Pasó la semana santa, la
pasión de la vivencia cofrade, vacaciones para otros y nos adentramos en la
intensidad del tiempo pascual. Un periodo litúrgico que siendo el más
importante en la vida del cristiano, es el más ignorado y olvidado. Nos
olvidamos de hacer una continua fiesta por la resurrección. No solemos
contextualizar la Pascua debidamente, pues por muchas vigilias que hagamos o
muchas lecturas que leamos o por mucho bombo y platillo que le demos. Y no
caemos en la cuenta de que una Pascua sin buenas intenciones e intenciones
verificadas, NO SIRVE ABSOLUTAMENTE PARA NADA.
¿Cómo es nuestro caminar?
¿Demasiado afanados en lo exterior, en el nudo de nuestra corbata, en mantener
a toda costa el estatus o la cuota de poder que despliego sobre los demás? ¿El
tragar lo insoportable por estar al lado de tal o cual persona? Recuerdo una
reflexión repasando la trayectoria de los de Emaús, huyendo de Jerusalén por
salvar el pellejo. ¿De qué huimos cada uno de nosotros? ¿Quizás de la
insoportable realidad humana que nos muestra nuestro espejo a las ocho de la
mañana cuando nos miramos en él?
Además de las contrariedades
de la vida, muchas personas arrastran una pesada cruz que soportan incluso en
pascua, toda su vida. Y en cierto modo parece que les gusta pues se cierran a
la resurrección. Sus complejos, limitaciones propias y el estatus social al que voluntariamente se han sometido, le impiden avanzar y expandirse como personas.
Acusan una notable falta de libertad.
Y Dios, si de verdad es Padre –yo
así lo creo-, nos quiere fundamentalmente libres (Juan 8, 32).
No libres a medias, sino
completamente libres. Pagando el precio que cada cual tenga que pagar, dejando
atrás todo lo preciso, todo; sin dejar de ser lo que somos.
Jesús perdió lo último que se
debe de perder, la vida humana. Por ello, creo que todo lo que nos aparte de la
HIPOCRESIA DE LA VIDA lo hallaremos en ganancia y realización personal.
Puede estar la clave en
confiar y en mantener la esperanza en Dios y en nosotros –que es lo mismo- pues
en nosotros reside Dios. Una esperanza que ojalá comience por querer ser
esperanza para otros. Por mitigar estragos en los demás, en no pretender ser
piedra angular, ni el niño en el bautizo, ni el muerto en el entierro.
Personas. Así de sencillo. Personas
que pasan por el mundo haciendo el bien indiferentemente de las prácticas
religiosas a las que nos prestemos. Eso a Dios le da igual (Mateo 7, 21) a ver
si nos enteramos de una vez. Lo que a Dios no le da igual es que te presentes
en la oración siendo un calavera con la gente y justificando tus tropelías admitiendo
el absurdo de que “eres de barro”.
Creo y sé de lo que hablo, que
debiéramos todos someternos voluntariamente a un retiro espiritual auto-dirigido.
Tú solo en un entorno de desierto cristianamente hablando. Sin micrófonos ni
estrados. Una tenue música, la Palabra de Dios y una flor como ofrenda. Y un
espejo en el que mirarse para encontrarse con la inmediatez de nuestra
realidad, nosotros mismos y nuestro reflejo.
En todo esto y siguiendo a
Mahatma Gandhi en el texto que nos ofrece el siempre franciscano José Arregui, “La
Verdad”.
La Verdad como camino hacia la
Pascua.
La Verdad como destino de la
Pascua.
La Verdad como vertebración de
nuestra Pascua.
La Verdad como ejemplo para la
Pascua del otro.
La Verdad como aval ante la
sociedad.
La Verdad ante Jesucristo.
La Verdad responsable asistida
por el Espíritu.
La Verdad que da paz a las
almas.
La Verdad que tranquiliza las
conciencias.
La Verdad del duro trabajo.
La Verdad del amor sincero y
sin reservas.
La Verdad de ti mismo.
¡¡ Tu Verdad, que es la Verdad
de Dios ¡!