Cuando se revive la novedad de amar
La situación de los divorciados,
lo que les lleva a dar ese paso, es algo asumido por toda la sociedad actual.
Además
el divorcio está tan institucionalizado como el matrimonio. Lejos de analizar
las causas, pues son muy variadas, convendremos todos en que en estos contextos
hay parejas que viven su situación como casuística y sujeta a vaivenes, y hay
parejas que viven su nueva relación de divorciados desde la novedad de volver a
amar, y además hacerlo en plenitud.
Todos sabemos que nuestra muy católica
Iglesia, jamás reconoce ni en el fondo y mucho menos en la forma, otro amor que
se aleje de la forma contractual y establecida como matrimonio canónico. Ni que
decir tiene, que toda esta enseñanza magisterial deja mucho que desear, pues
llega incluso a anular los efectos del sacramento del amor y la fraternidad
compartidos, que va mucho más allá del matrimonio como sacramento de vida; ya
que este de por sí es nulo, desde el primer instante en el que el amor se
extingue entre los cónyuges.
“Lo que Dios ha unido, no puede separarlo el
hombre”, es la fórmula establecida a modo de sentencia para legitimar un
matrimonio.
Esto no es una realidad, todos lo sabemos. Es una contradicción más
de nuestra Iglesia, ya que por causa de un costoso proceso jurídico –que pocos
pueden pagarse-, es muy probable el obtener la nulidad matrimonial.
Además está
el conocido “Privilegio Paulino”, instaurado por el papa Clemente XIII
(1-Agosto-1579); por medio del cual los pontífices se arrogan el derecho de
anulación del matrimonio por diversas causas. Además algo curioso que anoto
aquí.
Si el matrimonio es el único sacramento que la pareja se administra así
misma y les vincula por la profesión de su fe cristiana de por vida; ¿cómo es
posible que se admita como sacramental el matrimonio de uno solo de los cónyuges,
si por ejemplo el otro cónyuge no es creyente o profesa otra fe distinta?
Hay muchas
otras posibilidades pero solo anoto estas, no para quitar merito a la unión
sacramental del matrimonio; sino para dejar patente la cantidad de resquicios
canónicos existentes.
Frente a esto, señalo la grata conversación con un grupo
de parejas con miembros divorciados este fin de semana, y me hago eco de la
necesidad que estas parejas tienen de que nuestra Iglesia les dé una respuesta
fraterna y no las condene de plano al ostracismo.
Como conocedor del magisterio
eclesiástico les cite de memoria el grueso del epígrafe 84 de “Familiaris
Consortio” de Juan Pablo II, en el cual se tiene en cuenta a estas personas,
pero se les condena de plano a no acercarse a la mesa eucarística a participar
del pan. Se les invita a ir a misa para encauzar su salvación, pero se les
niega el alimento.
¿Cómo es posible semejante disposición? Me pregunto cómo se
puede pretender abrazar a alguien, cuando sobrevuela una disposición
condenatoria y que no está sujeta a laxitud. La suerte de este documento, es
que en la práctica no se lleva a raja tabla como tantas otras cosas en la
Iglesia, comenzando por los sacerdotes de las comunidades de proximidad, que
viven junto a los divorciados y entienden de su angustia y dolor por estas
cuestiones.
Pero llevado a la práctica, implica que ningún sacerdote dentro de
la iglesia y a ojos vistas, puede celebrar junto a la comunidad el amor de dos
personas si están divorciados; por muy legítimo que sea el amor que se
profesen. Pues si es amor, es algo que viene de Dios por muchas vueltas que
quieran darle (1Jn4,8). Además, Dios reside en la conciencia de cada cual.
Y si
bien es verdad que este es juez sobre los humanos, lo es en la disposición en
que en Él se cree y se confía en su amor y en su enseñanza. “En lo más profundo de su conciencia
descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero
a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos
de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien […] en cuya
obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado
personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre,
en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más
íntimo de aquélla” (Gaudium et Spes nn16. Dignidad de la conciencia moral).
Es por ello, que estas personas que aman y para las que es una alegría vivir la
novedad de amar, iluminan sus vidas y sus realidades desde la fe cristiana,
según las luces que el Espíritu de Dios les confiere. Sin menoscabo de la
integridad de nadie, pues cada hijo e hija de Dios es portador de la propia
dignidad que el Padre les otorgó al darles a luz para la vida del mundo.
¿Quién
amará como el profeta Oseas, que amó durante toda su vida a su mujer adultera?
(Os3,1) Eso nadie lo sabe, pues pocas cosas hoy día se pueden emprender con
anhelos de eternidad. Pero cuando se ama de una manera sincera y comprometida,
al menos no se pone límite al amor, sino que todos desean que se perpetúe a
través de los días, hasta la consecución del mismo y su culmen absoluto.
Acabo.
Estas parejas y estas personas, se merecen una pastoral más amplia e inclusiva
en nuestra Iglesia. Porque si se aman y no se reconoce este amor, se falta a
una parte importante de la realidad de Dios en la vida de las personas.
Si los
englobamos en el grupo de los pecadores, seamos conscientes de que nadie se
saldrá del mismo, pues todos estamos sujetos a esa debilidad al decir “NO” a
Dios en algún momento de la vida. Todo divorcio es doloroso, pero toda vida de
pareja es gratificante en el modo en el que se ame.
Si hay tantos y variados
formularios para legitimar el amor, ¿por qué negarse a constatar una realidad
social, que por su pureza puede llegar a considerarse en la vida de los
protagonistas sacramento de vida si los construyen desde Cristo y en Él?
Este
tipo de hipocresías es lo que aleja a la gente de la Iglesia.
Amor es amor, y
siempre lo será. Se dé donde se dé, y entre las personas que se dé.