Estamos en la semana pentecostal o en la semana del
Espíritu Santo, pues el tiempo pascual llega a su fin con esta fiesta
apologética que ensalza lo mejor que tenemos los creyentes, el Espíritu
“Santo”.
Es santo porque proviene de Dios. Pero en Jesucristo esta
santidad no es relativa a lo antagónico de lo pagano, sino que se fundamenta en
la humanidad de la que es participe al cian por cien Jesucristo.
El espíritu es santo, defensor, paráclito… y toda una
suerte de hermosuras con las que le nombramos. Pero fundamentalmente es una
fuerza que actúa en la vida de cada persona, sea creyente o no creyente, pues
el espíritu es la propia vida en sí misma. Ya nos cuenta el Génesis de esa
fuerza, soplo, ráfaga con la que Dios actúa sobre la vida. Indudablemente nadie
ha visto al Espíritu Santo ni nadie le ha podido saludar por la calle. Pero eso
no es óbice para que le podamos considerar algo vivo que nos hace vivir. ¡Y de
qué manera!
Si existe un fallo primordial de la vida del cristiano de
hoy es que no se acaba de creer hasta qué punto es hijo e hija de Dios; no
digamos lo mucho que desconocemos la manera en que el espíritu reside en
nosotros y a través nuestra puede obrar maravillas.
Que nadie piense que cuando el sacerdote pone las manos
sobre el pan y el vino en la misa, en ese preciso instante una fuerza o causa
sobrenatural atraviesa el techo de la iglesia y desciende de manera incolora y
transparente, realizando la transustanciación por sí misma.
No. La transustanciación se realiza en función de la
invocación –epíclesis- al Espíritu Santo que los asistentes a la celebración
deben hacer –anáfora/anamnesis-, aunque en la deformación que se ha realizado
de la eucaristía a través del tiempo, esta invocación ha quedado exclusivamente
en boca del sacerdote que la hace en nombre del pueblo.
Es esa fuerza de Dios el Espíritu que es ánimo y
determinación, la que nos hace reunirnos y compartir la mesa -o lo que sea- en
nombre de Jesús, y así sacramentalizar la vida misma. A ver si nos enteramos de
una vez que por muy santificados que puedan estar el pan y el vino, lo más
importante es la reunión, la comensalía en nombre de Jesucristo hasta llegarnos
a la alteridad de los mismos valores y forma de actuar que el de Nazaret,
apostando por el servicio.
Una cosa es un rito, que es cosa exclusivamente del
sacerdote, y otra cosa es la vida de cada día. La vida tuya y mía donde
compartimos, vivimos y nos peleamos, sí. Santos, ni siquiera muchos de los que
están en los altares. No vayamos a ponernos estupendos. Y no cometamos el error
de considerarnos indignos de actuar y hacer, conforme a la convicción seria y
responsable de que somos Templos de Espíritu Santo.
Somos y podemos ser residencia de esa fuerza sobrenatural
que mana de la vida misma, de la tierra y de Dios y que se nos ofrece para
animarlo todo.
Ojo, todo es todo. Lo bueno y lo malo, aunque con
diferenciación determinante. Me explico brevemente. El Espíritu es inabarcable
e indomable. Lo es precisamente porque es una fuerza que proviene de Dios y
como tal, hay que saber reconducir.
La fuerza como muchas cosas en la vida puede ser útil
para mover cosas, para impulsar proyectos. Pero con la fuerza se puede
violentar y hacer daño. Igual pasa con el Espíritu. Sin conciencia de ninguna
clase es una fuerza desperdiciada. Y usado con mala conciencia es contrario al
designio de Dios que es amor.
Al respecto de esta fuerza, lo que debemos pedir a Dios
constantemente es que no nos falte “esa chispa de fuego celeste que es la
conciencia” (George Washington), para saber utilizarla en bien de la comunidad
y en bien de nosotros mismo. Porque el espíritu es la esencia de la propia
vida, y desde una vida espiritual se puede llevar a cabo un bello propósito de
ser templos del Espíritu, haciendo en el mundo las obras que Dios quiere, con
su propia fuerza que nos ha dado.
El Espíritu, desde nuestra conciencia apoyada en el
testimonio de Jesucristo, debe obrar en nuestras vidas y en las vidas de
quienes nos rodean, para saber ser en el mundo las manos de Dios y hacer de
nuestro cuerpo una obra de Dios en el que se experimente la ternura y la
sensibilidad con los humanos y con la tierra, el medio que nos rodea.
Permita Dios y la vida, que pongamos en Jesucristo
nuestra mirada para ser en el mundo fermento de ternura y misericordia, y
objetos también del amor de Dios.
Ojalá, asumamos nuestro papel en la vida y en la historia
como personas sencillas que optaron por vivir según el espíritu de Jesús de
Nazaret, que pasó por el mundo simplemente haciendo el bien.
DESBORDAMIENTO
Dios, Amor y Palabra eternamente pronunciada,
canción y sinfonía.
Padre e Hijo se contemplan risueños y se admiran
en el espejo Santo del Espíritu.
Encuentro, vibración y sintonía,
Comunión trinitaria que trasciende
en éxtasis, oh Dios, que se renueva,
que desborda.
Desbordan el Amor y la Palabra,
llegando hasta nosotros los ecos y latidos.
Hay signos de presencia trinitaria
en la profundidad del ser, de toda vida.
Somos eco y latido desbordado
de ese Dios que dialoga y que nos ama,
llenaremos el mundo con la música
que late trinitaria
en las entrañas.
Unamos a los hombres y los pueblos
con lazos entrañables del Espíritu,
con la “lengua común”, que es del Espíritu
y con el “beso santo”, su toque delicado.
(Imagen de eljartista, twitter)