"No me duelen los actos de la gente mala, me duele la indiferencia de la gente buena..."
(Martin Luther King)
El camino que conducía al lago
era de tierra, solo transitado por personas y por algunos vehículos domésticos que
pertenecían a los propietarios de las fincas colindantes. Con la llegada del
verano el camino se tornaba en colores marrones y las hierbas que crecían en
invierno y primavera se secaban por causa de las altas temperaturas.
A la pequeña Lola no le gustaba
el camino en verano, pues según le contaba a su madre y al animalito con el que
iba al lago, el camino se ponía triste. La suerte es que a un escaso medio kilómetro uno llegaba al lago donde la floresta abundaba y todo era un gran
vergel donde los pájaros cantaban.
Lola iba cada día de verano al
lago, un poco después de amanecer y desayunar. Se conocía el paraje como la
palma de su mano, pues desde que ella recordaba a sus once años, el verano lo
pasaba con su madre en la casona de sus abuelos en medio del campo. Su abuelo
le crió una cabrita a la que llamó Blanquita no por casualidad, sino porque era
un bello animalito blanco como la nieve. Ella le ponía su correíta y salían a
caminar disfrutando del paseo, hasta que llegaban al lago y Lola dejaba libre a
Blanquita para que saltara y pastara a su placer.
Un día cualquiera de camino al
lago Lola notó un tirón de la correa de la cabrita, pues esta quería comerse un
hermoso tallo verde que crecía en medio del camino pedregoso. Pero Lola la
sujetó y le tiró hacia otro lado para que Blanquita no se comiera el brote. Le
llamó la atención a la niña que en medio de aquel camino absolutamente seco
hubiera salido aquella plantica.
El caso es que como Lola pasaba
por allí todos los días, ella fue percibiendo el crecimiento del brote, hasta
que un día pudo comprobar por la aspereza de la hoja que era un pequeño girasol.
Precisamente un girasol, con lo que a ella le gustaba el amarillo.
A medida que el tallo crecía se dio
cuenta de que los escasos coches que pasaban casi la rozaban. Hasta que llegó
un momento en que el tallo se inclinaba al paso de los coches, sobre todo
cuando pasaba la furgoneta que recogía las cantaras de leche de las vaquerías.
Lola comenzó a preocuparse. No quería
que la planta fuera molestada. Además comprobó que el paso de coches le había
supuesto rozaduras al girasol, que ya estaba formando la flor y en pocos días
podría abrir.
Resuelta a solucionar el
problema, una mañana se dejó la cabrita en el caserío de sus abuelos, cogió un
saco de la leñera y fue con determinación en busca del girasol resuelta a
solucionar el problema. Llegó al sitio donde estaba la planta que ya mostraba
sus bellas hojas amarillas, puso un trozo de cartón en el suelo para hincarse
de rodillas –como hacía su abuela al trasplantar macetas- y se dispuso con
mucho cuidado a sacar el cepellón del girasol sin molestar a la raíz. Lo lió en
un trozo de saco húmedo que llevaba, tapó el hoyo del camino y se encaminó
hacia el lago. Temiendo que el exceso de humedad le perjudicara, cerca de una
encina donde percibía buena materia orgánica y a pleno sol plantó el girasol. Se
acercó al lago que distaba solo una veintena de metros y trajo agua con una
latita y regó la planta.
Lola estaba feliz, pues tenía la
seguridad plena de haber salvado la planta y la maduración de sus frutos. Se sentía
una colaboradora nata de la madre naturaleza, a la cual su madre y sus abuelos
siempre le enseñaron a cuidar y a respetar.
Al día siguiente casi con ansia
Lola hizo de nuevo el camino al lago acompañada de Blanquita, deseando llegar
para ver su girasol y regarlo con el agua del lago.
Pero cuál fue su desolación
cuando se encontró la planta mustia en el suelo, completamente deshidratada y a
punto de secarse. Corrió al lago con su latita y la regó, pero fue consciente
de que era demasiado tarde. Nunca supo si su gesto con el girasol fue bueno o
malo. Estaba segura de que de haber crecido y abierto en el camino los coches
lo habrían destrozado. Ella intentó proporcionarle un hábitat propicio para
vivir y desarrollarse y al final el girasol murió.
Se mantuvo unos momentos triste y
silenciosa de rodillas junto a la planta, como acompañándole en su agonía. Se convenció
de que hizo lo correcto, pues hay que escuchar los latidos de nuestro corazón y
lo que nos dicta a nuestra conciencia. Pensó que haría lo mismo y quizás la próxima
vez, la planta viviría.
La sacó de su ensimismamiento su
cabrita blanquita que al notar su ausencia en la orilla, corrió en su busca
para darle juego. Y se pusieron a jugar.