En las últimas semanas, se viene destacando, en la prensa y
en las redes, el proyecto de rehabilitar, desde el punto de vista de su
ortodoxia doctrinal, las valiosas enseñanzas que nos dejó la enorme, original y
excelente producción intelectual del jesuita Pierre Teilhard de Chardin. Sin
duda alguna, uno de los más brillantes intelectuales católicos de la primera
mitad del siglo pasado. Y uno de los testigos más audaces de la fe cristiana de
los últimos tiempos.
No pretendo yo aquí hacer el elogio de quien ha sido tantas
veces elogiado por escritores más competentes que yo, tanto en el ámbito de la
ciencia, como en cuanto se refiere a la teología y a la espiritualidad. Sólo quiero
insistir en un tema, que me parece capital. Y en el que nunca insistiremos lo
suficiente y lo debido.
Durante buena parte del siglo pasado y comienzos del actual,
especialmente en los pontificados de Pío XII y de Juan Pablo II, hemos sido
muchos los teólogos a los que se nos ha desautorizado, se nos ha retirado la “venia docendi”, en no pocos casos sin el
juicio legal correspondiente e incluso (hablo desde mi propia experiencia) sin
saber por qué se nos castigaba públicamente. Se nos comunicaba oralmente la prohibición,
sin posibilidad de defenderse, puesto que ni sabíamos por qué se nos castigaba.
En el caso de Teilhard, como en otros casos, se sumaba una circunstancia
agravante; el sujeto castigado “teológicamente” era, además, expulsado de su
casa y de su patria. Teilhard fue extraditado de Francia y se vio obligado a
emigrar a Estados Unidos. Murió en Nueva York el 10 de abril de 1954.
Son duras, muy duras, estas situaciones. Porque incluso
cuando puedes demostrar que no has defendido ninguna herejía o doctrina
contraía a fa de la Iglesia, el hecho de haber sido castigado por la autoridad
religiosa oficial, lleva consigo inevitablemente que, en el resto de tus días,
tienes que cargar con el “san Benito” de tanta gente que se dice o sospecha:
“si lo han castigado, algo habrá hecho”. Y ese “algo habrá hecho”, nadie te lo
quita de encima. A no ser que se produzca una rehabilitación que venga de las
más altas instancias de la Iglesia. Lo que hizo, por ejemplo, Juan Pablo II con
Galileo. Pero, ¿de qué le ha lucido a Galileo después de varios siglos? Si,
dentro de cuatro siglos, un buen Papa rehabilita a Teilhard, ¿de qué le va
servir a este sabio eminente que un clérigo del más alto nivel salga diciendo
que es verdad lo ya sabrán de memoria hasta los chiquillos de la escuela?