FRANCISCO, A LOS TRES AÑOS EN ROMA
José
M. Castillo
Hace tres años, cuando
faltaban sólo unos días para que Benedicto XVI renunciara al papado, un
importante personaje (de los que tienen mando en Roma) me dijo: “La Iglesia no
puede caer más abajo de lo que ya está”. Y creo que quien me dijo eso tenía
razón. Baste pensar que, desde los últimos años de Pablo VI hasta el día que
tomó posesión Francisco, la Iglesia ha estado prácticamente sin gobierno. Más
de 30 años. Juan Pablo II gestionó su pontificado con vistas a sus continuos
viajes por el mundo entero. Benedicto XVI se dedicó a sus estudios y sus
escritos. ¿Quién gobernaba de facto?
Los cardenales que presidían las Congregaciones de la Curia. Hombres, con
frecuencia, enfrentados entre ellos. De forma que los conflictos intestinos
entre curiales ocuparon gran parte del tiempo y de las preocupaciones que se
vivieron en el Vaticano, mientras que la Iglesia se veía urgida por asuntos muy
graves, muchos de ellos inaplazables. No le faltaba razón al gran historiador
de Cambridge, John Cornwell, cuando el año 2000, refiriéndose al pontificado de
Juan Pablo II, escribió esto: “La tesis de este libro (un estudio importante
sobre Pío XII) es que cuando el papado crece en importancia a costa del pueblo
de Dios, la Iglesia católica decae en influencia moral y espiritual, en
detrimento de todos nosotros”.
Y así fue. De ahí el
conclave intenso y rápido que eligió a un jesuita, con talante franciscano,
para suceder a Ratzinger. Con el desenlace final de un obispo que vino “del fin
del mundo”, y que apareció en el balcón principal de la plaza de San Pedro,
para decirle a la gente que él era el obispo de Roma. Y que allí estaba, antes
que para bendecir, para ser bendecido por el pueblo. Se acababa de cerrar una
larga etapa en la historia de la Iglesia. Y se abría otra, cargada de
interrogantes y de ilusiones.
¿Qué balance se puede
hacer de los tres años transcurridos en
el todavía breve papado de Francisco? Hay un hecho claro. Francisco se
comportó, desde el primer momento, de manera que enseguida provocó atracción
y rechazo. Gran atracción, en la
opinión pública general. Gran rechazo, en
grupos concretos y localizados. Precisando más: “atracción”, en las
masas populares, especialmente entre gentes maltratadas por la vida y por la
sociedad opulenta; “rechazo”, sobre todo en sectores importantes de la Curia
Vaticana, en buena parte del episcopado mundial, entre los curas y frailes más
conservadores y en los grupos cristianos más integristas y fanáticos.
La explicación de este
contraste (“atracción - rechazo”) está en que Francisco es un obispo tan creyente como humano. Y es ambas cosas, en
una cultura y una sociedad, en la que el poder
opresor pierde fuerza y está siendo sustituido por el poder seductor. Hoy la religión ya no oprime ni mete miedo. A la
religión no le queda ya otro poder que la capacidad de seducir a los nuevos
esclavos de la sociedad industrial, opulenta y capitalista. Y resulta que
Francisco ha tomado tan en serio el Evangelio, que ejerce una irresistible
atracción ante los pobres, los enfermos, los niños, los ancianos, los presos de
las cárceles, los refugiados, los que no tienen papeles ni techo, los “nadies”.
Mientras que, paradójicamente, este hombre tan “espiritual”, no es clerical
y detesta lo ostentoso del poder y la
gloria.
Así las cosas, a nadie le
tendría que sorprender el fuerte rechazo que el papa Francisco encuentra en la
Curia Vaticana. Porque la Curia, junto a los integristas religiosos, siguen
creyendo en el poder de los dogmas y las leyes. Por eso una notable mayoría de
curiales son expertos en el poder opresor. Lo
que lleva consigo una importante dificultad para vivir de acuerdo con el
Evangelio. Se comprende por qué precisamente en el Vaticano (y en los
colectivos integristas religiosos) es donde se encuentra el rechazo más
directo, y quizás más fuerte, contra el papa Francisco.
Sin duda alguna, el papa
Francisco ha inaugurado una nueva etapa en la historia del papado. Una etapa
que se caracteriza por un hecho tan sencillo como sorprendente. Un papa que
ejerce el papado, no desde el poder de la
religión, sino desde la ejemplaridad
del Evangelio. En esto se centra y se resume la genialidad del papa
Francisco.
Y sin embargo, todavía
hay que preguntarse: ¿Qué le falta a este papa en su nueva forma de ejercer el
papado? Le falta modificar, a fondo y por completo, la gestión de la Curia
Vaticana. Es evidente que eso no se puede hacer en cuatro días. Ni siquiera en
dos o tres años. Como también es cierto que Francisco está trabajando a fondo
en este complicado asunto. Por eso, lo que nos atrevemos a pedirle es que - lo
antes que pueda - convierta el enorme y solemne tinglado de la Curia en una
Comisión Consejera Mundial del Obispo de Roma, “cabeza del Colegio Episcopal”
(LG 22), recuperando el gobierno sinodal de la Iglesia, tal como se hizo
durante el primer milenio de su historia. ¡Por favor, papa Francisco!, no
abandone el papado dejando su obra magistral sin el complemento decisivo que
aún le falta.