JOSÉ IGNACIO CALLEJA, Experto en Moral Social Cristiana, igcalleja@euskalnet.net
VITORIA (ÁLAVA).
El día de los derechos humanos, cada 10 de diciembre del año en curso, nos convoca a no pocos "opinadores" a dar una vuelta por esta cuestión mayor de la vida en común. ¿Faltará alguna palabra que decir sobre ellos? Hace un tiempo, no sé cuántos años, yo no me sentía demasiado atraído por la reflexión sobre los derechos humanos. La sentía tan teórica y manipulada que me acercaba a ella como a regañadientes. Hay que ser falsos, -pensaba-, para hablar así del ser humano sin enmudecer al ver un telediario. Lo sigo pensando.
Un día, tampoco sé bien cuándo ni importa ahora, leí un texto de Ignacio Ellacuría y al poco otro de Juan Luis Segundo. Son teólogos de la liberación, como el lector sabe, y allí aprecié algo en lo que no había pensado. Era esta idea, o quizá más que una idea, una máxima vital: "Nunca digan que los pobres han perdido la dignidad humana, ni en situaciones extremas, pues la dignidad de su ser personas es lo único que les queda contra la opresión y el olvido". Y seguían estos maestros de lo mejor de la vida en común con su intuición irrenunciable: "La dignidad, -venían a decir-, es lo único que le queda al ser humano más pobre, a la víctima de la mayor injusticia, para rebelarse cuando se lo han quitado todo". Poco después, o quizá antes, ¡qué más da!, leí esto mismo en nuestro Juan Luis Ruiz de la Peña. Sólo por esto, descanse en paz. Se lo merece.
Y es verdad. La dignidad del ser humano, esa realidad óntica y moral que se expresa como inteligencia y libertad, y de la que derivan nuestros derechos fundamentales, es nuestro bien por excelencia; y en su excelencia única, es la realidad que nadie puede negar para defender sus propios derechos. Esto es lo que hay detrás de una ética civil y de una democracia política. Y esto es lo que cuestiona de manera absoluta la "justicia" de la legalidad internacional y la perversa manera de resolver hoy, por ejemplo, la crisis económica y su reparto de esfuerzos.
Es sabido que la distancia que media entre los principios éticos y la realidad social hay que salvarla con sabiduría política y moral. Es decir, hay que tener habilidad política para conseguir el equilibrio posible, en un lugar y momento determinados, entre los recursos de todo tipo y los diversos objetivos sociales. Este equilibrio social tiene siempre un hilo conductor en su moralidad y su realismo. No es otro que el respeto de la dignidad y los derechos humanos de todos, y su primera medida, las necesidades más fundamentales de la gente más pobre y débil. Con discernimiento sobre las responsabilidades personales, y con exigencia en su caso, desde luego que sí; pero con las necesidades y libertades de los más débiles en el centro. Sin los más pobres y débiles, no hay dignidad humana para los demás. Es una nueva manera de amurallar el castillo del señor feudal.
Como yo procedo del mundo cristiano y católico, es lógico que reclame una posición absolutamente firme de la Iglesia en cuanto a la dignidad humana, con todas sus consecuencias personales y sociales. Hace tiempo, demasiado, que el discurso moral de la Iglesia Católica es rotundo en cuanto a la dignidad humana de todos, pero muy pobre en sus consecuencias sociales para ella y para el mundo. No son ganas de polémica. Lo digo porque me importa mucho.
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