CARTUJO CON LICENCIA PROPIA

lunes, 27 de agosto de 2018

EL GIRASOL



"No me duelen los actos de la gente mala, me duele la indiferencia de la gente buena..."
(Martin Luther King)
El camino que conducía al lago era de tierra, solo transitado por personas y por algunos vehículos domésticos que pertenecían a los propietarios de las fincas colindantes. Con la llegada del verano el camino se tornaba en colores marrones y las hierbas que crecían en invierno y primavera se secaban por causa de las altas temperaturas.

A la pequeña Lola no le gustaba el camino en verano, pues según le contaba a su madre y al animalito con el que iba al lago, el camino se ponía triste. La suerte es que a un escaso medio kilómetro uno llegaba al lago donde la floresta abundaba y todo era un gran vergel donde los pájaros cantaban. 

Lola iba cada día de verano al lago, un poco después de amanecer y desayunar. Se conocía el paraje como la palma de su mano, pues desde que ella recordaba a sus once años, el verano lo pasaba con su madre en la casona de sus abuelos en medio del campo. Su abuelo le crió una cabrita a la que llamó Blanquita no por casualidad, sino porque era un bello animalito blanco como la nieve. Ella le ponía su correíta y salían a caminar disfrutando del paseo, hasta que llegaban al lago y Lola dejaba libre a Blanquita para que saltara y pastara a su placer. 


Un día cualquiera de camino al lago Lola notó un tirón de la correa de la cabrita, pues esta quería comerse un hermoso tallo verde que crecía en medio del camino pedregoso. Pero Lola la sujetó y le tiró hacia otro lado para que Blanquita no se comiera el brote. Le llamó la atención a la niña que en medio de aquel camino absolutamente seco hubiera salido aquella plantica.
El caso es que como Lola pasaba por allí todos los días, ella fue percibiendo el crecimiento del brote, hasta que un día pudo comprobar por la aspereza de la hoja que era un pequeño girasol. Precisamente un girasol, con lo que a ella le gustaba el amarillo.

A medida que el tallo crecía se dio cuenta de que los escasos coches que pasaban casi la rozaban. Hasta que llegó un momento en que el tallo se inclinaba al paso de los coches, sobre todo cuando pasaba la furgoneta que recogía las cantaras de leche de las vaquerías.
Lola comenzó a preocuparse. No quería que la planta fuera molestada. Además comprobó que el paso de coches le había supuesto rozaduras al girasol, que ya estaba formando la flor y en pocos días podría abrir.

Resuelta a solucionar el problema, una mañana se dejó la cabrita en el caserío de sus abuelos, cogió un saco de la leñera y fue con determinación en busca del girasol resuelta a solucionar el problema. Llegó al sitio donde estaba la planta que ya mostraba sus bellas hojas amarillas, puso un trozo de cartón en el suelo para hincarse de rodillas –como hacía su abuela al trasplantar macetas- y se dispuso con mucho cuidado a sacar el cepellón del girasol sin molestar a la raíz. Lo lió en un trozo de saco húmedo que llevaba, tapó el hoyo del camino y se encaminó hacia el lago. Temiendo que el exceso de humedad le perjudicara, cerca de una encina donde percibía buena materia orgánica y a pleno sol plantó el girasol. Se acercó al lago que distaba solo una veintena de metros y trajo agua con una latita y regó la planta.

Lola estaba feliz, pues tenía la seguridad plena de haber salvado la planta y la maduración de sus frutos. Se sentía una colaboradora nata de la madre naturaleza, a la cual su madre y sus abuelos siempre le enseñaron a cuidar y a respetar.
Al día siguiente casi con ansia Lola hizo de nuevo el camino al lago acompañada de Blanquita, deseando llegar para ver su girasol y regarlo con el agua del lago.

Pero cuál fue su desolación cuando se encontró la planta mustia en el suelo, completamente deshidratada y a punto de secarse. Corrió al lago con su latita y la regó, pero fue consciente de que era demasiado tarde. Nunca supo si su gesto con el girasol fue bueno o malo. Estaba segura de que de haber crecido y abierto en el camino los coches lo habrían destrozado. Ella intentó proporcionarle un hábitat propicio para vivir y desarrollarse y al final el girasol murió.

Se mantuvo unos momentos triste y silenciosa de rodillas junto a la planta, como acompañándole en su agonía. Se convenció de que hizo lo correcto, pues hay que escuchar los latidos de nuestro corazón y lo que nos dicta a nuestra conciencia. Pensó que haría lo mismo y quizás la próxima vez, la planta viviría.

La sacó de su ensimismamiento su cabrita blanquita que al notar su ausencia en la orilla, corrió en su busca para darle juego. Y se pusieron a jugar.