LA FE ENTRA POR LOS SENTIDOS
José M. Castillo
El relato de la incredulidad del
apóstol Tomás, que se recuerda a los cristianos en el segundo domingo de Pascua
(Jn 20, 19-31), nos viene a decir que la fe entra por los sentidos. Mucho antes
que el IV evangelio, el apóstol Pablo había dicho que “la fe entra por el oído”
(por lo que se escucha, “akoê”: Rom 10, 17). Pero el Evangelio añade que, no
sólo por lo que se escucha, sino también por lo que se ve y se palpa.
Que es lo
que le pasó a Tomás. Cuando los otros apóstoles le dijeron que habían “visto al
Señor” (Jn 20, 25), Tomás respondió lo que dice tanta gente: “Si no lo veo y lo
toco, no lo creo”. Hasta que, a los ocho días, Jesús resucitado se plantó
delante de Tomás y le dijo: “ven acá, mira, toca, palpa… y no seas incrédulo”
(Jn 20, 27). Y Tomás no tuvo más remedio que decirle a Jesús: “¡Señor mío y
Dios mío!” (Jn 20, 28).
La cosa, al menos en principio, está
clara: la fe entra, no sólo por lo que oímos, sino además por lo que vemos y
palpamos. Pero aquí es donde está el problema. Porque, en realidad, ¿qué es lo
que vio y lo que palpó Tomás? Vio y
palpó llagas de dolor y muerte. Y entonces creyó. Pero el mismo Jesús
añadió: “¿Por qué me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber
visto” (Jn 20, 29).
El Evangelio se refiere obviamente a
quienes vieron a Jesús resucitado. Pero, ¿y los que no lo vemos, ni podemos
verlo? Insisto en que Tomas vio a Jesús. Pero no solo eso. Lo que Tomás dijo es
que quería ver las llagas de los clavos y la herida del costado de Jesús.
Entonces fue cuando Tomás creyó. No simplemente cuando vio a Jesús, sino cuando
palpó sus llagas de sufrimiento y muerte.
Yo me pregunto por qué ahora hay
tanta gente a la que no le interesa para nada el asunto de la fe. ¿Porque no
vemos a Jesús? Por supuesto, a Jesús no podemos verlo. Pero, ¿y sus llagas de
sufrimiento y muerte? ¿dónde las vemos? ¿en quiénes se palpan? Ahí están: en la
vergüenza de los que se dejan la vida en las pateras, en las alambradas (con sus
concertinas) que les hemos puesto a quienes vienen huyendo de la muerte, en los
que se mueren en las hambrunas de África y en las guerras interminables del
coltán. Porque nosotros, los “¡creyentes en Cristo!”, los cristianos de los
países desarrollados, no soportamos las llagas de los clavos de la muerte de
Jesús.
¿Y la Iglesia, que no se cansa de
predicar la importancia de la fe? Los “hombres de Iglesia” se preocupan mucho
por los que llevan en sus carnes las llagas de Cristo. Pero es que la Iglesia no
sólo se preocupa por los que llevan las llagas. Además de eso, necesita mucho
dinero para conservar sus templos, sus seminarios, sus palacios y sus curias,
para mantener intacta su liturgia y su moral. Y si no, que se lo pregunten al
papa Francisco. Este hombre se preocupa tanto por los desgraciados de las
llagas, que más que un papa, parece – a veces – un “agitador social”. ¿Y nos
vamos a quedar con los brazos cruzados ante semejante desvarío?
Es la pregunta que algunos se hacen.
Yo – a lo mejor estoy equivocado – lo que me pregunto es si nos interesa de
verdad creer en Jesús. O quizá lo que queremos, a toda costa, es que el solemne
montaje religioso que tenemos siga como está. O incluso que, a ser posible,
podamos recuperar la solemnidad de antaño.
Por
eso, sólo me queda esta pregunta: ¿no nos estará ocurriendo que, en realidad,
estamos más cerca de los sacerdotes del templo que de las llagas que tanto
anhelaba tocar el apóstol Tomás?