A las once y media revisó por
última vez los wasapps del móvil y lo dejó en la mesilla de noche. Se sentó en
el borde de su cama mirando de lejos la ropa negra que acababa de quitarse y
que dejó en la silla frente al balcón. Su marido dormía desde hacía rato. Se
restregó la mano por los ojos, se tendió y pensó en el día que terminaba; lleno
de emociones y tristeza. No tardó en quedarse dormida cayendo en un profundo
sueño.
De pronto su realidad se deformó y se halló en un panorama desconocido. Algo
le escocía en la cara, ¿arena? Si. Estaba en lo que parecía una playa pero no
había mar, no. Era el desierto. ¿Pero cómo he llegado hasta aquí? se preguntó. Movió
los brazos ante ella para diluir la realidad que vivía y que comenzaba a
angustiarle, cuando sin saber el motivo se puso a caminar. Caminó y caminó sin
rumbo aparente, pues no sabía dónde estaba ni dónde ir.
Llevaba caminado un
buen trecho, cuando advirtió que se le venía encima una especie de tormenta de
arena. Se tapó los ojos pero vio que la arena no se le acercaba del todo. Luego
aquella tormenta giró sobre sí misma y giró y giró formando un enorme remolino,
hasta convertirse en un gran gigante de arena.
Ella intentó escapar horrorizada
pero una enorme mano la agarró y la sostuvo en alto, sin dañarla.
El gigante le
pregunto: -¿qué te pasa?
Ante el mutismo de ella volvió a decirle:
-¿quieres
hacer el favor de decirme que te ocurre?
A ella le llamó la atención la
cadencia de la voz de aquel gigante que ahora parecía amable. Miró hacia abajo –señal
de su modestia- y le dijo al gigante: -estoy cansada. ¿Cansada? Le dijo el
gigante.
¿Cansada de qué? ¿Sé sincera?
Ella se lo pensó un poco, pero contesto
sinceramente pues sintió la necesidad de abrir su corazón al gigante amable.
Estoy
cansada de amar, dijo la mujer.
El gigante le sonrió y le dijo.
-Sí, lo sé,
hasta el amor cansa. Sobre todo cuando se ama con las manos curando y
aliviando. Cuando se ama velando y cuidando. Cansa el amar trabajando por la
dignidad de las personas. Cansa hasta el ser en el mundo las manos amorosas de
quien te ama y te cuida y que no se cansa de amarte.
En aquel momento ella
sintió que en su corazón florecía algo. Se miró el pecho y notó como un rallo
de luz se abría paso de manera indolora a través de su esternón, llenándolo todo
de luz. La luz la cegó.
Cuando pudo recuperarse se encontró en un sendero
empedrado que cruzaba una aldea llena de árboles, estaba tendida en las piedras
y un hombre joven junto a ella le tendía una mano para ayudarla. Se levantó
acogiendo la mano del hombre y le señaló con el dedo.
¡Te conozco! Le dijo
ella.
No era una pregunta, era una certeza.
-Sí, le dijo el hombre. Llevas muchos
años conociéndome, y yo llevo ocho años viviendo contigo. He sentido cada una
de tus caricias amables. He sentido tu cariño y lo que es más importante, tu
misericordia.
Continuó diciéndole el hombre: -hace muchos muchos años yo caminé
por este mismo camino con dos amigos atribulados. Ellos no sabían quién era yo,
no supieron reconocerme. Quiero agradecerte que tu si lo hicieras. Que me reconocieras
sin verme hace tantos años. Que me reconocieras en aquel que me necesitaba y
que encontró en ti la reencarnación de mis manos y el amor de Quien nos ha
creado. Y en verdad te digo mujer, que mi Reino tendrá vida, futuro y esperanza
mientras en el mundo haya personas capaces de seguir mis huellas como tú lo
hiciste y lo harás.
Una lágrima de emoción surcó el rostro de la mujer y Él se
la enjugó con la mano.
¿A dónde va este camino, Señor? Preguntó ella.
El hombre
le sonrió y le dijo: a EMAÚS.
Dedico este escrito que me ha
salido del alma, a mi muy querida amiga Manoli Galvez, por ser mujer humana, justa,
amable, discípula y Cristo vivo en la vida de tantas personas, sobre todo en la vida que desde hoy ya descansa para el Señor. Verdaderamente eres
ejemplo y eres un orgullo para la raza humana, querida Manoli.
Fraternalmente, tu amigo Floren.