La parábola del rico epulón y del pobre Lázaro (Lc 16, 19-31)
nos enseña, entre otras cosas, lo inquietante y peligroso que es el “pecado de
omisión”. Es el pecado que consiste en dejar las cosas como están. Porque “el
mundo es como es”. O también, “las cosas son como son”. Y yo no puedo cambiar
ni el mundo ni las cosas. De ahí que el interés, o el proyecto de la vida, lo
centra cada cual “en sí mismo”. Cosa que se puede hacer por el egoísmo burdo
del que se dedica a pasar la vida lo mejor que puede, como fue el caso del rico
epulón, que se dedicaba a banquetear cada día y a vestirse con el lujo más
refinado. O también se puede hacer – lo de centrar la vida en sí mismo – por un
motivo religioso. Porque el sujeto ya ha encontrado a Dios y se ha relacionado
con Dios. Es decir, tiene su conciencia en paz y se siente espiritualmente
satisfecho. Es el caso del “sacerdote” y del “levita”, que se mencionan en la
parábola del buen samaritano (Lc 10, 31). Los dos “bajaban” (“katébainen”) (F. endrich).
Si bajaban
por aquel camino, es que (sin duda alguna) descendían del monte donde estaba el
templo, en Jerusalén, y viajaban hacia Jericó. O sea, lo mismo que el rico
epulón se sentía satisfecho por su buena mesa y su buen vestir, el sacerdote y
el levita se sentían también satisfechos porque el problema, que a ellos les
preocupaba, que no era un vulgar problema “material”, sino un problema
“intelectual”, el problema de Dios. Es decir, dónde y cómo encontrar a Dios. El
“epulón” lo satisfacía en su casa, en sus banquetes y en su buen vestir. El
“sacerdote” y el “levita” resolvían ese problema en el templo. La cuestión era
vivir sin preocupaciones. ¿Y qué hacemos con el mendigo del portal o con el
apaleado del camino? “El mundo es como es”. Y lo que cada cual tiene que hacer es vivir en paz.
Como dicen los hombres religiosos del Oriente unitario, vivir
en el “Dharma” profundo, difícil de comprender, difícil de alcanzar, ya que su
iluminación es tranquilidad y silencio; es excelente, trasciende el campo del
análisis y las distinciones, es sutil, es una realidad que solo puede ser
conocida por la sabiduría”. Es pura mística, en el sentido más radical, pero
quizá también el más peligroso. Ya que, entonces, “la naturaleza y yo nos
hacemos uno”. ¿Y lo demás? ¿Y los demás? “El mundo es como es”, Y yo no lo voy
a cambiar.
Así las cosas, lo primero que se me ocurre aquí es recordar
lo que, hace ya bastantes años (en 1969) escribió John K. Galbraith, uno de los
más importantes economistas del siglo pasado. Este hombre fue enviado, por la
administración de EE. UU., como embajador de su país a la India. Pues bien, al terminar
sus años de estancia, en uno de los países más religiosos del mundo, publicó un
libro (Ambassador’s Journal, 1969),
en el que recogía sus impresiones de la estancia en India. Y en ese libro
afirmaba que la causa más determinante de la pobreza y el hambre en aquel país
era precisamente le religión que allí se vivía. Porque era una religión que,
desde su profunda espiritualidad unitaria, lo que en realidad fomentaba era la
aceptación que la vida le asigna a cada cual para que acepte y viva, en la resignación
y mayor paz posibles, la suerte que la ha tocado en este mundo. Y entonces,
como es lógico, un país, en el que cada ciudadano vive resignado y aceptando la
suerte que le ha tocado en la vida, ¿dónde va a encontrar el poco bienestar que
puede tener en la vida? En la paz unitaria de su propia intimidad. Posiblemente,
no le queda otra salida.
Por supuesto, yo no soy quién para asegurar que todo esto es
así. En todo caso, y a la vista del notable interés que suscita el tema de los
diversos paradigmas sobre el tema de Dios y la espiritualidad, me ha parecido
que puede tener quizá utilidad indicar algunas cosas, que pueden interesar a
algunas personas preocupadas por el tema de Dios y de la religión.
Ante todo, el Homo
Sapiens no empezó a practicar la religión para buscar a Dios. Mucha gente
no sabe que “Dios es un producto tardío en la historia de la religión“ (cf. la
bibliografía es muy abundante sobre este asunto capital. Cf. Walter Burkert, Homo Necans, con amplia documentación).
Si el ser humano apareció hace unos cien mil años, el pensamiento simbólico y
las expresiones simbólicas, relativas a “lo religioso” (ritos, sacrificios,
cultos funerarios, etc.), se practicaron, sin mención alguna de Dios, durante
más de ochenta mil años (cf. Ian Tattersall, Richard Leakey, Carl Sagan, etc.).
Baste pensar que Ina Wunn ha escrito un volumen de más de 500 pgs. sobre Las religiones en la prehistoria, en el
que no se menciona a Dios.
Además, es importante tener muy claro que Dios no es un
componente de la religión. Porque Dios es trascendente, es decir, no está al
alcance del entendimiento humano. O sea, no sabemos, ni podemos saber, cómo es
Dios. La religión es inmanente y, por tanto, es un hecho cultural. En cada
cultura, los humanos nos “representamos” a Dios de acuerdo con la propia
cultura. Pero una “representación cultural de Dios” no es “Dios”, el Dios
Trascendente. No puede serlo. Ya he dicho que la religión es un “hecho
cultural”, mientras que Dios no puede ser un “hecho cultural”, ya que (en tal
caso) Dios sería un producto nuestro, un producto humano.
Por otra parte, si el tema de Dios se piensa desde el
concepto de “lo infinito”, en tal caso nos imaginamos a Dios como “poder sin
fin”, “amor sin fin”, etc. Pero, si echamos por ese camino, nos metemos sin
remedio en un callejón sin salida. Porque entramos en una contradicción
insoluble. ¿Cómo conciliar el poder sin límites y el amor sin límites con el
problema del mal en el mundo? Si Dios es tan poderoso y es tan bueno, ¿cómo ha
hecho (o permite) este mundo tan espantosamente limitado, perverso y
sobrecargado de tanto dolor y de tanto sufrimiento?
La solución, que el cristianismo le ha dado a este problema,
ha sido la “Encarnación de Dios” (“humanización de Dios”) en Jesús. Es decir,
en aquel modesto galileo, que fue Jesús de Nazaret, se nos reveló Dios y se nos
dio a conocer el mismo Dios. Esto está claramente e insistentemente repetido en
el Nuevo Testamento (Jn 1, 18; 10, 38; 14, 9-11; Mt 11, 27; Lc 10, 21-22; Fil
2, 6-7; Col 1, 15; Heb 1, 1-2). Ahora bien, esto nos viene a decir que los humanos no podemos hablar de Dios
mediante nuestras ideas, nuestras palabras o nuestros sentimientos, sino
mediante nuestra vida, nuestra conducta, nuestro comportamiento. Esto es lo
que expresa y lo que explica en quién creemos y en lo que creemos. Nuestra
forma de vivir, nuestro proyecto de vida, el paradigma de nuestra conducta, eso
es lo que dice cuáles son nuestras verdaderas creencias. Nuestras obras,
nuestro proyecto de vida es el que le dice a la gente en qué y en quién creemos de verdad. Jesús mismo lo dijo con toda
claridad: “Si no creéis en mí, creed en
mis obras” (Jn 10, 38). Las “obras”, en el evangelio de Juan, y los
“frutos”, en los sinópticos, es decir, la conducta, el proyecto de vida, eso es
lo que revela en qué es en lo que cada cual cree de verdad. Por tanto, la forma
de vida y el proyecto de vida de cada cual, eso (y nada más que eso) es que le
dice a la gente en qué y en quién cree cada cual. Eso, y sólo eso, es lo que
revela o niega a Dios.
Esto supuesto, lo decisivo es tener muy claro que el paradigma religioso de Jesús fue uno y
muy firme: aliviar el sufrimiento de quienes lo pasan mal en la vida.
Jesús, por tanto, nos reveló a Dios en el paradigma de la justicia, la
rectitud, la honestidad, la bondad, la misericordia, la lucha contra el
sufrimiento y, sobre todo, la identificación con quienes lo pasan peor en la
vida. Éste es el lenguaje que, según el cristianismo, habla de Dios, nos
explica a Dios y nos propone el paradigma que explica a Dios. Es, por decirlo
mediante un ejemplo muy sencillo, claro y actual, el paradigma de vida que nos
presenta el estilo y la forma de vida del Papa Francisco.
Como ha escrito acertadamente Juan Antonio Estrada, “ante una
cultura inhóspita a la religión, hay un refugio en la interioridad, en la
meditación, en la conciencia vivencial de lo divino, dejando sin tocar los
condicionamientos externos. La crítica moderna ha denunciado las formas
religiosas que tienden a la “fuga mundi”. El peligro está en refugiarse en un
gueto espiritualista, ajeno a la realidad de la sociedad en que se vive” (Las muertes de Dios. Ateísmo y
espiritualidad, Madrid, Trotta, 2018, 187-188).