José
M. Castillo, Doctor en teología.
Es
un hecho que hay asuntos importantes, que afectan a la vida nacional o a
grandes sectores de la población, en los que los obispos no se callan. Baste
pensar en asuntos que afectan a la moral pública, como puede ser el tema del
aborto, el matrimonio entre personas del mismo sexo o los privilegios legales y
fiscales que afectan a la Iglesia. Y no hay que insistir en el empeño
responsable de nuestros Prelados por difundir la religiosidad y las creencias
cristianas, cosas que tanto bien hacen a no pocos sectores de la sociedad. Sabemos de sobra que, en estos casos (y otros
que se podrían señalar), hay obispos – o incluso la Conferencia Episcopal en
pleno – que se pronuncian con decisión y, en algunos casos, con una energía que
llama la atención.
Por
supuesto, los obispos – como los demás ciudadanos – tienen perfecto derecho a
manifestar en público sus ideas, sus convicciones y, en general, aquellas cosas
con las que están o no están de acuerdo. Lo que resulta aún más comprensible,
si tenemos en cuenta que los obispos, como
dirigentes y además responsables en el gobierno de la Iglesia Católica,
tienen por eso mismo el derecho y el deber de orientar a la sociedad en
aquellas cuestiones que, desde las creencias cristianas, inciden en la vida de
los individuos y de la sociedad en asuntos muy determinantes para la ciudadanía,
como tales ciudadanos y, además, como personas que tienen el derecho y el deber
de cumplir con sus obligaciones religiosas.
Pero
ocurre que, en la situación tan amplia y tan problemática, que acabo de plantear, tienen
una importancia decisiva, no sólo las cosas que se dicen, sino también las que
no se dicen. Como bien sabemos, a veces sucede que un silencio resulta más
elocuente que mil palabras. En este sentido – y desde este punto de vista –
hablo aquí del preocupante silencio de los obispos.
No
me refiero, ni puedo referirme, a todos los obispos. El episcopado español es
lo bastante numeroso como para que en él haya hombres de las más diversas
mentalidades y formas de vida, dentro de lo que permite la condición de “obispo
de la Iglesia Católica”. Como también es verdad que, a veces, los medios de
comunicación conceden más o menos importancia a una determinada noticia según
la mentalidad o las conveniencias de quien difunde los hechos y las ideas ante
la opinión pública.
Todo
esto es así. Pero precisamente porque es así, por eso mismo resulta tan
preocupante el hecho de que los obispos españoles no se pronuncien, como
tendrían que hacerlo, en asuntos muy graves, que afectan a grandes sectores de
la población, y en los que una palabra autorizada, como lo sigue siendo (para
esos asuntos) la palabra del episcopado o el pronunciamiento de un determinado
obispo en ciertos casos.
Basta
poner algunos ejemplos, para hacerse una idea más concreta de la gravedad del
asunto. Ahora mismo están en juego, en España, problemas tan graves como el
futuro de las pensiones de ancianos, viudas y huérfanos. ¿Y no tienen nada que
decir nuestros obispos, al menos en las rayas rojas de mínimos que los
legisladores nunca deberían traspasar? ¿Tampoco tienen nada que decir cuando se
trata de gestionar la economía de manera que la consecuencia es que cada año la
distancia entre los más ricos y los más pobres resulta más asombrosa? ¿Ni se
les ocurre nada para quejarse – al menos “quejarse” – de la cantidad de
familias que tienen que vivir de la limosna, buscar algo de comida en los
contenedores de basura o sencillamente acostarse sin cenar? ¿Ni existe un
pronunciamiento religioso a favor de los refugiados que aquí no encuentran
refugio, ni de los jóvenes que aquí no encuentran trabajo, ni futuro, ni
esperanza de una vida digna? Por no hablar de la cantidad de años que los
jerarcas de la Iglesia se han callado los abusos que no pocos clérigos han
cometido contra menores. Y en esto – también hay que decirlo – lo más doloroso
es que la imposición del silencio venía de Roma (eran otros tiempos). Porque lo
que más importaba no eran los derechos de las víctimas, sino la
“respetabilidad” de los clérigos.
Y
a estas alturas, no faltan obispos que ponen el grito en el cielo cuando
alguien se pone a defender los derechos de personas homosexuales, feministas,
transexuales…. ¿No se les cae la cara de vergüenza a los sedicentes “hombres de
Dios”, cuando desde tales posturas nos quieren hablar precisamente de Dios? ¿De
qué Dios nos están hablando? ¿Del Dios de los palacios episcopales, las
vestimentas doradas, los títulos y las reverencias que pretenden promover entre
la gente una “mentalidad sumisa” para que no haya “desorden” y todo siga tal
como está?
No
sigo. Con lo dicho, basta para ponerse a pensar a fondo en el problema que
tenemos que afrontar quienes, a pesar de todo, queremos seguir creyendo en el
Evangelio. He sufrido “de la Iglesia y por la Iglesia” más de lo que algunos se
imaginan. Porque quiero a esta Iglesia, que, a pesar de todo, me ha conservado
la “memoria peligrosa” del Evangelio. Y por eso – precisamente por eso – no me
callo. El día que perdamos el miedo a la libertad, sin duda alguna, empezaremos
a trazar un camino con menos sufrimiento y más esperanza.