El joven Vicario de Kent
Cuando le crujió la rodilla
derecha por segunda vez, casi blasfemó al pensar que ya no estaba para esos
trotes, pero la llamada de la reina no se podía desdeñar. Y menos mal que la
estancia estaba caldeada, pues la abadesa tuvo la deferencia de mandar encender
un buen fuego en aquella gran sala que olía a humedad y a cantorales viejos.
“Las Bernardas” –como era llamada popularmente- era una inmensa abadía habitada
por setenta y tres monjas, y que estaba situada en la frontera de los condados
de Kent y Sussex en el reino de la gran Leonor.
El palacio abacial era de tan
grandes proporciones como el resto de la abadía. De todas formas estaba un poco
descuidado. Sucio no, pero no se le apreciaba la pulcritud propia de lugares
habitados por monjas. Y es que su abadesa era una mujer austera que habitaba
solo una modesta parte del palacio junto a las demás monjas del gobierno
abacial. El palacio solo se adecentaba cuando la reina acudía para alojarse en
la abadía, y eso sucedía de tanto en tanto.
La abadesa y él tenían una estrecha
relación espiritual y de amistad, cuyo punto de confluencia era el primer
ministro de su majestad, un viejo y conocido amigo. Excelentísima e Ilustrísima
Abadesa mitrada del Monasterio de San Bernardo de Claraval del Condado de Kent,
pero él se podía permitir llamarla simplemente madre Arbila.
Le interrumpió el pensamiento la
apertura del portón de la sala y entro la religiosa que gobernaba la portería.
Haciendo una leve inclinación le dijo: -Padre Bernardo, está aquí el Señor
Vicario de Kent. La monja se retiró dejando entrar a un joven clérigo un poco
escuálido y cerró la puerta tras de sí.
Bernardo se levanto del sitial
junto a la chimenea y fue a saludar al joven tendiéndole la mano mientras le
decía: -así que vos sois el nuevo...; pero el joven le interrumpió con un gesto
de la siniestra. –Por favor Padre Bernardo, no se os ocurra nombrarme por mi
título. Para vos que podéis ser mi padre o casi mi joven abuelo, soy Alexander.
-Muy bien, os agradezco la
deferencia Alexander, dijo el anciano fraile. Sentaros junto al fuego que bien lo merecen
las temperaturas, le invito Bernardo.
Ambos se sentaron y por unos momentos el
joven Alexander recorrió con la mirada la gran sala decorada con estandartes
del reino y pinturas de las fundadoras de la abadía. Una gran pintura del Rey
Ferdynand padre de la reina Leonor, presidía la sala desde la cabecera de la
chimenea tallada en madera.
Bernardo rompió el hielo.
-Ha
sido una sorpresa saber que la reina ha concedido a un hombre tan joven, el
nombramiento de Vicario de la capilla del castillo real; con dignidad
episcopal, derecho a llevar sotana purpura, solideo, mitra y báculo y la
deferencia de ser llamado ilustrísima.
-Y el gobierno administrativo de
los quince pueblos pequeños que circundan el castillo. Dijo Alexander.
-Además de sus cuantiosas rentas,
apunto el anciano fraile.
-Decidme Alexander, ¿Cómo explicais que la reina os haya concedido tan gran honor, a un hombre del que
conoce desde hace tan poco tiempo?
-No tengo una explicación clara
reverendo padre. El ser protegido por caballeros y haber sido acompañado hasta
esta abadía con una escolta es algo que ya me inquieta, pues considero que
junto a mis nuevas obligaciones está el peligro que acompaña a mi persona por
ser un protegido de la reina. Además, soy perfectamente consciente de mis
limitaciones pues solo soy un pequeño cura protestante nacido en un extremo del
bosque de Lydden. No creo que la nobleza del reino y el obispo católico estén
demasiado contentos conmigo.
-Bueno, no estás desencaminado
Alexander. Pero puedo advertir que no conocéis aun demasiado bien a su
majestad, pues de hacerlo tendríais una explicación clara y concisa a todos
estos movimientos de nombramientos y otras cuestiones de estado llevadas a cabo
por la reina.
Alexander se movió con inquietud en
el sitial y cruzó las piernas pues se estaba quemando la izquierda con el
cercano fuego.
–Y supongo que por eso estoy aquí, ¿verdad
padre? Dijo el joven.
Bernardo sonrió viéndose
reflejado en el joven vicario muchos años atrás, y desde luego lo mismo de
vulnerable.
-Sí, por eso estáis aquí. La
reina desea que seáis instruido en diplomacia general y he sido elegido por el
primer ministro para ser vuestro maestro. Tened en cuenta que la diplomacia
desde mi punto de vista, no es algo que pueda aprenderse de los libros. Yo
apuesto por hablar, por conversar. Y en función del tema que tratemos yo iré
instruyéndote en la ciencia diplomática, que es la facultad de ver una cuestión
desde varios flancos distintos y sopesar la situación con la máxima responsabilidad.
Y si vas a ser un hombre de estado y miembro del concejo de la reina, debes de
tomar tus decisiones y aconsejar al respecto teniendo en cuenta dos premisas
inexcusables; y son que lo primero es el interés del reino y en segundo lugar
la salvaguarda de la dignidad de nuestra soberana. En el preciso instante en
que te saltes estas reglas seras un traidor a la corona.
-¿Me imagino que llegaremos a
conocernos bien, verdad padre?, dijo Alexander.
-Eso espero joven discípulo. Por
mi parte soy un fraile de bastantes años y aunque os confieso que rehuí en un
primer momento la llamada del primer ministro, os miro ahora y veo que sois un
joven en el que la reina tiene puesta su complacencia y por ello accederé a
veros tres días en semana. Los martes después de tercia hasta vísperas y los
sábados desde tercia hasta las vísperas del domingo.
Llamaron a la puerta y el padre
Bernardo dijo “pase” con voz potente. Se abrió el portón y entró una monja
menuda con una cruz pectoral al pecho. Los dos se levantaron instintivamente.
Alexander supuso que era la afamada abadesa Arbila de Kent. Arbila era menuda
pero desprendía una dignidad impresionante. Ataviada con un pulcro hábito
negro, escapulario, toca blanca ceñida al cuello y una cruz pectoral de madera
al pecho; esta monja no dejaba traslucir el poder que tenía por el terreno
inmenso que gobernaba y la influencia que tenía en el reino, pues era sabido
que era amiga íntima de la reina y su consejera.
“Las Bernardas” eran un misterio
por otros muchos motivos, y era una de las cosas que esperaba desentrañar
Alexander en los muchos días de lección que le esperaban junto al Padre
Bernardo.
(continuará)
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