CARTUJO CON LICENCIA PROPIA

miércoles, 2 de enero de 2013

EL NOMBRE DE JESÚS


Jesús, es su nombre.

Florencio Salvador Díaz Fernández
Estudiante de Teología Cristiana

¡Oh Dios, Señor nuestro, qué admirable es tu nombre por toda la tierra!
(Salmo 8)
En el versículo treinta y uno del capítulo primero del evangelio de Lucas, queda claro que el mismo Gabriel de parte de Dios, le comunica a María que a su hijo ha de ponerle Jesús. Ante el gran proyecto en el que María se adentraba, con sus pros y sus contras, probablemente la joven Nazarena no presto importancia a la exigencia de Dios, de que su hijo se llamara de tal forma. 

Sin embargo, “el nombre de una persona era, para los judíos, un asunto mucho más importante de lo que es para nosotros. No era la mera designación de la persona. Para los israelitas, el nombre de una persona expresaba lo que en realidad era aquella persona, su misión y su destino en la vida” (J.Mª.Castillo). Como todo en la biblia o -mejor dicho- como corresponde al criterio del creador; Dios le puso a su hijo el nombre de Jesús con un sobrado fundamento. 
“El nombre de Jesucristo, ha venido a ser piedra angular, […] pues no se nos ha dado a los hombres ningún otro nombre debajo del cielo para salvarnos". (Hch 4,10-12) Aun a pesar de estas palabras, el nombre de Jesús era de uso corriente entre los judíos de entonces, que conservaron este nombre común hasta mediados del siglo II.de C. Sabemos este dato por las crónicas conservadas de Flavio Josefo, historiador judío nacido en el año 37 d.C, que anota en sus escritos al menos a veinte hombres con los nombres de Josué o Jesús. 
El nombre de Jesús es una derivación hebrea del nombre de Josué –personaje histórico que acompaño a Moisés en la liberación de Israel en torno al 1370 a.C- y como tal significa lo mismo. “Yosue”, “Yeshúa”, “Yeshú”, Jesús. En su origen etimológico original significa “Yavhé ayuda” o “Yavhé ayude”, aunque la etimología popular de la biblia lo reinterpreto por “Yhavé salva” o “Dios salva”. 
Este mensaje quedo igualmente plasmado en la comunicación del ángel a José, cuando en sueños le advirtió que Jesús sería el salvador de su pueblo (Mt 1,21). Desde esta perspectiva, es fácil entender que tanto Jesús como sus familiares, son bíblicamente asimilados por aquellos otros que conformaron el grupo por medio del cual Israel se salvo de la opresión. 
En aquellos entonces se salvaron unos, y ahora son otros los salvados aunque del pecado. Y en esta nueva etapa inaugurada por Jesucristo, encontramos que hasta el siglo doce no tiene el nombre de Jesús, una evocación particular y establecida en la vida de la comunidad cristiana. Fue nuestro seráfico padre Francisco de Asís (s.XIII), el que comenzó la representación de los portales de Belén y así mismo, fue el precursor de la celebración del nombre de Jesús en la iglesia católica. 
Aunque en las comunidades cristianas se veneraba el nombre de Jesús de manera común y privada, esta celebración llega a establecerse en la litúrgica católica en el 1530, cuando SS. Clemente VII concede por vez primera a la orden de frailes menores la celebración del Oficio propio del Santísimo Nombre de Jesús, los días tres del mes de Enero. Un nombre para celebrar que nos sabe a dulce. 
Un nombre que pertenece a una insigne persona, que si por algo llamo la atención de sus contemporáneos, fue precisamente por no ser insigne, ni digno judío, ni persona a considerar salvo por la revolución del amor, planteada como columna vertebral del Reino de Dios. Aun así, hijo predilecto y de Dios, ni más ni menos. Desde los orígenes de Jesús, se advierte la transformación a llevar a cabo por este en el judaísmo de entonces. Jesús advierte, te salvaras si amas y no si cumples la ley como anteriormente. 
Jesús llama a Dios papá, y lo hace con una sensibilidad de hijo que está patente en las escrituras. Todas estas singularidades y muchísimas otras, hacían de Jesús una persona extraordinaria. Repito, una persona. Y como toda persona por su nombre se le conocía, junto al sobrenombre del origen del nacimiento que en el caso de Jesús fue la aldea de Nazaret. 
Nadie llamaba a Jesús con títulos celestiales o estrafalarios. Jesús, ven o Jesús adiós. Era un hombre. Y para los que vivieron junto a él, una persona; excepcional, pero una persona. Sin embargo, lo que para nosotros hoy en día es corriente, respecto de la humanidad de Jesús –aunque nos cueste un poquito situarnos-; en otras épocas tuvo su controversia, ya que fueron muchos los que argumentaron en los primeros tiempos la única naturaleza divina de Jesús. 
En el siglo V, nació el monofisismo; corriente absolutista en la iglesia que defendía el único origen divino de Jesús el hijo de Dios. El monje Eutiques fue el principal de sus impulsores, que llego a recibir personalmente y sus discípulos posteriormente, varios anatemas y escritos reprobando sus tesis absolutistas. Jesús es Hijo de Dios, pero vino al mundo como hombre en todos los sentidos excepto en el pecado original. Y esta dualidad “divinohumana”, es la que confesamos desde el concilio de Calcedonia (451 d.C), que sentó las bases del credo de Nicea. 
El trece de Junio del año 449, se dicta una carta conciliar contra el monofisismo, enviada a Juliano de Cos en la cual se argumenta: “aunque fue concebido y nació sin concupiscencia, su carne -non alterius tamen naturae erat eius caro quam nostrae- no era de naturaleza distinta a la nuestra”. Por ello aquí nos podemos preguntar, al mirar los ojos de esa persona que alberga el Dulce Nombre; ¿qué me separa de ti, buen Jesús?, ¿qué dificultad encuentran mis oídos para que el susurro de tu palabra llegué a mí? ¿Acaso como el monje Eutiques me afano en mirar al cielo para pedir iluminación desde arriba, cuando tú estás cansado de pasar junto a mi lado, en esta humanidad que junto a nosotros compartes? 
Mis muy queridos hermanos y hermanas, os aseguro que Jesús no nos dijo en balde aquello de: “el que dé de beber a uno de estos pequeñuelos tan sólo un vaso de agua fresca […], os aseguro que no perderá su recompensa" (Mt 10,42). Hagámonos dignos del nombre de Jesús. 
Abrámonos a un nombre que “resuena en nuestro oídos como misericordia, perdón, porque su voz es dulce y su rostro bello. Es fundamento de la fe mediante el cual somos constituidos hijos de Dios” (San Bernardino de Siena, sermón 49). 
Este nombre de Jesús nos crea compromiso, nos planta en un mundo en el que como cristianos seremos los ojos y manos de Dios ante muchos, que en nosotros debieran ver el rostro del Padre y el sentido fraternal, de aquella excelente persona que reina en los corazones y cuyo nombre sabe a dulce, ¡Jesús!.

Autorizo la difusión de este texto, citando su procedencia.