El zapato rojo
¡Qué bonito,
y que elegante era! Allí estaba como siempre, como los animales que se duermen
mucho tiempo con el frío y con el calor salen de nuevo a la calle, a la vida.
Lo mismo le pasaba a este zapato rojo. Estaba llamado a lucirse en el pié de
mama, en ocasiones en las que había que demostrar compostura, estilo y belleza;
aunque aquellas ocasiones se hubieran marchado. Lo último que Amelié recordaba
era el bautizo de su prima Martina. Por cierto, parecía el nombre de moda. En
todas las familias hay una Martina.
Se agachó en el suelo y alargando la mano
cogió el zapato, con el infortunio de que al levantarse no se percató del cajón
abierto del escritorio y se golpeó la cabeza, como tantas veces le había
pasado. Y no sería por las veces en las que mama le dijo, “cierra los cajones
Amelié”. –Hay que dolor, murmuró mientras se rascaba la cabeza y su coleta
oscilaba de un lado a otro. Pero al conseguir tener su premio se le quitó el
dolor. Se sentó en su cama y colocó el zapato rojo en la mesilla de noche. Lo contemplo.
–Qué bonito era. Y es el zapato de mama, se dijo. Lo cogió –como siempre hacia-
y miró el interior. Estaba blanquecino de haberlo utilizado con los polvos
higiénicos para el sudor y esas cosas que utilizan los mayores. Hundió la nariz
en el hueco y pudo sentir esa mezcla de olores que a ella le gustaba. Piel,
polvos higiénicos y el característico olor de los pies de mama. Que no es que
olieran mal, no; solo era el olor de los pies de mama. Algo que para Amelié no
era en absoluto una barrera, para dejar de admirar e idolatrar a su madre. Menudo
zapato. Le encantaba pasar el dedo índice por la inclinación interior de arriba
abajo, parecido al tobogán de la plaza de San Martín de su antiguo barrio, donde
jugaba algunas tardes con sus amigos. Por un momento se entristeció. Ella era
pequeña, pero con entendimiento suficiente como para saber que algo había ido
fatal en el negocio de papa. Su casa de antes era grande, tenía un jardín con
una piscina y tenían a Dorothea; aquella mujer enorme que hacía de comer en
casa y limpiaba por las mañanas. Quería mucho a Dorothea, pero ella también
quedó atrás junto a muchas muchas cosas. Aquel día en que todo se volvió gris,
ella acababa de llegar del cole cuando vio a dos hombres y una mujer en la
puerta de casa. Tenían documentos en las manos. Mama lloraba sin poder parar
mientras que Dorothea la consolaba abrazada. Hubo cosas de ese día que su pequeña
mente se obligó a olvidar, pero recordaba sin cesar el ver a su madre como loca
recoger ropa y utensilios, meterlos todos en el coche, y aquella frase:
-Amelié, sube al coche y vámonos que nos han quitado nuestra casa. Papa no
estaba allí para explicar lo que pasaba. Se fueron de manera improvisada a un
piso de su tía Yolanda, hermana de mama. Asuntos sociales les adjudicó una
vivienda al otro lado de la ciudad en un barrio gris y sin flores, donde no conocían
a nadie. Durante muchos días, cada día que mama sacaba ropa de las cajas
lloraba, pues era consciente de lo mucho que habíamos dejado atrás. Aun recordaba
Amelié el día en que su madre saco la caja de zapatos, y calló en la cuenta de
que había dejado en la casa grande, uno de los zapatos rojos. Tres años habían pasado
ya, y cada día Amelié miraba el zapato rojo en la mesilla de noche, como si de
una obra de arte en un museo se tratara. Sintió el cuco del reloj de la cocina
en el piso de abajo y una chispa saltó en su cabecita. Era 14 de Junio, un día muy
especial. Papa regresaba del lugar en el que trabajaba, tras seis meses de
ausencia lejos de ellas. Además era el cumpleaños de mama. Puso en marcha el
plan que tenía en mente y recogió de su escondite secreto, los catorce euros
que tenía ahorrados de los aguinaldos de los abuelos. Salió de casa por la
puerta de atrás y fue de camino al ambulatorio, pues cerca de allí había una zapatería.
Al entrar, un señor gordote y bien vestido le preguntó que quería. “–Necesito un
zapato rojo de señora del número 34, que sea de charol. -¡ah, y tiene que ser
el derecho, porque el izquierdo lo tengo! Es para mi mamá.” No pudo convencer
al señor gordote de que solo quería un zapato, y además, por lo que el hombre
le dijo solo se vendían juntos, y valían una pequeña fortuna que ella no tenía.
“Que complicados son los mayores”, murmuró para sí misma Amelié. Faltaban dos
manzanas para llegar a casa, cuando vio un coche gris en la puerta. ¡¡Papá!! Como
un resorte, sus piernas se pusieron en movimiento y salto como una pequeña
liebre, camino de su casa. Entro en casa gritando: ¡¡papa, papa!! Y tropezó con
este por el pasillito de la entrada. Abrazos besos, achuchones y muchas muchas
preguntas entre papa, mama y ella. “Sí, papa, el cole bien, tengo una amiga que
se llama Teresa y tiene tela de suerte porque tiene dos mamás. He sacado un
diez en educación física y ya me lo como todo en el comedor, hasta la verdura
papa, jajajaja.” En esas estaban cuando Amelié le dijo a su padre algo al oído
con complicidad: -no te olvides que es el cumpleaños de mama. –Hay sí, espera;
le dijo su padre. –Toma Amelié las llaves, ve al coche y trae una bolsa de
papel que hay en el asiento de atrás. Cuando Amelié la trajo, su padre le dijo
que se la entregara a mama. -¿Pero qué os traéis los dos entre manos?, dijo
risueña mama. –Dáselo tú, Amelié, es un regalo de los dos. Amelié estaba tan
nerviosa que no atinó a leer el logo de la tienda que figuraba en la bolsa. La entregó
a mama diciéndole: -feliz cumpleaños mama. Esta cogió la bolsa con adoración de
mujer, esposa y madre, y saco una preciosa caja de zapatos del interior. Los ojos
de Amelié se abrieron de manera desorbitada. Su madre desató la cinta de seda
que ataba la tapa y tras deslizar el papel de seda, se quedó atónita y lanzó
un: -¡oohh, cariños míos! En ese instante sacó un maravilloso zapato rojo
nuevecito de la caja. Lo miró, le dio la vuelta y sin pensarlo se quitó los
zapatos viejos de andar por casa y se colocó el nuevo par de zapatos que había
traído papa. Amelié se quedó sin palabras. Era mama. Era ella. Vestida de casa,
con un delantal y los dedos oscuros de pelar habas, el pelo desaliñado; pero
con posibilidades de ser de nuevo una mujer elegante. Ahora todo encajaba. Aquello
era señal de que de nuevo las cosas podían ir bien. La vida se abría paso y la
alegría brotaría de nuevo en el minúsculo jardín. Pronto celebraría su
cumpleaños e invitaría a su amiga Teresa con sus dos mamas, y quizás otro día
hubiera más amigos. Lo importante era que, aunque tuvieron que dejar atrás
muchas cosas de la otra vida, nunca se podía perder la esperanza en un mundo
mejor, creado por todos con buena voluntad. Y la señal era, que de nuevo en su
casa había dos zapatos rojos.
A TODAS AQUELLAS PERSONAS QUE POR UN MOTIVO U OTRO, SE ENTRISTECEN O PIERDEN LA ESPERANZA. Un abrazo fraterno.
Floren