Es una de las exigencias de la Cristología, el interpretar los acontecimientos actuales y saber apreciar los propios acontecimientos de la vida de Jesús de Nazaret; para simultaneamente, actuar moralmente sobr ellos, para paliar el dolor y el sufrimeinto de los que hoy, ayer y mañana, serán ajusticiados, humillados y a los cueles se les faltará el respeto.
Quiero ofreceros esta imagen, ganadora del prestigioso premio World Press del fotógrafo Samuel Aranda. Ella -la imagen-, es reflejo de una fatal conclusión. Es reflejo de una injusticia humana, desprendida de una actión violenta. Por ello, considero oportuno anexionar el texto de la VI Angustia, a esta fotografía. Pues sin lugar a dudas, es reflejo del dolor de Dios para con cada ser humano.
VI ANGUSTIA. CON SU HIJO EN EL REGAZO
Cuius animam gementem, contristatam et dolentem
pertransivit gladius. O quam tristis et afflicta
fuit illa benedicta, mater Unigeniti!
(Su alma llorosa, triste y dolorida, fué traspasada por una espada.
¡Oh cuán triste y afligida estuvo aquella bendita madre del Unigénito.)
Los presentes nos apartamos un poco, para dejar a María un momento de intimidad con su hijo, en un mudo diálogo en el que sobraban las palabras.
Juan me abrazo estrechándome con fuerza, y le dije que se nos fue el amigo de nuestros anhelos. Que pocos quedamos junto a la cruz.
Que dura es la vida y a su vez que sabia, cuando te educa con acontecimientos dulces y amargos.
Tantos y tantas se congratularon de ser amigos del maestro. Sin embargo los amigos de verdad, los que te aman, los que preguntan por tu salud, los que aunque cambien las circunstancias no te abandonan ni te ignoran; esos son tan pocos, que casi se cuentan con los dedos de las manos. Buen sabio fue Ben-sirá cuando nos dejo escrito que “hay amigos de ocasión, que no te son fieles el día de la tribulación.”[1]
Y aquí está María, con los pocos amigos que le quedan, y con su hijo meciéndole al pié de la cruz. Pero el crío adulto hoy, está yerto. Como en un acto instintivo de madre, María abraza la cintura de su hijo muerto, pudiendo a duras penas con todo su peso.
Para asombro de los presentes, de su boca pareció brotar una cadenciosa y melódica letanía como si de una nana se tratara.
“Mi niño, ¿Qué te han hecho
-dijo María en su angustia a Jesús muerto en su regazo-,
que te han dejado los ojos sin estrellas,
sin miel los labios?.
¿Por qué te hirieron lanza,
vinagre y clavos,
si amor mana la fuente
de tu costado?.
¿Por qué, cuando la hora
de tu quebranto,
hasta en el mismo cielo
te abandonaron?.
Pues que la cruz se esconde
bajo tus párpados,
tu sueño de tres días
nace en mis brazos.
Duerme, mi niño duerme,
mi niño, ea,
tus tres días de sueño
que me desvelan.
Arcángeles de luto
muestran su pena,
callando el alboroto
de sus trompetas,
y en el hondo silencio
que te rodea
ser caricia más honda
mi voz quisiera.
Cuando tú te despiertes,
todas las puertas
quedaran en el cielo
de pronto abiertas.
Mas hasta el tercer día
de la promesa,
duérmete, niño mío,
mi niño, ea.
Te da para tres días
calor mi seno.
Para que el frío venzas
entre los muertos.
Mi consuelo, mi vida,
mi siempre dueño,
déjame que te lleve
de nuevo dentro.
Vuelve a ser, niño mío,
flor de mis sueños.
Y sea mi regazo
Belén de nuevo.”[2]
Su rostro surcado en lágrimas, se perdió entre el cabello y los pliegues de piel destrozada, del hijo que con dolor dio a luz para el mundo.
Absorta, dolorida, angustiada. Los que conocemos las Sagradas Escrituras, pudiéramos poner ahora en boca de María aquel verso del libro de las Lamentaciones: “vosotros todos, los que pasáis por el camino mirad y ved si hay dolor como el dolor que me atormenta”[3]. Un dolor que no cesa de tornarse angustia, por todos aquellos que como su hijo, sufrirán en sus vidas, la incomprensión y el abandono –aun siendo justos-. Un dolor, por medio del cual Dios nos modela en vida, como un trozo de barro.[4]
María, en este momento de angustia al pié de la cruz con su hijo en el regazo, posa su mirada sobre los que presenciamos la escena, como queriendo agradecer de una manera muda nuestra presencia. Sabe que compartimos su dolor, pues nuestras vidas sin el maestro se vuelven a tornar en angustia e incertidumbre.
¿Qué hacer ahora? ¿Quién hablará por nuestra boca?
Allí estábamos todos, en aquel tronar de viento y aire.
Allí estábamos todos, en aquel tronar de viento y aire.
Nuestras miradas se dirigían de María y Jesús al cielo, haciendo a Dios demasiadas preguntas, pero sin querer pedir demasiado.
El rostro de María hablaba por sí solo. Su dolor, sus anhelos destrozados, su angustia, era el vivo rostro de todas aquellas personas que a su hijo suplicarán, quizás hasta la extenuación, el término de una dolencia, el regreso de aquel.
Quizás el compartir con ella, la dureza del hijo que se fue al Reino del cielo. Personas a las que el mundo no ha querido suficiente y por las que ella –María- sufre. ¡Todos son mis hijos e hijas!, dice en un susurro. Por eso hijo mío -le susurra a Jesús yerto en sus brazos-, mientras haya un dolor en el mundo, ese será motivo de mi angustia, pues tu muerte y mis sufrimientos no serán en vano.
Los presentes, ante estas palabras de María cargadas de sentido y de sensibilidad, no tuvimos por menos que acercarnos a ella y abrazarla como si fuera el mismo mundo el que la abrazara.
Nuestros sentimientos se unificaron, y ni el estruendo desatado en los cielos, pudieron mitigar nuestros sollozos unánimes, abrazados en una piña a María y a Jesús. Por un momento, los que allí estábamos formamos parte de aquel macabro filón de caliza abandonado, que era patíbulo de bandidos y facinerosos.
Nuestro grupo, aun estando calados hasta los huesos por el torrente de agua que nos caía encima, dimos calor espiritual a María pues en ella residía ahora toda la amargura del mundo.
Una roca firme mujer y piedra, una cruz clavada proyectándose hacia el cielo, un ser muerto que es amor y al amor llama, unas escaleras abandonadas para hacer descender a “Rabbi”, o quizás para que no cejemos en el empeño de liberar injustos crucificados como Jesús y todos los despreciados de la tierra.[5]
Todo aquello que vivíamos, eran signos y pruebas a interpretar, como aquella historia que Jesús nos contara meses antes sobre el grano de la mostaza.[6] Recordé a Elías el profeta, y en la insistencia de este para hacer presente a Dios en nuestras vidas[7]. Sí –pensé-, es necesaria una conversión del corazón, pues solo así haremos fructífero el testimonio de Jesús. Es necesario no perder la esperanza –pensé-, pues todo esto puede dar un giro determinante, como aquella viuda de Sarepta a la que Dios restableció la vida de su hijo por indicación del mismo profeta[8].
¿Acaso perdimos en el Gólgota la noción del tiempo, pues se nos acababa el tiempo junto a Jesús? No lo se. Pero allí nos quedamos agazapados, junto a aquella roca viva que era María y Jesús.
Desde entonces nos aferramos a ella, porque es la madre de todos, porque es la maestra, porque es la mujer fuerte que nunca nos falla.
Relato de las Angustias de María de Nazaret. Compuesto por Florencio Salvador Díaz Fernández, para el poema sinfónico compuesto por el músico y compositor Juan Antonio Carmona Páez. IV Congreso Nacional de Hermandades de Las Angustias, Estepa-Diciempre de 2011.
Representación musical en: http://www.youtube.com/watch?v=AJ6avXWyOjY
Representación musical en: http://www.youtube.com/watch?v=AJ6avXWyOjY