CARTUJO CON LICENCIA PROPIA

viernes, 3 de marzo de 2017

EL RESPETO A LA PALABRA DE DIOS


(*) Una de las cosas que más me ha fascinado desde que estudio y escudriño las escrituras, es la gran significación que tiene para otras religiones las palabras sagradas o escritas, valga el magno ejemplo de los judíos. Es impecable el trato que dispensan a las escrituras Sagradas –Sagrada Torah-, a las cuales se les rinde culto, siendo uno de los elementos más significativos para ellos. Cada judío aproximadamente a la edad de doce años alcanza la condición de “Benei Mitzvá” (hijos de los mandamientos), por la cual pueden asistir a la proclamación de las escrituras en la sinagoga. 

Para aclamarla visten el “Talit gadol”, manto de oración del que con total seguridad se deriva la casulla sacerdotal utilizada por los cristianos. Colocan la Palabra en los dinteles de sus casas (Mezuzá), la estudian, besan con devoción y la procesionan. Si bien es cierto que estos no reconocen la llegada del hijo de Dios en carne mortal, a los ojos del mismo Dios al que llamamos Padre, no son menos dignos que los cristianos pues no en balde los llamo Juan Pablo II, “nuestros hermanos mayores en la fe”. 
Y es que cuando decimos Palabra de Dios o Sagradas Escrituras, debiéramos de asumir la enormidad de lo que nombramos y su significancia en la vida de un creyente. Cuando una persona da su palabra, se da a sí mismo. La palabra, en sí misma es un elemento sobre el que poder fiar una actitud o una circunstancia determinada, pues si está dada tu palabra, está presente la voluntad del sujeto aunque este se ausente. 
Dios, en su gran misericordia consideró legarnos su Palabra como un elemento en el que poder escudriñar los distintos episodios y épocas de la vida, en las cuales el hombre y la mujer de cada tiempo se han relacionado con Él. Eso es la Biblia. Es la misma historia de la salvación, por medio de la cual y a través del tiempo y de la historia Dios se ha revelado a la humanidad desde la creación del mundo. El primer testimonio escrito que dio lugar al primer libro de la Biblia no fue el Génesis. El Génesis es el libro primero según el ordenamiento del Canon católico, y fue escrito en el destierro de Babilonia. 
El primer libro escrito de la Biblia fue probablemente el libro de Job (1400 a.C. aprox). Pero si bien es cierto que la Biblia es en su conjunto la Palabra de Dios revelada a los hagiógrafos para nuestro conocimiento; en el episodio del Monte Horeb (Exodo 20,1-17) tenemos la primera iniciativa por parte de Dios para dejarnos su palabra escrita, los famosos diez mandamientos. Las segundas copias de las tablas de piedra junto a una dalmática de Josué, fueron guardadas –por voluntad de Dios- en un arca, a la cual se le rendía culto desde una tienda llamada “del encuentro” (Exodo 25,10ss). 
Por ello, no cabe la menor duda de que Dios siempre ha deseado que no solo observemos su Palabra, sino que la admiremos y le rindamos culto, como elemento fundamental de su presencia entre nosotros, junto a otros elementos sagrados y semejantes a este como es la sagrada Eucaristía. Dios desea que asumamos su Palabra como vida propia nuestra, «meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón» (1Reyes 31,33). 

Pero vueltos a la realidad actual, la Palabra de Dios es un elemento que no interesa a los creyentes –practicantes o no-; sino que más bien llega a ser un elemento decorativo que sirve para llenar un espacio de nuestras celebraciones rituales. Si en la actualidad nuestra iglesia tiene serios problemas para hacer atrayente el mensaje y obra de Jesús de Nazaret, no digamos ya la tarea titánica de saber crear entre los creyentes la iniciativa particular o comunitaria de escudriñar y discernir las escrituras para beneficio de la vida del creyente y de la comunidad. “Lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero. Lo he jurado y he de cumplirlo” (Salmo 118,105-106), dice el autor de este Salmo, el cual elabora una gran plegaria de alabanza y súplica a Dios y a su ley. 
Quizás no debiéramos de perder de vista, el uso que muchos antes que nosotros han hecho de la Palabra de Dios. Ella es testimonio vivo de la presencia de Dios entre nosotros, como palabra inspirada y hecha vida desde el mismo Jesús de Nazaret, palabra hecha camino verdad y vida. Me fascina un relato del libro del Génesis que quiero compartir al uso del tema (28,10-13): “Jacob salió de Berbeba y fue a Jarán. Llegando a cierto lugar, se dispuso a hacer noche allí, porque ya se había puesto el sol. Tomó una de las piedras del lugar, se la puso por cabezal y se acostó en aquel lugar. Y tuvo un sueño: soñó con una escalera apoyada en tierra y cuya cima tocaba los cielos, y los ángeles de Dios subían y bajaban por ella. Y vio que Dios estaba sobre ella[…]”

Las claves simbólicas son claras y nos pueden enseñar más sobre la relación con Dios, que cualquier predicador o teología concreta. Ese Jacob somos cada uno de nosotros y se nos ofrece un medio para comunicarnos con Dios. Es posible la comunicación entre nuestra tierra y la dimensión celestial de Dios –el Trascendente-, pues la simboliza el subir y el bajar de los ángeles por la escalera; mensajeros de Dios. Por ello, desde tiempo inmemorial Dios se nos ha revelado a través de la historia y su Palabra como un Padre comunicativo que desea encontrarnos en la vida, cercano y accesible. 
¿En qué lugar de culto o templo tiene lugar esta experiencia religiosa de Jacob? En ningún lugar sagrado. El sitio es la propia vida sencilla y vivida y además en la oscuridad del sueño, cuando la persona es más vulnerable. Solo basta esperar en Dios y en querer asumir su palabra de vida: «Dios mío, lo quiero, llevo tu ley en las entrañas» (Sal 40,9). 
Como he dicho son muchos los elementos sagrados que nos llevan a Dios y por medio de los cuales asimilamos su voluntad y nuestra condición de Hijos. En un lugar primordial de nuestra vida de creyentes, debe estar la Palabra de Dios. Significada y dignificada como testimonio de la vida y obra de un Dios, que por amor nos creó. Se nos reveló en la vida y en Jesucristo, y que desea por encima de todo que lleguemos a la salvación de nuestra vida por la propia observancia de Su Palabra. 
Sin mengua de la verdad y de la santidad de Dios, la sagrada Escritura nos muestra la admirable condescendencia de Dios, “para que aprendamos su amor inefable y cómo adapta su lenguaje a nuestra naturaleza con su providencia solícita” (S.Juan Crisóstomo S.IV). 
Hermanos y hermanas de la hermandad del Dulce Nombre, la cuaresma es un tiempo más que oportuno para hacer desierto. No debemos de perder la oportunidad de hacer silencio, de encontrarnos con Dios desde la realidad de nuestro propio yo –con sus luces y sus sombras-. ¿Qué puede obrar la Palabra de Dios en el mundo, si Dios no cuenta con las obras de tus manos? Seamos merecedores de su amor asumiendo su Palabra, rindiéndole culto, considerándole un trato sagrado y oportuno. Ojalá nos lleguemos a decir de una forma plenamente consciente, que para nosotros: “lo mejor es estar junto a Dios” (Salmo 73,28). Buen camino a través del desierto cuaresmal. Un saludo fraterno en Jesús, que es Palabra, camino, verdad y vida.

Florencio Salvador Díaz Fernández

(Estudiante de Teología y Sagrada Biblia)

(*) Publicado en la revista cuaresmal "BLANCA Y COLORÁ" nº 14 Cuaresma 2017.