CARTUJO CON LICENCIA PROPIA

viernes, 31 de agosto de 2012

EL VATICANO II, TUMBA DEL RÉGIMEN DE CRISTIANDAD


Benjamin Forcano

Me agrada sobremanera abordar este tema cuando han pasado 50 años de la celebración del Vaticano II. Y me agrada porque soy uno entre muchos de los que hicimos del Vaticano II motor y referencia de nuestro vivir en la Iglesia. Fuimos partícipes de un acontecimiento que conmovió a la Iglesia católica y la puso ante los ojos del mundo entero.

El acontecimiento duró tres años (1962-1965) pero fue tal su incidencia que resultó imposible encerrarlo en el espacio de un corto tiempo o neutralizarlo por tendencias opuestas.

El ya largo posconcilio ha revelado todo lo que de positivo y antagónico había en la Iglesia. Como ya sabíamos, la reacción había de llegar, pues no todos –lo hemos visto y sufrido– estaban dispuestos a dejarse convertir por el espíritu y doctrina conciliar. Eran siglos de visión distinta, de doctrina uniforme, de ritos establecidos, de prácticas estereotipadas, de normas precisas, de sumisión incondicional, que copaban palmo a palmo el territorio de nuestra alma. Y el Vaticano II decretaba un reordenamiento.
El drama era inevitable para la mayoría que estaba educada para seguir como sagrados los dictados de una autoridad indiscutible. Pero la renovación, fermentando, había entrado también en la conciencia eclesial y estalló en el aula conciliar. La Iglesia, por más murallas que se levantasen, percibía los cambios de la modernidad, los nobles propósitos de las revoluciones, los logros de la ciencia, la confrontación de la nueva hermenéutica con el Evangelio y su radical requerimiento a cambiar y mudarse.
Las aguas no se han sosegado afortunadamente, siguen vivas, aun cuando remeros y navegantes de alto grado pretendan conducirlas a recintos estancados o hacerlas discurrir por otros cauces. La Iglesia es más grande que la Jerarquía y no pierde el caminar de la historia ni el espíritu del Evangelio. Siempre fue así, y pese a todo, resulta indomable el mensaje del Evangelio y las aspiraciones de la dignidad de las personas y de los pueblos.
Reivindicamos, pues, algo que nos pertenece por ley y por historia, por derecho y por espíritu. Sería una claudicación retornar a algo que tuvo sentido pero que no volverá. El Vaticano II empalma con la Tradición, pero no es el concilio de Trento ni el Vaticano I.
Y hay quien no se guarda de ocultar sus reticencias y críticas desenfadadas al Vaticano II como si fuera el causante del desconcierto y males actuales de la Iglesia. Fue Joseph Ratzinger, entonces teólogo y cardenal, quien en 1985 afirmó que “los veinte años del posconcilio habían sido decididamente desfavorables para la Iglesia”. Le llovieron réplicas, entre otras, la del teólogo E. Schillebeeckx: “Ahora parece que sea sólo el cardenal Ratzinger el único autorizado para interpretar auténticamente el concilio. Esto va contra toda la tradición. En este sentido afirmo que se está traicionando el espíritu del concilio“ (Soy un teólogo feliz, p. 42).
Todo lo dicho me permite suscribir como propias las palabras del recordado y querido teólogo José Mª González Ruiz: “El Vaticano II es la tumba de la cristiandad”. Sentencia confirmada por el teólogo J. B. Metz: “Hoy, la Iglesia se encuentra ante un cambio que, a mi juicio, es el más profundo de su historia desde la época primitiva. De una Iglesia de Europa (y de Norteamérica) culturalmente más o menos unitaria y, por lo tanto, monocéntrica, la Iglesia está en camino hacia una Iglesia universal, con múltiples raíces culturales y, en este sentido, culturalmente policéntrica. El último concilio puede entenderse como expresión institucionalmente manifiesta de este paso” (Cfr. Concilium, Unidad y pluralidad: problemas y perspectivas de inculturación, nº 224, julio 1989, p. 91).
PARA COMPRENDER LO QUE ESTÁ PASANDO EN LA IGLESIA
No veo complicado explicar lo que en las últimas décadas está sucediendo en la Iglesia, si presentamos debidamente el escenario histórico de los hechos y logramos relacionar el desenvolvimiento actual con el pasado.
La historia de la Iglesia católica es bimilenaria. Venimos de una historia en que, hasta el Vaticano II, ha estado vigente el modelo eclesiológico tridentino. Dicho modelo ha estado sustentando el llamado “régimen de cristiandad” y, más cerca de nosotros, el “nacionalcatolicismo”. Siglos y siglos de historia dejan poso y configuran las estructuras, el sentir, el pensar y el actuar de la cristiandad.
Me limito a examinar un período de historia cercano a nosotros: el que va desde los años 50 hasta hoy, destacando tres hechos principales: 

El concilio Vaticano II. 
La restauración del papa Juan Pablo II. 
Y la transición democrática de nuestro país.


I. LAS TRANSFORMACIONES BÁSICAS DEL VATICANO II
1. Modelo eclesiológico tridentino
Me refiero al momento de la Iglesia reformada de Gregorio VII y postridentina. Sus rasgos fundamentales serían:
1. La religión católica es la única verdadera: (Concilio de Florencia, 1542 , DS 1351). (Pío IX,Syllabus, Enchiridion Symbolorum, 1960) (1540).
2. La Iglesia es como un Estado, en cuya cumbre está el Papa, asistido por las congregaciones romanas y que justifica su hegemonía sobre los demás Estados (Colección de encíclicas y documentos pontificios, Madrid, 1955, pp. 1 ss.).
3. El estatuto constituyente de la Iglesia se caracteriza por la desigualdad, a base de dos géneros de cristianos: los clérigos y los laicos (Constitución sobre la Iglesia, Vaticano I, 1870).
La desigualdad se despliega de arriba abajo, en una visión piramidal y estamental: la pirámide tiene un vértice, el papa: de él deriva el poder de los obispos, la nobleza eclesiástica; y, más abajo, está el bajo clero, los llamados propiamente “sacerdotes”. Estos grados agotan el derecho y la autoridad. Finalmente, está el estamento laical, base inmensa de la pirámide: vasallos, siervos de la gleba, gente menuda (Pio X, Vehementer, 12.)
4. Esta estructura eclesiástica sería de derecho divino y, por lo tanto, inmutable. Como también el poder que ella tiene y de ella deriva.
5. Esta Iglesia realiza el Reino de Dios desde el “poder eclesiástico”, que desciende piramidalmente hasta los mismos fieles. El pueblo no tiene más que recibir y poner en práctica lo que reside en las altas esferas.
6. Para esta Iglesia el reino de Dios es cosa del “más allá”, “asunto de la otra vida”, no un proyecto histórico con exigencias de transformación para la sociedad presente, sino un símbolo de resignación histórica y de evasión de la historia: “La diferencia de clases en la sociedad civil tiene su origen en la naturaleza humana y, por consiguiente, debe atribuirse a la voluntad de Dios” (Pío IX, Syllabus, Enchiridion Symbolorum, 1960) (1540).
7. Esta Iglesia olvida la característica fundamental del Reino de Dios que anuncia Jesús: un Reino de los pobres y para su liberación. Es decir, mientras en las altas esferas se libran batallas por la dominación del mundo, la inmensa base eclesial no tiene más condición, y ésta querida por Dios, que someterse y no contar para nada.

2. Modelo eclesiológico del Vaticano II
El gran cambio operado por el Vaticano II aparece sobre todo en la “Lumen Gentium” y la “Gaudium et Spes”. Podemos concretarlo en los siguientes puntos:
1. El punto de gravitación en la Iglesia es, según el Vaticano II, la comunidad (pueblo de Dios) y no la jerarquía. “Pueblo de Dios” es para el concilio esa realidad englobante de la Iglesia, que remite a lo básico y común de nuestra condición eclesial, es decir, nuestra condición de creyentes. Y, en esa condición, estamos todos, sin excepción. La división de clérigos/laicos queda superada con un planteamiento nuevo: lo sustantivo en la Iglesia es la comunidad, la jerarquía lo relativo, que no tiene razón de ser en sí y para sí, sino en referencia y subordinación a la comunidad.
2. La función de la jerarquía es redefinida con relación a Jesús, siervo sufriente y no pantocrátor (señor de este mundo); solo desde un crucificado por los poderes de este mundo se puede fundar y justificar la autoridad de la Iglesia. La jerarquía es un ministerio (diakonia=servicio) que exige reducirse a la condición de siervo. Ocupar ese lugar (el de la debilidad e impotencia) es lo suyo, lo verdaderamente propio.
3. Desaparece la Iglesia como “sociedad de desiguales”: “No hay por consiguiente en Cristo y la Iglesia ninguna desigualdad” (LG, 12).
Ningún ministerio puede ser colocado por encima de esta dignidad común. La mayor dignidad está en la igualdad común. Los clérigos no son los “hombres de Dios” y los laicos “los hombres del mundo”. Esa dicotomía es falsa. Hablamos correctamente si, en lugar de clérigos y laicos, hablamos de comunidad y ministerios.
4. Todos los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo (LG, 10). No sólo, por tanto, los curas son “sacerdotes” sino que, junto al ministerio de ellos, el sacerdocio es común. Este cambio en el concepto de sacerdocio es fundamental: “En Cristo se ha producido un cambio de sacerdocio” (Hb 7,12). En efecto, el primer rasgo del sacerdocio de Jesús es que “se hace en todo semejante a sus hermanos”.
Según esto, la Iglesia entera, pueblo de Dios, prosigue el sacerdocio de Jesús, sin perder la laicidad, en el ámbito de lo profano y de lo inmundo, de los “echados fuera”; sacerdocio no centrado en el culto sino en el mundo real. Este sacerdocio pertenece al plano sustantivo, el otro –el presbiteral– es un ministerio y no puede entenderse desentendiéndose del común. Y el sacerdocio común es superior y el presbiteral, como ordenado al común, es inferior.

3. El desafío central del concilio Vaticano II
Está claro que el desafío central, al que se enfrentaba el concilio, era el de someter a revisión el patrimonio cristiano heredado. Llevábamos cuatro siglos bajo la inspiración y dominio del concilio de Trento. La conciencia eclesial se había abierto camino en el mundo moderno y había madurado, en convivencia y diálogo con él, sus problemas, sus nuevas búsquedas y soluciones. De esa conciencia brotaban varias consecuencias:
1ª) La Iglesia no podía erigirse ya más como una realidad frente al mundo, como una “sociedad perfecta”, paralela, que proseguía su curso en autonomía, previniéndose y fortaleciendo sus muros contra los errores e influencia del mundo. Esa antítesis de siglos debía superarse.
2ª) El concilio se proponía aplicar la renovación al interior de la Iglesia misma, pues la Iglesia no era el Evangelio ni era seguidora perfecta del mismo, en ella vivían mujeres y hombres, los mismos que en todas las demás partes y desde su condición limitada y pecadora se habían establecido en ella muchas costumbres, leyes y estructuras que no respondían a la enseñanza y práctica de Jesús.
3ª) La misión de la Iglesia es la misma misión de Jesús, una misión universal. Y para entenderla y hacerla auténtica no tiene sino volver a Jesús.
Como universal que es, el Evangelio traspasa todo modelo cultural concreto, ninguno puede reivindicarlo en exclusiva. Este es el problema. El Evangelio ha sido anunciado y debía encarnarse en todo lugar y conyuntura histórica. Lo fue durante veinte siglos, pero en modelos occidentales y europeos. Y eso es lo que a nosotros nos llegó. Y, aun dentro de esa cultura, la llegada se quedó muy atrás, pues nos asentamos en el modelo judaicohelénico- romano y nos detuvimos en el patrístico medieval. Trento fue la meta y la medida. No logramos asimilar la posterior evolución moderna.
Con razón ha podido escribir el teólogo Hans Küng: “Se requiere un cambio de rumbo de parte de la Iglesia, y de la teología: abandonar decididamente la imagen del mundo medieval y aceptar consecuentemente la imagen moderna del mundo, lo que para la misma teología traerá como consecuencia el paso a un nuevo paradigma” (Küng, H., Ser cristiano, p. 173) *.

II. LA RESTAURACION DEL PAPA JUAN PABLO II
1. El Papa Wojtyla y el Vaticano II
Juan Pablo II ha tenido una forma muy personal de entender el Papado. Más de 26 años dando la vuelta al mundo acaban por dibujar un perfil de este insigne viajero y apóstol. Pero no sólo eso. Juan Pablo II representa un modo de entender el cristianismo tan fuerte y definido que uno se pregunta si la Iglesia va a poder emprender nuevos rumbos o va a sentirse esclava de este modo wojtyliano de anunciar el Evangelio. La Iglesia Institución, vista en su aparato clerical y organizativo, ha cobrado tanta relevancia y uniformidad con Juan Pablo II, que incita a reflexionar si esto no se ha hecho en base a desmedular la Iglesia de esa savia original, la más profunda y reveladora de su mensaje, que es el amor, la democracia y la libertad.
Muchos llegaron a creer en un principio que este Papa iba a ser la confirmación del Vaticano II, pero pronto se vio que los vientos iban por otros derroteros.

2. Wojtyla: involución contra renovación
Wojtyla traía otro modelo. Y a él iba a consagrar toda su energía. Esto auspiciaba una fuerte contradicción dentro de la Iglesia: se habían abierto caminos nuevos y, ahora, el pontificado de Juan Pablo II, comenzaba a marcar otra dirección. Grandes sectores de la cristiandad advertían la contraposición: involución contra renovación, autoritarismo contra democracia, clericalismo contra pueblo de Dios, clasismo contra igualdad, etcetera.

3. El liderazgo de Juan Pablo II
La muerte de Juan Pablo II fue un hecho de primera magnitud. Juan Pablo II había hecho del planeta tierra su casa. Y su mensaje de amor a la humanidad, de condena de la guerra, de promover la justicia y atender a los más pobres, llegó a todos los rincones de la tierra.
Este liderazgo externo contrasta con otro más deslucido, al interior de la Iglesia, que ha provocado en amplios sectores de ella crítica y distanciamiento. Con Juan Pablo II, la minoría perdedora del Vaticano II sacó cabeza y programaba pasos y estrategias para reconquistar el espacio perdido.
Juan Pablo II venía de una formación tradicionalista, marcada además por un contexto sociopolítico antinazista, y también profundamente anticomunista y en cierto modo antieuropeo. Su patria había sufrido la humillación de diversos imperios y en todos sus hijos estaban abiertas las heridas, curadas en buena parte por la religión católica.
Todo esto le había hecho ver que Europa no caminaba en la dirección de su pasado cristiano, sino que avanzaba por las sendas de la secularización y del laicismo, del ateísmo y de un materialismo hedonista y consumista.
Su visión de la modernidad era negativa y la opción de Wojtyla iba a ser la de restaurar, recristianizar a Europa, reconducir todo al pasado. Los males presentes era preciso remediarlos reintroduciendo la imagen de una Iglesia preconciliar: una Iglesia centralizada, androcéntrica, clerical, compacta, bien uniformada y obediente, antimoderna.
No es de extrañar que el gran teólogo Schillebeeckx escribiera: “El concilio Vaticano II consagró los nuevos valores modernos de la democracia, de la tolerancia, de la libertad. Todas las grandes ideas de la revolución americana y francesa, combatidas por generaciones de papas; todos los valores democráticos fueron aceptados por el concilio... Existe ahora la tendencia a ponerse contra la modernidad, considerada como una especie de anticristo. El Papa actual parece negar la modernidad con su proyecto de reevangelizar Europa: es necesario –dice– retornar a la antigua Europa de Cirilo y Metodio, santos eslavos, y de san Benito. El retorno al catolicismo del primer milenio es, para Juan Pablo II, el gran reto. En el segundo milenio, Europa ha decaído y, con ella, ha decaído toda la cultura occidental. Para reevangelizar Europa es necesario superar la modernidad y todos los valores modernos y regresar al primer milenio... Es la cristiandad premoderna, agrícola, no crítica, la que, según el pensamiento del Papa, es el modelo de la cristiandad. Yo critico este retorno porque los valores modernos de la libertad de conciencia, de religión, de tolerancia, no son, desde luego, los valores del primer milenio” (Soy un teólogo feliz, pp. 73-74).

4. Alcance universal de la restauración
Pasado el primer año del Pontificado, la restauración era manifiesta pero se reforzaba con el nombramiento del cardenal Ratzinger, teólogo y, a partir de entonces, guardián doctrinal de la restauración. Fue en el 1985, cuando el cardenal, ya sin equívocos, afirmó que “los veinte años del posconcilio habían sido decididamente desfavorables para la Iglesia”.
La restauración alcanzó a la Iglesia universal en todos los niveles y estamentos: sínodos, conferencias episcopales, reuniones del episcopado latinoamericano, congregaciones religiosas, la CLAR (confederación de religiosos y religiosas latinoamericanos), obispos, teólogos, profesores, publicaciones, revistas, etc.
Para llevar a cabo la restauración había que volver a los instrumentos de poder y había que contar con movimientos fuertes e incondicionales. Tales fueron principalmente el Opus Dei, Comunión y Liberación, Neocatecumenales,Legionarios de Cristo, etc.
Este breve recuento de lo ocurrido nos hace ver la situación vivida –“larga noche invernal”, la llamó el gran teólogo K. Rahner– sembrando en muchos cansancio y en no pocos otros desencanto y alejamiento.
A este giro involutivo ha acompañado la pérdida de credibilidad en la Iglesia. Condiciones demasiado negativas impedían encontrar en la Iglesia estructuras de acogida que invitaran a la confianza, al respeto y al diálogo. 

III. LA IGLESIA EN LA TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA ESPAÑOLA
1. La transición democrática de España: en España se esperaba un cambio
Sin duda son muchos los españoles que, en el momento actual, se han preguntado por el papel que está jugando en nuestra sociedad la jerarquía católica. Pienso que, con mayor o menor convicción, los españoles estábamos intuyendo o esperando un cambio. Y ese cambio se produjo siendo nosotros protagonistas: elaboramos y aprobamos una Constitución que plasmaba ese cambio y lo recogía en una nueva normativa constitucional, vinculante para todos. No era un cambio cualquiera. Pasábamos de una dictadura a una democracia; de un Estado confesional, políticamente hipotecado, a otros secular y aconfesional; de una situación que encubría la negación o discriminación de derechos fundamentales para muchos ciudadanos a otra en que se proclamaba la igualdad de todos con unos mismos derechos y obligaciones; de un régimen de nacionalcatolicismo en que, para ser buen español, se exigía ser católico, a otro en el que se declara que la persona humana, cualquiera que ella sea, tiene derecho a la libertad religiosa: a ser creyente, a serlo de una u otra manera, a no serlo de ninguna.
Estos y otros no eran cambios irrelevantes. Cambios que, por necesidad, iban a afectar a la Iglesia católica. En un primer tiempo, hay aceptación de la nueva situación democrática, y la Jerarquía se compromete a respetarla, sin inmiscuirse en la ideología e intereses particularistas de ningún partido. Seguramente muchos se sorprenderán al oír una cita como ésta, suscrita por la Conferencia Episcopal Española en el año 1973: “Los obispos pedimos encarecidamente a todos los católicos españoles que sean conscientes de su deber de ayudarnos, para que la Iglesia no sea instrumentalizada por ninguna tendencia política partidista, sea del signo que fuere. Queremos cumplir nuestro deber libres de presiones. Queremos ser promotores de unidad en el pueblo de Dios educando a nuestros hermanos en una fe comprometida con la vida, respetando siempre la justa libertad de conciencia en materias opinables” (Asamblea Plenaria [17ª], 1973).
Pero, progresivamente, va asomando un recelo, una crítica a la democracia, que se muestra en oposición cada vez más fuerte a leyes que se consideran hostiles y perjudiciales a la Iglesia.
En los últimos años sobre todo, ha sido notorio su giro hacia la derecha, propiciando la vinculación con los partidos de derecha, cuestionando abiertamente al Gobierno socialista, movilizando la calle, participando en las manifestaciones, proponiendo incluso la objeción frente a algunas leyes.
Todo esto ha ido acompañado con la divulgación de escritos y pronunciamientos que pretendían sustraer al Parlamento y al Estado el poder moral de legislar, siendo éste, como es, uno de los aspectos esenciales de todo Estado de Derecho.
En el fondo, era una manera de golpear y deslegitimar la democracia y reivindicar el poder hegemónico que la Iglesia había tenido en otros tiempos.

2. ¿Añoranza y regreso al régimen de cristiandad?
No deja de ser paradójico que, en una situación democrática donde existen condiciones de libertad como no las hubo nunca, vienen algunos obispos a denunciar que la “Iglesia” con este Gobierno se siente acosada y perseguida: “Se da una crítica y manipulación de los hechos de la Iglesia, un cerco inflexible y permanente por medio de los medios de comunicación. Somos una Iglesia, crecientemente marginada. No nos dejemos engañar. Lo que hoy está en juego no es un rechazo del integrismo o del fundamentalismo religioso, no son unas determinadas cuestiones morales discutibles. Lo que estamos viviendo, quizás sin darnos cuenta de ello, es un rechazo de la religión en cuanto tal, y más en concreto de la Iglesia católica y del mismo cristianismo” (Mons. Fernando Sebastián, Situación actual de la Iglesia: algunas orientaciones prácticas, Madrid, ITVR, 29–III- 2007).
Seguramente es verdad lo que un buen sociólogo me decía: la jerarquía no es creíble porque vive en otro mundo, añoran hábitos hegemónicos de poder y dominio de otra época, no están dispuestos a despojarse -dejarse morir- para iniciar una adaptación que les haga valorar la nueva situación.
Las cosas son así. Ha habido en los últimos siglos una positiva evolución de la conciencia social y eclesial. El concilio Vaticano II lo entendió perfectamente y, por primera vez, hubo una reconciliación oficial con el mundo moderno, con la democracia, la igualdad, el pluralismo y la libertad. Pero eso no es lo que se daba antes. Y, cuando el cambio de todo esto ocurre, no se lo quiere reconocer como un bien y progreso, se dirige la vista a otra parte y se inventa un falso enemigo a quien culpar de todo. Lo que es una situación objetiva irreversible –hemos pasado de una época teocrática e imperialista a otra humanocéntrica y democrática– se la interpreta como un cúmulo de males, provocados por un partido y por un gobierno.
Ahí está, creo yo, una de las claves para entender lo que está pasando en la Iglesia.
Por tanto, los desasosiegos y premoniciones negativas de la Jerarquía se deben a que sufren una descolocación en el tiempo en que vivimos. Vivir en democracia es algo que le ocurre por primera vez. Y los hábitos democráticos no se improvisan, hay que aprenderlos, cultivarlos, amarlos.
Todo parece indicar que la Iglesia de Benedicto XVI con los vientos a favor camina hacia el preconcilio, hacia un régimen de cristiandad periclitado: da trato de favor a los neoconservadores, pone en entredicho el diálogo ecuménico, se sitúa de espaldas a la legítima autonomía de la cultura y de las ciencias, pospone, frente a problemas internos que han sido ya replanteados, las grandes causas de la humanidad que, por ser primeras y prioritarias, deben unirnos a todos.
Ese modelo de Iglesia autoritaria y neoconservadora, no servidora y anunciante de un Reino de hermanos y hermanas, en igualdad, libertad y amor, es el que dicta el regreso al pasado y el miedo a una auténtica inserción en el presente.