Se sabe que en el “Liber officialis” de Amalario (hacia el año 827), ya se veía la misa como un ritual ofrecido, no tanto por los fieles, sino principalmente por los sacerdotes (Y. Congar).
Y es que, durante el siglo VIII, ocurrió que las lenguas vulgares se desarrollaron entre la gente, mientras que el clero mantuvo el latín como lengua propia de la religión y de la liturgia.
La consecuencia fue que el pueblo entendía cada día menos lo que era la misa y lo se enseñaba en la Iglesia.
Además, a partid de aquel tiempo, el Canon de la misa se empezó a rezar en voz baja, los sacerdotes comenzaron a decir la misa de espaldas al pueblo, los fieles dejaron de acercarse al altar para presentar sus ofrendas, se multiplicaron las misas privadas, es decir, misas que ofrecía el cura solo sin asistencia de fieles....
La consecuencia principal, que tuvo todo esto, fue que el contenido concreto de la palabra “ecclesia” se vio seriamente afectado. Porque, desde entonces, esa palabra empezó a designar sobre todo al clero (Gregorio IV, Juan VIII, los “Capítula” de Floro, el Seudo-Isidoro...), quedando los fieles cristianos prácticamente desplazados. Los laicos pasaron así a ser la clientela de los clérigos, al tiempo que éstos fueron quienes monopolizaron la capacidad, de hecho, para pensar y decidir en asuntos de religión cristiana y de Iglesia.
Comprendo que es desagradable recordar estas cosas precisamente en estos días gozosos de la Navidad. Pero es que están sucediendo cosas que - como se repite desde antiguo -, si los humanos callamos, gritarán las piedras. Cada día hay menos sacerdotes, menos religiosas y menos frailes. Y menos gente en las iglesias.
La Iglesia va perdiendo presencia y credibilidad a una velocidad alarmante. Y lo peor de todo es que, estando así las cosas, hay gente que se alegra de que aumente el número de curas y obispos que dicen la misa en latín, de espaldas al pueblo, obligando a la gente a comulgar de rodillas, sacando la lengua, recuperando devociones de antaño, con los rezos, los usos y costumbres del tiempo de nuestros abuelos.
Pero, ¿es que nadie se da cuenta de que, por ese camino, estamos retrocediendo más de 1.200 años? ¿no salta a la vista de que así, lo que hacemos es alejarnos más del común de los mortales? ¿es que no vemos que todo eso es, en definitiva, una traición a Dios, que en Jesús se hizo Palabra, es decir, comunicación, lenguaje que se entiende, que nos dice y nos exige, y se comunica con nosotros?
En realidad, ¿con quién queremos comunicarnos: con la gente de hoy o con la gente de hace más de mil años? Yo ya soy un anciano de 82 años. Pero eso no me impide ver que el papa está que ya apenas puede tenerse de pie. Y eso me da pena. Como me da pena oír los despropósitos que dicen algunos obispos. Y el desaliento generalizado de buena parte del clero. Y la desbandada de tantos miles y miles de creyentes que ya no esperan nada de la Iglesia. Sé muy bien lo que me van a decir de todo por escribir esto.
Pero no me puedo callar. No me siento redentor de nada, ni de nadie. Pero no me quiero ir de este mundo con la boca sellada por cobardía, por miedo o por no complicarme la vida. No puedo hacer eso. No quiero, de ninguna manera, que la Iglesia camine en dirección opuesta a la dirección que lleva la gran mayoría de la población mundial. No soporto ver que mantenemos tradiciones, que no sirven ya para nada, al tiempo que hacemos el ridículo manteniendo costumbres y afirmando normas que no convencían ni a nuestros antepasados.
Me dirán que estoy chocheando. No me importa en absoluto. Lo único que me importa es gritar claro, aunque sea gritar en el desierto. Y conste que los problemas de fondo de la Iglesia son problemas mucho mas serios y bastante más graves.