Respiro profundamente, como si le
costara, y tras atarse el cordón de la bota se levantó con el peso que llevaba
a la espalda. Miro el sendero con la desconfianza del que sabe que ese y no
otro es su destino; y así volvió a caminar. Un páramo se extendía ante él, sorteado
por lo que parecía un gran arroyo o un pequeño río, el caso es que siguió
caminando. Sus pensamientos estaban esta mañana un poco más sosegados, puede
que por causa del caminar durante catorce días consecutivos sin tregua alguna.
Durante
los pasados días o la mayor parte de ellos, lo que Alejandro hizo fue culparse
así mismo por su situación particular y por el ambiente enrarecido que había
creado en torno suyo. Hoy estaba mejor, aunque su mente le seguía jugando malas
pasadas al llevarle al origen del problema.
Que por cierto, Cecilia –su amiga
del alma- le advirtió que lo que él llamaba malas pasadas de la mente, sería en definitiva lo que le ayudaría a reconocer su realidad y ponerle remedio, si es
que eso era lo que deseaba. Por eso mismo Cecilia y su pareja Izaskun, le
insistieron tanto a Alejandro para que hiciera el camino de Santiago; pues le
vieron semanas atrás bastante superado por las circunstancias de su vida.
Ellas
le conocían muy bien pues Alejandro y Cecilia eran amigos desde E.G.B., o lo
que hoy día es primaria. El caso es que aquella amistad para Alejandro se tornó
devoción hacia “su Cecilia”, como cariñosamente le llamaba. Hasta que llegados
a los diecisiete años él le pidió a su amiga ir en serio. Nunca fue correspondido
por ella y entonces no supo el porqué; aunque nunca se lo tuvo en cuenta. Se distanciaron
mucho una vez que se fueron a la universidad. Alejandro estudió en Zaragoza
mientras que Cecilia se quedó en Teruel. Y no fue hasta quince años después,
cuando se encontraron en Teruel en un bar que frecuentaban juntos en la adolescencia.
Alejandro de pronto entendió muchas cosas, pues vio a su amiga felizmente
emparejada con una chica vasca llamada Izaskun y entendió que ambas habían
encontrado el amor. Desde ese feliz encuentro tras muchos años, Alejandro
retomó la amistad con las dos chicas y de esa manera fue como llegaron a
convertirse en su paño de lágrimas. ¿Cuántas veces se preguntó Alejandro, porqué su vida de pareja no podía ser tan perfecta y maravillosa como la de
Cecilia e Izaskun? Caprichos de la vida que a cada cual da y quita, decía Carmela
su abuela materna.
Lo cierto y verdadero es que aquella locura de caminar hasta
Santiago, creía que estaba empezando a darle resultado. Alejandro Láranzo
Rodríguez era natural de Teruel. De padre aragonés y madre murciana, era el
primogénito de la familia y gerente y primer heredero del “Grupo Láranzo”; un
enorme compendio de empresas que tocaban desde la hostelería, editoriales y hasta
software y empresas de informática. Pero era un hombre roto. Desde que se hizo
cargo del negocio familiar y aun estando asistido por un centenar de asesores,
era un hombre agotado y desencajado en la sociedad en la que vivía. Sus treinta
y seis años representaban cincuenta y dos en la actualidad.
Estaba descuidado,
cabizbajo. Y a todo esto le sumaba la desastrosa situación de su matrimonio y
la complicada situación a la que estaba llevando el timón del grupo empresarial
por su precario estado de ánimo. Muchos pensaron que su boda con Bárbara podría
ser un buen motivo para retomar una nueva vida, pero ni los primeros años de
matrimonio ni la llegada de su hija Lucía, lograron devolver a Alejandro la
alegría por vivir. Él se había convertido en un autómata, una persona que solo
vivía para el negocio y todo lo que esto conllevaba. Siempre fue dirigido por
su padre en las cuestiones financieras, y Víctor el pequeño de sus hermanos era
el que dirigía el marketing de las empresas. Lo que acabó de volver su mundo de
color negro fue la muerte de su padre, precisamente un día de difuntos. ¡Menuda
coincidencia!
Por ello, la única luz en la vida de Alejandro era su hija Lucía.
Era una niña encantadora, de una belleza sin igual, pero nunca encontraba
tiempo para ella, aun a pesar de que el sabia que lo quería con locura. Con su
esposa Bárbara se casó por amor, pero no habían pasado seis meses de la boda y
los ecos de la revista “Hola”, cuando el perdió la chispa que debe de iluminar
la vida de pareja. Cecilia le insistía mucho en que moderara su sentido de la
culpabilidad. “Culpabilidad no, Alejandro. Mejor responsabilidad”, le decía
ella. Y no le faltaba razón. Ahora, caminando por aquel sendero que serpenteaba
junto al arroyo, volvió a preguntarse cosas de peso. Para poder estar en cierto
modo aislado, se compro un móvil nuevo para no tener que soportar las llamadas
de la empresa; y se avergonzaba de no haber tenido valor para llamar a su mujer
y decirle simplemente: -Bárbara, lo siento.
Se comunicaba brevemente con ella
por medio de wassaps, y desde que comenzara a caminar hacía dos semanas, no
sabía nada de negocios ni empresas ni maquetaciones, ni nada por el estilo. Ahora
su mundo era el silencio, y un hombre llamado Alejandro que se enfrentaba a sus
silencios para responderse así mismo del porqué de aquel resultado de su vida
que arrastraba como el caracol arrastra su coraza. El poderoso ejecutivo
caminaba por tierras logroñesas con unas botas gastadas y una mochila donde
solo tenía una muda de ropa. La necesidad del camino le llevo a hacer cosas que
nunca pensó hacer.
Comenzó a socializarse con las personas, sin buscar en ellas
un rédito financiero ni buscar un negocio. Experimentó la cercanía de la gente
que saludan al peregrino por los caminos y le dan los buenos días de manera
afable. Sintió la ternura hasta las lágrimas, cuando una señora responsable del
albergue de un pueblito de Calahorra le curó una enorme rozadura en un pié y le
vendó sus heridas. Hizo amistad con unas chicas catalanas que caminaban a
Santiago por motivo de un agradecimiento; y comprendió que cuando una persona
está cansada y merece el descanso, un jergón limpio puede valer más que un
hotel de cinco estrellas.
En el decimocuarto día de andadura, Alejandro
comenzó a entender que estaba viviendo una vida robotizada, impersonal. Y lo
que más le agradaba era el hecho de ser consciente de que cada paso que daba le
alejaba de esa realidad insensible y le hacía más persona y más auténtico. No podía
reprimir el impulso de a cada rato abrir el móvil y ver la foto de su mujer y
su hija Lucía. Cada vez que lo hacía se le llenaban los ojos de lágrimas, pues
era tanto lo que las quería y las consideraba tan lejos, que no sabía cómo acercarse a ellas.
En su matrimonio dejó de haber caricias y ternura. Mucho respeto
y fidelidad, sí; pero la ternura que alimenta el alma y engrandece el corazón era
algo desconocido para él. Desconocido hasta que comenzó a caminar y comenzó a
sentir necesidad de abrazar de sentir y de preocuparse por los demás. Cada tarde
más o menos antes de terminar la jornada, su amiga Cecilia le pedía que le
hiciera por wassaps un resumen de la jornada y sus sensaciones. Y desde el
lejano Teruel, Cecilia e Izaskun fueron siendo conscientes de que el
experimento de convertir en peregrino al poderoso ejecutivo de Teruel estaba
dando resultado.
A eso de las cuatro y media de la tarde llegó al pueblo donde
acababa su jornada de veintiséis kilómetros. Estaba rendido y hambriento pues
no encontró ningún establecimiento en la segunda mitad de la jornada.
Tembladura era un pequeño pueblo de La Rioja Alavesa, de no más de dos mil
habitantes. Eso sí, precioso. Nada más entrar por una calle amplia pasó por un
quiosco de prensa, y le llamó la atención la sonrisa que el kiosquero le
prodigó. ¡Vamos, como si le conociera! Esas sonrisas entre la gente era una de
las cosas bonitas que había aprendido a tener en cuenta y cultivar.
Pregunto a
una señora que limpiaba la puerta de casa, donde estaba el albergue de peregrinos.
Así que siguiendo las indicaciones de la vecina se encaminó hacia una casa
vecina del ayuntamiento. Cuando llegó al albergue de caminantes se dirigió
directamente al dormitorio donde había cuatro camas libres, las tres restantes
estaban ya ocupadas.
Antes de que pudiera dejar la mochila en la cama se presentó la hospedera y le pregunto su nombre. -Alejandro, le dijo. Alejandro Láranzo Rodríguez. La hospedera abrió los ojos sorprendida y le dijo que las cuatro
camas estaban reservadas para un pequeño grupo de peregrinos que venían de
camino. Alejandro protesto a la señora pues jamás se reservan sitios en los
albergues, pero la gobernanta de la casa insistió y ante la perspectiva de una
discusión que no le llevaría a nada se dio por vencido y salió del albergue con
la mochila al hombro, en busca del único hostal que había en Tembladura.
El hostal
era una bella casona adaptada para el uso de huéspedes. Tras el mostrador había
una enjuta señora que se presentó como Gertrudis, dueña de la casa. La señora
le dio una llave de habitación individual y cogió el libro de registros para
tomarle nota. Cuando le dijo su nombre a la señora, esta le cambió la llave
pues dijo recordar que esa habitación, la 203 estaba pendiente de reformas por
la rotura del wáter. Le entregó la llave de la habitación 114, en el ala
izquierda de la casa y –según la hospedera- más amplia y confortable. Alejandro
cogió la llave de la 114 y se dispuso a subir cansinamente las escaleras.
No recordaba
haber tenido en dos semanas una llegada tan accidentada a un pueblo. Cuando llegó
a la puerta metió torpemente la llave en la cerradura pues el pasillo estaba
mal iluminado. Se quedó sorprendido al escuchar un arrastrar de sillas dentro de
la habitación. –Mira que si hay gente dentro y la “Gertru” se ha confundido,
dijo en voz alta. Aun así giró la llave y abrió la puerta.
Lo que se encontró
dentro de la habitación lo dejó sin palabras, paralizado. De pie, junto al
pequeño escritorio que había cerca de la amplia ventana, estaba su mujer
Bárbara y su hija Lucía. En encuentro lo dejó bloqueado y sin ser capaz de
poner en marcha su mente perspicaz. Pero ahí estaban ellas, a más de doscientos
kilómetros de casa y en aquella habitación de hotel.
Como en un suspiro, le
vinieron a la mente las muchas ocasiones en las que consideró que había desperdiciado
años de su vida sin echar cuenta de aquellas dos mujeres que lo eran todo para
él. Bárbara, mujer poderosa buena compañera y comprensiva y mejor madre. Y su Lucía, que decir de ella si moría por su sonrisa. Instintivamente se deshizo rápidamente de la
mochila y se acercó poco a poco a ellas. Quizás fueran seis metros lo que tenía
que andar para ir a su encuentro. Sin embargo había tenido que hacer más de
doscientos desde Teruel, para vivir y caminar y saber apreciar las cosas que
verdaderamente merecen la pena.
A cada paso que daba, Alejandro notaba que las
lágrimas se abrían paso por sus mejillas. Se abandonó en un abrazo que casi le
hizo caer al suelo si Bárbara no lo llega a sostener. Pero acabaron ahí, en el
suelo, unidos en un mismo ser, en un mismo sentir. El hundir la cabeza en la
cabellera pelirroja de su esposa, el característico olor a limpio que tenía la
ropita de su hija Lucía, el sentir el calor humano de su mujer y el latido del
corazoncito de su hija; le hizo reconocer que el camino había sido camino de
vida y que había merecido la pena.
Su mujer se abandonó igualmente a las
lágrimas que bajaron saladas por sus mejillas hasta encontrarse con las suyas. Menuda
sorpresa, dijo Alejandro. Estaba convencido de que Cecilia e Izaskun habían
participado de aquella maravillosa treta y se dijo sonriendo que seguro estaba sobornada
la señora del albergue. Ahora todo encajaba.
Cuando consiguió tranquilizarse preguntó a su mujer si podría perdonarlo. Bárbara le dijo: -estás perdonado
desde el día en que saliste a caminar. Cuando su Lucia le dio el beso número
catorce, comprendió que faltando tres días para reyes aquel regalo de reyes
inesperado era el mejor que podría haber tenido.
Fue entonces, cuando miró a su
esposa con esa mirada que había aprendido a tener caminando jornada tras
jornada. Una mirada de afecto, sincera y amorosa. Cuando Bárbara le respondió
un beso y una caricia, supo que ahora sí, había vuelto a casa tras un largo
caminar. Fin.
Nota del autor: Que en estos días
encontremos el momento y la oportunidad para tomar en consideración la vida,
para atender las necesidades de los demás. Todo acaba cuando es demasiado
tarde. Por ello, ojalá en estas fiestas y en el próximo año, todos nos
prestemos a hacer un mundo más sensible y humano. Y lo que tengamos que hacer,
reír o llorar lo haremos juntos, como humanos y como hermanos –si es posible-.
Con mis mejores deseos. Feliz
Navidad y prospero 2016.
Florencio Salvador Díaz
Fernández.