LA LAICIDAD DEL ESTADO
José
M. Castillo
En estos días, se está
difundiendo una noticia de largo alcance. El papa Francisco, en su visita a
Brasil, en un encuentro con la clase dirigente en Río de Janeiro, dijo lo
siguiente: “La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve
beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna
posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la
sociedad”.
Para comprender el significado
y consecuencias de esta afirmación del papa, es necesario tener presente que no
es lo mismo hablar de “laicismo” que hablar de “laicidad”. Una distinción que
ha reconocido el Diccionario de la RAE en su última y reciente edición. El
laicismo rechaza toda influencia o presencia religiosa en los individuos o en
las instituciones, sean públicas o privadas. La laicidad admite esta influencia
o presencia. Pero, en este caso, dado que el hecho religioso no es único, sino
que las confesiones religiosas son muchas, la laicidad es la posición del
Estado que no acepta como propia una sola confesión, sino que las respeta a
todas por igual. Por tanto, la laicidad del Estado consiste en que la
Constitución acepta el hecho religioso, pero respeta la diversidad de confesiones
y sus diversas manifestaciones. Lo que exige, por ejemplo, que las autoridades
civiles no deben presidir, como tales, actos religiosos (misas, procesiones,
actos oficiales...). Ni los signos propios del catolicismo (crucifijos,
imágenes, determinadas fiestas...) tienen que verse y vivirse como festividades
obligatorias para toda la población.
En la medida en que el
Estado acepta una confesión religiosa como propia y oficial, en esa misma
medida rompe la igualdad de todos los ciudadanos. Y falta al respeto a quienes
legítimamente difieren en sus creencias y prácticas religiosas.
Si nos remontamos a los
orígenes del cristianismo, lo que encontramos en los evangelios es que Jesús
tuvo mejores relaciones con extranjeros, samaritanos y galileos que con las
autoridades religiosas del templo de Jerusalén, con los maestros de la Ley y
con los observantes religiosos del partido fariseo. Sin duda alguna, de la
misma manera que podemos y debemos hablar de la laicidad del Estado, podemos
referirnos a la laicidad del Evangelio. Un tema sobre el que, con este mismo
título, he publicado recientemente un libro. El papa Francisco tiene toda la
razón del mundo. Y da en la clave de uno de los factores más determinantes para
que haya paz entre las religiones y los pueblos. En todo caso, la violencia
religiosa no acabará mientras no tomemos en serio lo que ha dicho el papa
Francisco sobre este problema capital.