Si usted
está de acuerdo con el título, pero no contempla la recuperación de la memoria
histórica, deje de leer si le place y así nos ahorramos de estar en desacuerdo
y usted no pierde el tiempo.
Creo
que era ayer tarde, cuando en televisión vi un reportaje muy interesante sobre
las dificultades insalvables que tienen muchas personas, para recuperar los
restos de sus seres queridos del Valle de los Caídos, donde reposan junto a
Franco -si a eso se le puede llamar reposar-.
En este orden de cosas, respecto del horror del nazismo todos conocemos
las causas y las cifras de la barbarie por medio de los medios diversos de
difusión; pero es absolutamente distinto el ser consciente de los hechos acaecidos,
estando allí en el campo de concentración setenta años después, como pude estar
yo en Polonia el año pasado.
Volviendo a los represaliados de la guerra civil
española, podemos decir lo mismo. Sabemos muchas cosas –siendo seguro que es
más lo que ignoramos-, pero cuando se consigue tener la oportunidad de poner
cara y rostro a una dolorosa ausencia, se logra contextualizar lo ocurrido y se
miran las cosas de distinta forma.
Esta
tarde he podido conversar con una mujer mayor, de ochenta y dos años. Y comentando
las estrecheces de hoy en día, reconocía que aun fueron tiempos mucho más duros
los que a ella y a muchas personas les tocó vivir. Se llama Asunción es viuda y
natural de Estepa (Sevilla), y no conoció a su padre.
Relata su historia
sentada en una robusta silla de casa, con su andador por delante para
salvaguardarla de posibles caídas. Aun tiene vigor en el cuerpo pues ayuda a la
familia en la cocina y otros menesteres, que no le exijan demasiada movilidad. Su
pelo es absolutamente cano y su rostro, surcado de arrugas y de antigüedad,
refleja las mil experiencias buenas y malas que la vida concede a las personas
de vida longeva.
Nunca sale de casa pues su vida según ella está acabada. A la
tumba se marchará con una pena muy grande y una congoja que no se acaba, a su
padre lo fusilaron hace ochenta años. Ella no conoció su rostro en persona,
pero se aferra a su recuerdo con una vieja fotografía coloreada en la mano. Era su padre.
Su niñez
fue muy dura, pues careció de la seguridad, estabilidad y amparo de un padre. Su
madre y su abuela se marchaban temprano al campo para realizar labranza, dejándola en casa encerrada con el almuerzo puesto en la mesa. Así estuvo varios años,
hasta que su madre pudo llevarla al colegio de las Hermanas de la Cruz.
Llegó
casi a mendigar el trozo de pan negro que le daban por el racionamiento. Comió muchas
noches collejas, un pequeño brote verde silvestre del campo. Y para colmo de la
desesperación, reconoce haber comido en varias ocasiones –como si fueran
alcachofas crudas- corazones de “alcauciles”, un espino grande y duro del campo
que nace en los terraplenes.
Su madre casi llegó a la inanición, al dejarle siempre su ración de comida a la niña.
A su
padre de lo llevaron una mañana cualquiera cuando ella era muy chica. Supo a los años que durante ocho días, su madre estuvo llevándole el desayuno y almuerzo al
presidio local de Estepa, nuestro pueblo. Hasta que al octavo día le dijeron a
su madre que no dejara allí comida, que los presos no estaban ya allí.
Para desesperación
de la joven esposa, no le dijeron donde estaba, pero se temió lo peor. Esa mañana
del octavo día, lo llevaron junto a cuarenta personas más, hasta las “paerillas”
del cementerio del pueblo vecino de Lora de Estepa. Los pusieron muy juntitos
en la tapia que da hoy día a la A-92. Los fusilaron uno a uno con un tiro en la
sien, y los enterraron en una fosa común en el mismo cementerio.
Quizás
solo deban bastar estas palabras para explicar la intencionalidad del escrito,
pero me obligo a preguntar: ¿cómo en aras de la paz social se puede negar la
recuperación de la memoria, y negar a estas personas la recuperación de los
restos de sus seres queridos? ¿Cómo es posible que haya personas que tengan la
indecencia de justificar la NO recuperación alegando que se abren heridas?
¿Le
preguntamos a Asunción? Su padre murió por ser tachado de rojo o libre
pensador. Fue a todas luces una muerte injusta. Le quitaron su vida. Una vida
imposible de reparar con un millón de oraciones o monumentos. Una vida que era
de él, del padre de asunción, el cual se fue a la tierra sabiendo que dejaba
una pequeña a la que nunca vería hacer la primera comunión. Eran pobres, eran
sencillos, eran despreciados por el régimen de entonces, pero eran personas.
Su dolor,
el dolor de Asunción, ese dolor endurecido y candente de ochenta años de edad
no prescribe. Y solo hay que ponerse en el pellejo de esta anciana, para
comprender el drama que aun subyace en muchas personas de España y otros
pueblos masacrados donde se hicieron limpiezas ideológicas.
¡Ojo, señores y
señoras! Ni Paracuellos del Jarama, ni la Sierra de Granada o Ronda, ni la
batalla de Toledo ni la del Ebro, ni de izquierdas o derechas, ni rojos o
azules. Vidas perdidas, que en todos los casos posibles merecen descansar en
una tierra que merezca las lágrimas de sus familiares.
Escribo
este artículo, porque esta tarde en vísperas he leído el evangelio de la viuda
de Naín, en Lucas 7,11-17. Teniendo presente la conversación con Asunción esta
tarde y leyendo a Jesús decir a la viuda con su hijo muerto: “Al verla el
Señor, le dio lástima y le dijo: «No llores.»”; se me ocurre preguntar, ¿quién
consuela tanto dolor que está vivo y que no prescribe? Y cuidado, con ochenta
años de dolor a nadie se le puede pasar la mano por la espalda o decirle “ellos
ya están en el paraíso”. Hay que actuar desde la justicia social, como lo haría
el Señor; con determinación suficiente para sacar los muertos de sus tumbas y
darle una sepultura digna ante sus familiares. Lo contrario es cobardía absoluta
y dar la espalda a Jesucristo, que dio su vida testimoniando la entrega y el
servicio hacia los más indefensos del mundo.
De
la indiferencia ante el dolor que no prescribe, líbranos Señor.
Buenas
noches.
Fraternalmente,
Floren.