(*) Una de las cosas que más me ha
fascinado desde que estudio y escudriño las escrituras, es la gran
significación que tiene para otras religiones las palabras sagradas o escritas,
valga el magno ejemplo de los judíos. Es impecable el trato que dispensan a las
escrituras Sagradas –Sagrada Torah-, a las cuales se les rinde culto, siendo
uno de los elementos más significativos para ellos. Cada judío aproximadamente
a la edad de doce años alcanza la condición de “Benei Mitzvá” (hijos de los
mandamientos), por la cual pueden asistir a la proclamación de las escrituras
en la sinagoga.
Para aclamarla visten el “Talit gadol”, manto de oración del
que con total seguridad se deriva la casulla sacerdotal utilizada por los
cristianos. Colocan la Palabra en los dinteles de sus casas (Mezuzá), la estudian,
besan con devoción y la procesionan. Si bien es cierto que estos no reconocen
la llegada del hijo de Dios en carne mortal, a los ojos del mismo Dios al que
llamamos Padre, no son menos dignos que los cristianos pues no en balde los
llamo Juan Pablo II, “nuestros hermanos mayores en la fe”.
Y es que cuando
decimos Palabra de Dios o Sagradas Escrituras, debiéramos de asumir la
enormidad de lo que nombramos y su significancia en la vida de un creyente. Cuando
una persona da su palabra, se da a sí mismo. La palabra, en sí misma es un
elemento sobre el que poder fiar una actitud o una circunstancia determinada,
pues si está dada tu palabra, está presente la voluntad del sujeto aunque este
se ausente.
Dios, en su gran misericordia consideró legarnos su Palabra como un
elemento en el que poder escudriñar los distintos episodios y épocas de la
vida, en las cuales el hombre y la mujer de cada tiempo se han relacionado con
Él. Eso es la Biblia. Es la misma historia de la salvación, por medio de la
cual y a través del tiempo y de la historia Dios se ha revelado a la humanidad
desde la creación del mundo. El primer testimonio escrito que dio lugar al
primer libro de la Biblia no fue el Génesis. El Génesis es el libro primero
según el ordenamiento del Canon católico, y fue escrito en el destierro de
Babilonia.
El primer libro escrito de la Biblia fue probablemente el libro de
Job (1400 a.C. aprox). Pero si bien es cierto que la Biblia es en su conjunto
la Palabra de Dios revelada a los hagiógrafos para nuestro conocimiento; en el
episodio del Monte Horeb (Exodo 20,1-17) tenemos la primera iniciativa por
parte de Dios para dejarnos su palabra escrita, los famosos diez mandamientos.
Las segundas copias de las tablas de piedra junto a una dalmática de Josué,
fueron guardadas –por voluntad de Dios- en un arca, a la cual se le rendía
culto desde una tienda llamada “del encuentro” (Exodo 25,10ss).
Por ello, no
cabe la menor duda de que Dios siempre ha deseado que no solo observemos su
Palabra, sino que la admiremos y le rindamos culto, como elemento fundamental
de su presencia entre nosotros, junto a otros elementos sagrados y semejantes a
este como es la sagrada Eucaristía. Dios desea que asumamos su Palabra como
vida propia nuestra, «meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón»
(1Reyes 31,33).
Pero vueltos a la realidad actual, la Palabra de Dios es un
elemento que no interesa a los creyentes –practicantes o no-; sino que más bien
llega a ser un elemento decorativo que sirve para llenar un espacio de nuestras
celebraciones rituales. Si en la actualidad nuestra iglesia tiene serios
problemas para hacer atrayente el mensaje y obra de Jesús de Nazaret, no
digamos ya la tarea titánica de saber crear entre los creyentes la iniciativa
particular o comunitaria de escudriñar y discernir las escrituras para
beneficio de la vida del creyente y de la comunidad. “Lámpara es tu Palabra
para mis pasos, luz en mi sendero. Lo he jurado y he de cumplirlo” (Salmo
118,105-106), dice el autor de este Salmo, el cual elabora una gran plegaria de
alabanza y súplica a Dios y a su ley.
Quizás no debiéramos de perder de vista,
el uso que muchos antes que nosotros han hecho de la Palabra de Dios. Ella es
testimonio vivo de la presencia de Dios entre nosotros, como palabra inspirada
y hecha vida desde el mismo Jesús de Nazaret, palabra hecha camino verdad y
vida. Me fascina un relato del libro del Génesis que quiero compartir al uso
del tema (28,10-13): “Jacob salió de Berbeba y fue a Jarán. Llegando a cierto
lugar, se dispuso a hacer noche allí, porque ya se había puesto el sol. Tomó
una de las piedras del lugar, se la puso por cabezal y se acostó en aquel
lugar. Y tuvo un sueño: soñó con una
escalera apoyada en tierra y cuya cima tocaba los cielos, y los ángeles de
Dios subían y bajaban por ella. Y vio que Dios estaba sobre ella[…]”.
Las
claves simbólicas son claras y nos pueden enseñar más sobre la relación con
Dios, que cualquier predicador o teología concreta. Ese Jacob somos cada uno de
nosotros y se nos ofrece un medio para comunicarnos con Dios. Es posible la
comunicación entre nuestra tierra y la dimensión celestial de Dios –el
Trascendente-, pues la simboliza el subir y el bajar de los ángeles por la
escalera; mensajeros de Dios. Por ello, desde tiempo inmemorial Dios se nos ha
revelado a través de la historia y su Palabra como un Padre comunicativo que
desea encontrarnos en la vida, cercano y accesible.
¿En qué lugar de culto o
templo tiene lugar esta experiencia religiosa de Jacob? En ningún lugar
sagrado. El sitio es la propia vida sencilla y vivida y además en la oscuridad
del sueño, cuando la persona es más vulnerable. Solo basta esperar en Dios y en
querer asumir su palabra de vida: «Dios mío, lo quiero, llevo tu ley en las
entrañas» (Sal 40,9).
Como he dicho son muchos los elementos sagrados que nos
llevan a Dios y por medio de los cuales asimilamos su voluntad y nuestra
condición de Hijos. En un lugar primordial de nuestra vida de creyentes, debe
estar la Palabra de Dios. Significada y dignificada como testimonio de la vida
y obra de un Dios, que por amor nos creó. Se nos reveló en la vida y en
Jesucristo, y que desea por encima de todo que lleguemos a la salvación de
nuestra vida por la propia observancia de Su Palabra.
Sin mengua de la verdad y
de la santidad de Dios, la sagrada Escritura nos muestra la admirable
condescendencia de Dios, “para que aprendamos su amor inefable y cómo adapta su
lenguaje a nuestra naturaleza con su providencia solícita” (S.Juan Crisóstomo
S.IV).
Hermanos y hermanas de la hermandad del Dulce Nombre, la cuaresma es un
tiempo más que oportuno para hacer desierto. No debemos de perder la
oportunidad de hacer silencio, de encontrarnos con Dios desde la realidad de
nuestro propio yo –con sus luces y sus sombras-. ¿Qué puede obrar la Palabra de
Dios en el mundo, si Dios no cuenta con las obras de tus manos? Seamos
merecedores de su amor asumiendo su Palabra, rindiéndole culto, considerándole
un trato sagrado y oportuno. Ojalá nos lleguemos a decir de una forma plenamente
consciente, que para nosotros: “lo mejor es estar junto a Dios” (Salmo 73,28).
Buen camino a través del desierto cuaresmal. Un saludo fraterno en Jesús, que
es Palabra, camino, verdad y vida.
Florencio Salvador Díaz Fernández
(Estudiante de Teología y Sagrada
Biblia)
(*) Publicado en la revista cuaresmal "BLANCA Y COLORÁ" nº 14 Cuaresma 2017.