CARTUJO CON LICENCIA PROPIA

lunes, 13 de junio de 2016

EL ZAPATO ROJO

El zapato rojo

¡Qué bonito, y que elegante era! Allí estaba como siempre, como los animales que se duermen mucho tiempo con el frío y con el calor salen de nuevo a la calle, a la vida. Lo mismo le pasaba a este zapato rojo. Estaba llamado a lucirse en el pié de mama, en ocasiones en las que había que demostrar compostura, estilo y belleza; aunque aquellas ocasiones se hubieran marchado. Lo último que Amelié recordaba era el bautizo de su prima Martina. Por cierto, parecía el nombre de moda. En todas las familias hay una Martina. 

Se agachó en el suelo y alargando la mano cogió el zapato, con el infortunio de que al levantarse no se percató del cajón abierto del escritorio y se golpeó la cabeza, como tantas veces le había pasado. Y no sería por las veces en las que mama le dijo, “cierra los cajones Amelié”. –Hay que dolor, murmuró mientras se rascaba la cabeza y su coleta oscilaba de un lado a otro. Pero al conseguir tener su premio se le quitó el dolor. Se sentó en su cama y colocó el zapato rojo en la mesilla de noche. Lo contemplo. –Qué bonito era. Y es el zapato de mama, se dijo. Lo cogió –como siempre hacia- y miró el interior. Estaba blanquecino de haberlo utilizado con los polvos higiénicos para el sudor y esas cosas que utilizan los mayores. Hundió la nariz en el hueco y pudo sentir esa mezcla de olores que a ella le gustaba. Piel, polvos higiénicos y el característico olor de los pies de mama. Que no es que olieran mal, no; solo era el olor de los pies de mama. Algo que para Amelié no era en absoluto una barrera, para dejar de admirar e idolatrar a su madre. Menudo zapato. Le encantaba pasar el dedo índice por la inclinación interior de arriba abajo, parecido al tobogán de la plaza de San Martín de su antiguo barrio, donde jugaba algunas tardes con sus amigos. Por un momento se entristeció. Ella era pequeña, pero con entendimiento suficiente como para saber que algo había ido fatal en el negocio de papa. Su casa de antes era grande, tenía un jardín con una piscina y tenían a Dorothea; aquella mujer enorme que hacía de comer en casa y limpiaba por las mañanas. Quería mucho a Dorothea, pero ella también quedó atrás junto a muchas muchas cosas. Aquel día en que todo se volvió gris, ella acababa de llegar del cole cuando vio a dos hombres y una mujer en la puerta de casa. Tenían documentos en las manos. Mama lloraba sin poder parar mientras que Dorothea la consolaba abrazada. Hubo cosas de ese día que su pequeña mente se obligó a olvidar, pero recordaba sin cesar el ver a su madre como loca recoger ropa y utensilios, meterlos todos en el coche, y aquella frase: -Amelié, sube al coche y vámonos que nos han quitado nuestra casa. Papa no estaba allí para explicar lo que pasaba. Se fueron de manera improvisada a un piso de su tía Yolanda, hermana de mama. Asuntos sociales les adjudicó una vivienda al otro lado de la ciudad en un barrio gris y sin flores, donde no conocían a nadie. Durante muchos días, cada día que mama sacaba ropa de las cajas lloraba, pues era consciente de lo mucho que habíamos dejado atrás. Aun recordaba Amelié el día en que su madre saco la caja de zapatos, y calló en la cuenta de que había dejado en la casa grande, uno de los zapatos rojos. Tres años habían pasado ya, y cada día Amelié miraba el zapato rojo en la mesilla de noche, como si de una obra de arte en un museo se tratara. Sintió el cuco del reloj de la cocina en el piso de abajo y una chispa saltó en su cabecita. Era 14 de Junio, un día muy especial. Papa regresaba del lugar en el que trabajaba, tras seis meses de ausencia lejos de ellas. Además era el cumpleaños de mama. Puso en marcha el plan que tenía en mente y recogió de su escondite secreto, los catorce euros que tenía ahorrados de los aguinaldos de los abuelos. Salió de casa por la puerta de atrás y fue de camino al ambulatorio, pues cerca de allí había una zapatería. Al entrar, un señor gordote y bien vestido le preguntó que quería. “–Necesito un zapato rojo de señora del número 34, que sea de charol. -¡ah, y tiene que ser el derecho, porque el izquierdo lo tengo! Es para mi mamá.” No pudo convencer al señor gordote de que solo quería un zapato, y además, por lo que el hombre le dijo solo se vendían juntos, y valían una pequeña fortuna que ella no tenía. “Que complicados son los mayores”, murmuró para sí misma Amelié. Faltaban dos manzanas para llegar a casa, cuando vio un coche gris en la puerta. ¡¡Papá!! Como un resorte, sus piernas se pusieron en movimiento y salto como una pequeña liebre, camino de su casa. Entro en casa gritando: ¡¡papa, papa!! Y tropezó con este por el pasillito de la entrada. Abrazos besos, achuchones y muchas muchas preguntas entre papa, mama y ella. “Sí, papa, el cole bien, tengo una amiga que se llama Teresa y tiene tela de suerte porque tiene dos mamás. He sacado un diez en educación física y ya me lo como todo en el comedor, hasta la verdura papa, jajajaja.” En esas estaban cuando Amelié le dijo a su padre algo al oído con complicidad: -no te olvides que es el cumpleaños de mama. –Hay sí, espera; le dijo su padre. –Toma Amelié las llaves, ve al coche y trae una bolsa de papel que hay en el asiento de atrás. Cuando Amelié la trajo, su padre le dijo que se la entregara a mama. -¿Pero qué os traéis los dos entre manos?, dijo risueña mama. –Dáselo tú, Amelié, es un regalo de los dos. Amelié estaba tan nerviosa que no atinó a leer el logo de la tienda que figuraba en la bolsa. La entregó a mama diciéndole: -feliz cumpleaños mama. Esta cogió la bolsa con adoración de mujer, esposa y madre, y saco una preciosa caja de zapatos del interior. Los ojos de Amelié se abrieron de manera desorbitada. Su madre desató la cinta de seda que ataba la tapa y tras deslizar el papel de seda, se quedó atónita y lanzó un: -¡oohh, cariños míos! En ese instante sacó un maravilloso zapato rojo nuevecito de la caja. Lo miró, le dio la vuelta y sin pensarlo se quitó los zapatos viejos de andar por casa y se colocó el nuevo par de zapatos que había traído papa. Amelié se quedó sin palabras. Era mama. Era ella. Vestida de casa, con un delantal y los dedos oscuros de pelar habas, el pelo desaliñado; pero con posibilidades de ser de nuevo una mujer elegante. Ahora todo encajaba. Aquello era señal de que de nuevo las cosas podían ir bien. La vida se abría paso y la alegría brotaría de nuevo en el minúsculo jardín. Pronto celebraría su cumpleaños e invitaría a su amiga Teresa con sus dos mamas, y quizás otro día hubiera más amigos. Lo importante era que, aunque tuvieron que dejar atrás muchas cosas de la otra vida, nunca se podía perder la esperanza en un mundo mejor, creado por todos con buena voluntad. Y la señal era, que de nuevo en su casa había dos zapatos rojos.

A TODAS AQUELLAS PERSONAS QUE POR UN MOTIVO U OTRO, SE ENTRISTECEN O PIERDEN LA ESPERANZA. Un abrazo fraterno. 
Floren