuda sorpresa, dijo Alejandro. Estaba convencido de que Cecilia e Izaskun habían participado de aquella maravillosa treta y se dijo sonriendo que seguro estaba sobornada la señora del albergue. Ahora todo encajaba. 
Cuando consiguió tranquilizarse preguntó a su mujer si podría perdonarlo. Bárbara le dijo: -estás perdonado desde el día en que saliste a caminar. Cuando su Lucia le dio el beso número catorce, comprendió que faltando tres días para reyes aquel regalo de reyes inesperado era el mejor que podría haber tenido. 
Fue entonces, cuando miró a su esposa con esa mirada que había aprendido a tener caminando jornada tras jornada. Una mirada de afecto, sincera y amorosa. Cuando Bárbara le respondió un beso y una caricia, supo que ahora sí, había vuelto a casa tras un largo caminar.  Fin.

Nota del autor: Que en estos días encontremos el momento y la oportunidad para tomar en consideración la vida, para atender las necesidades de los demás. Todo acaba cuando es demasiado tarde. Por ello, ojalá en estas fiestas y en el próximo año, todos nos prestemos a hacer un mundo más sensible y humano. Y lo que tengamos que hacer, reír o llorar lo haremos juntos, como humanos y como hermanos –si es posible-.
Con mis mejores deseos. Feliz Navidad y prospero 2016.

Florencio Salvador Díaz Fernández.