Aun recuerdo con no poca
nostalgia, aquel paisaje de una dehesa poblada de margaritas cuya frase rezaba:
“donde Dios nos sembró, es preciso saber florecer”. Absolutamente cierto. Hay
quien admira la capacidad humana para adaptarse a las circunstancias y
simplemente lo aplica al destino. Pero nosotros, incluso con aquellos que no se
consideran como tales, somos hijos e hijas de Dios.
Él ha puesto en nuestros
corazones la llama de su amor que es aliento de vida y plenitud (Rom 8,9.11-13),
constituyéndonos como obra suya y templos de su Espíritu. Un Espíritu que tras
semanas de pentecostés se nos hace necesario y preciso para captar toda la
dimensión de Dios, entre la que destaca su ternura infinita (Salmo 144).
¿Cómo
no reconocer todo lo que Dios nos ofrece, aun a pesar de la adversidad de la
vida? Incluso los que se fueron de nuestro lado siguen siendo don, pues al
estar junto a Dios forman parte de Él y de nosotros. “Alégrate, canta, mira a tu Dios”, nos anima Zacarías (9,9-10).
Para este profeta la vida no fue fácil, pero fue capaz de vivirla en plenitud
desde la gratitud de sentirse protegido, querido y mimado por Dios junto al
pueblo de Israel. Si se contempla la anchura del mundo, somos bien poca cosa en
el ruido de la vida y en el giro del planeta tierra.
¿A quién le importamos? A
Dios, a nuestro Padre, el que nos creó. El se fijó en nosotros y nos puso en el
mundo a través del amor de nuestros padres, para ser fermento y sal, luz y
vida; y todo ello desde la sencillez del mundo y al estilo de Jesús (Mateo
11,25-30).
¡Así le pareció mejor al Señor! Desde Jesús nos ofrece un camino de
héroes, cuyo merito radica no en construir edificios o hacer hazañas
reconocidas mundialmente y siendo protagonistas de tal o cual cosa. Un vaso de
agua le basta al Señor, para enorgullecerse de tus obras. Un vaso de agua dado
a un sediento, por medio del testimonio de tu vida cristiana.
Por lo tanto,
afanémonos en vivir agradecidos por lo que somos, por lo que seremos y por lo
que de otros recibimos. Todo ello se lo debemos a la bondad de Dios, que en la
vida nos ama y por medio de los acontecimientos nos busca.
Fraternalmente, Floren.
ORACIÓN DE LA SENCILLEZ DE LA
VIDA
Señor y Padre bueno,
que nos amas y nos buscas.
¡Gracias por la vida!
No sabíamos de la grandeza de
las obras sencillas,
hasta que comprendimos a la
hermana abeja.
Ella surca los vientos y las
laderas
hasta encontrar flores
sencillas y bellas.
¿Sabe ella que al obtener el
polen,
también lo dispersa y poliniza
otras flores
colaborando en la rueda de la
vida,
para la obtención de los
frutos?
Nosotros, que somos tus hijos
y te queremos como Padre,
te llamamos abba -“papaíto”-,
y te damos enormes gracias por
la vida.
Gracias por mostrarnos el
camino de la sencillez
como senda primordial para
servir en tu Reino.
Ante tu presencia no cabe ni
el dorado ni los galones,
solo manos abiertas y ganas de
abrazar y de servir.
Que sembremos bondad y vida,
alegría y plenitud.
Que seamos dignas obras de tus
manos
y personas en las cuales
habite tu Santo Espíritu.
Te lo pedimos por Jesús,
que por la vida pasó haciendo el
bien
y siendo causa de alegría de
muchos
y vive y reina junto a Ti y el
Espíritu,
por los siglos de los siglos.
Así sea.
(se autoriza la difusión indicando su procedencia)